Aquel día
Fernando y yo habíamos discutido y él salió visiblemente enfadado. Recuerdo su
última frase: “No seré yo quien siga velando tu cadáver”. Y entonces dejó la
puerta abierta al salir. Era la primera vez que lo hacía desde el accidente. Tan
sólo una rendija, pero fue como si la oscuridad hubiese encontrado la
oportunidad ávidamente esperada de escapar. Allí dentro, después de tanto
tiempo, comencé a ver la luz. De pronto, una idea siniestra me acudió a la
mente: la posibilidad de que la puerta se abriera de par en par y un haz poderoso
de luz me pudiera dejar ciega. Un temor oscuro me invadió y comencé a temblar.
Pasé unos minutos en ese estado de perniciosa excitación que causa el miedo,
pero al fin, desvié la mirada y la centré en mis inertes piernas. De repente,
una extraña sensación de felicidad comenzó a recorrerme por dentro. Por primera
vez en mi vida me alegré de estar impedida de mis piernas y no poder hacer nada
por evitar la tragedia. Definitivamente había quedado confiada al destino.
“Ahora, -me dije- ya no tengo nada que perder.”
Ahora, mientras
miro a los pájaros formar una nube en el cielo, me golpeo la cabeza como un mono,
por aquella terrible obstinación. Y tomo el brazo de Fernando, y lo aprieto con
todas mis fuerzas, hasta cortarle la circulación, por haber dejado entrar la
luz, y enseñarme a caminar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario