"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 17 de mayo de 2012

EDUCAR AL PERRO


José Antonio Nisa
Hasta aquella noche no había tenido aún ocasión de comprobar la valía del perro: los ladrones habían saltado el muro, forzado la puerta con alguna palanca y penetrado en la casa, sin que ningún vecino oyera ni el ladrido del perro ni ruido alguno que les hiciera dar alarma.
“La raza del perro se tiene que imponer. Antes o temprano, ladrará”, dijo a su esposa con determinación. Dos días después del robo, Filemón Rodríguez, un reputado gañán desbravador de animales, se presentó en el lugar, pertrechado con unas botas de pescador, una linterna colgada al pecho y un nudoso garrote, dispuesto a hacer gala de su sangre gélida y de su mano dura con los díscolos e insumisos animales ingratos.
Era noche de luna nueva, la oscuridad era total. Como también hicieran los ladrones, Filemón saltó el muro y, al caer al otro lado, vio cómo el perro se le acercaba lentamente, más movido por la curiosidad que por ningún tipo de animadversión. “¡Ajá! Con que tú eres el labrador”, dijo para sí. Entonces, se dirigió a un rincón con aplomo, llamó al perro con un susurro y, cuando este se acomodó, la emprendió a palos con el pobre animal hasta sacarle todos los ladridos que tendría que haber dado dos días antes y los que no repetiría nunca jamás en lo que le quedaba de su penosa vida de perro.
Los aullidos despertaron a algunos vecinos que, inquietos, se asomaron a la ventana a husmear entre las oscuridades de la calle, tratando de descubrir a qué clase de bicho estaban despedazando tras el muro de la casa de la esquina. Después de dos minutos de locura, los horribles quejidos del animal se transformaron en un aullido quejumbroso que duró toda la noche. Pero las ventanas volvieron a cerrarse y, tras ellas, una simple explicación volvió a acomodar el sueño del vecindario: “Jodido perro”.
Al día siguiente el perro no acudió a abalanzarse sobre su amo, como solía hacer, ni respondió a su primera llamada. Cuando por fin apareció tras una pequeña fuente acercándose lentamente, se descubrió que tenía la cabeza hinchada, los ojos apenas se le distinguían entre dos abultamientos rojizos y cojeaba de una pata trasera. Tras la primera impresión recibida al descubrir aquella figura monstruosa, el hombre hizo acopio de entereza, prendió al perro por el collar y lo llevó adentro. Mientras le curaba las heridas de la cabeza y le vendaba la pata, no hacía más que repetirse una y otra vez, con un extraordinario esfuerzo para engañar a sus propias emociones, que aquel era el precio que tenía que pagar por educar al animal, convencido de que jamás nadie saltaría el muro sin que el perro le despojase el trasero.

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