José Antonio Nisa
Hasta aquella noche no
había tenido aún ocasión de comprobar la valía del perro: los ladrones habían
saltado el muro, forzado la puerta con alguna palanca y penetrado en la casa,
sin que ningún vecino oyera ni el ladrido del perro ni ruido alguno que les hiciera
dar alarma.
“La raza del perro se tiene
que imponer. Antes o temprano, ladrará”, dijo a su esposa con determinación.
Dos días después del robo, Filemón Rodríguez, un reputado gañán desbravador de
animales, se presentó en el lugar, pertrechado con unas botas de pescador, una
linterna colgada al pecho y un nudoso garrote, dispuesto a hacer gala de su
sangre gélida y de su mano dura con los díscolos e insumisos animales ingratos.
Era noche de luna nueva, la
oscuridad era total. Como también hicieran los ladrones, Filemón saltó el muro
y, al caer al otro lado, vio cómo el perro se le acercaba lentamente, más
movido por la curiosidad que por ningún tipo de animadversión. “¡Ajá! Con que
tú eres el labrador”, dijo para sí. Entonces, se dirigió a un rincón con
aplomo, llamó al perro con un susurro y, cuando este se acomodó, la emprendió a
palos con el pobre animal hasta sacarle todos los ladridos que tendría que
haber dado dos días antes y los que no repetiría nunca jamás en lo que le
quedaba de su penosa vida de perro.
Los aullidos despertaron a
algunos vecinos que, inquietos, se asomaron a la ventana a husmear entre las
oscuridades de la calle, tratando de descubrir a qué clase de bicho estaban
despedazando tras el muro de la casa de la esquina. Después de dos minutos de
locura, los horribles quejidos del animal se transformaron en un aullido
quejumbroso que duró toda la noche. Pero las ventanas volvieron a cerrarse y,
tras ellas, una simple explicación volvió a acomodar el sueño del vecindario:
“Jodido perro”.
Al día siguiente el perro
no acudió a abalanzarse sobre su amo, como solía hacer, ni respondió a su
primera llamada. Cuando por fin apareció tras una pequeña fuente acercándose
lentamente, se descubrió que tenía la cabeza hinchada, los ojos apenas se le
distinguían entre dos abultamientos rojizos y cojeaba de una pata trasera. Tras
la primera impresión recibida al descubrir aquella figura monstruosa, el hombre
hizo acopio de entereza, prendió al perro por el collar y lo llevó adentro.
Mientras le curaba las heridas de la cabeza y le vendaba la pata, no hacía más
que repetirse una y otra vez, con un extraordinario esfuerzo para engañar a sus
propias emociones, que aquel era el precio que tenía que pagar por educar al
animal, convencido de que jamás nadie saltaría el muro sin que el perro le
despojase el trasero.
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