Los tomates hierven en los invernaderos, a la sombra de los negritos que
exprimen su sudor bajo el plástico con olor a petróleo; y el técnico
manipula el higrómetro, una humedad del ochenta por ciento, la
temperatura de 42 grados, un dos por ciento más de azufre, tres cuartos
de abono, ... y ¡paff! los tomates ya alcanzaron el hinchazón y el color
suficientes.
Cuando el encargado de frutería del supermercado lo toca no sabe que
está tocando la mano de Dios. Algo mágico: un tomate cibernético. Sin
embargo le damos el primer mordisco y el tomate no llora. Los tomates
cibernéticos no tienen sentimientos, porque no saben qué es sufrir el
viento de levante o el revoloteo de la mosca blanca a su alrededor, ni
ha aguantado los chaparrones de abril sobre su piel.
Los músculos de los gimnasios tampoco saben llorar, ni reír, ni se han
columpiado en un andamio, ni han sufrido el desgarro ni la ira de sus
dueños al comprobar su impotencia para domar los pesos furibundos de la
naturaleza. Menos mal que en los gimnasios no hay negritos que chorreen
el calor que provoca el técnico con sus experimentos.
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