"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 17 de febrero de 2013

EL ESCRITOR



El labio mojado todo el día, rabiando por un deseo impronunciable. La casa impregnada de voces que a veces no escucha; otras, sin embargo, escucha el silencio, y sonríe, porque le parece hermoso. Por la mañana llama a mamá, pero nadie responde, porque ella era la mujer, y él era el hijo al que transmitió todo lo que ella llevaba dentro. Pero nadie responde. La música procede del patio; él piensa en el placer de la música, el verdadero placer. Luego llega un celador y le coge del brazo. Le llamaba por su nombre: Julio Alberto. Van a ver el fútbol en la sala, después le llevan al refectorio y comen.
La enfermera llegó con aire diligente para darle la medicina. Él la miró a la cara. Ella paró sus movimientos y se concentró en su mirada. Le pidió lápiz y papel. Ella se lo prometió.
La escritura fue una catarsis delirante del subconsciente. A partir de entonces toda comida le supo fantástica, las preocupaciones le volvieron, el trabajo, todo ello le mantuvo en cierta lucidez. Y entonces reflexionó sobre su vida y aprendió a tener siempre algo que hacer: entender por qué había retrocedido. Su vida había sido una línea recta, pero él había llegado al final demasiado rápido, para descubrir que era entonces cuando empezaba el verdadero camino. Pero él había retrocedido para coger impulso, y al punto se dio cuenta de que los zapatos ya estaban gastados y el andar producía dolor. Y recordó sus gritos. Mamá decía que se había vuelto loco. Lo tenía todo y no era consciente de ello, y por eso había caído en aquella insania, dijo ella una vez. Pero él sabía que nunca tuvo nada. Y sufrió el destierro del final. Sus hijos, Benito y Clara, se fueron con ella, con su madre, porque ellos no habían empezado a vivir. Y él, sin embargo, intentando retomar los licores del pasado.
Había escrito ciento veinte cartas a sí mismo desde entonces cuando, sin esperarlo, apareció la psicóloga del centro. Se lo llevaron a un despacho. Él renunció a salir de allí: aún no había comprendido nada. No, no era eso. Queremos publicar sus cartas, dijo ella, la suya es una buena historia. Pero, ¿no tendré que salir de aquí?, preguntó. “Es inevitable, el mundo le espera”.
¡Mis zapatos, mis zapatos!, y comenzó a gritar de nuevo en un delirio inconsolable. El director avisó al celador con urgencia.

2 comentarios:

  1. Recuerdo el apasionante tema de la frenología (jeje, aquello de palpar el cráneo con fines cientificos) que no la de la locura, y que según las protuberancias se podía determinar al criminal, al ladrón, e incluso a los adúlteros. Pero en clase íbamos más allá: también se incluía el materialismo y especialmente el fanatismo. Pero, claro, de ser fanático a estar mochales, iba un abismo, y por más bultos que tuviera el cerebro el germen del vicio no aparecía, con lo cual se probaba que si eras un fanático de la escritura, no eras vicioso. ¿Locuelo? Si, un poco. Pero es una locura que vive en la sombra, y que liba de su catarsis, o de su propia purificación para mejor entendernos. Queda así, por lo menos muy bien comprendida la actitud de tu escritor, porque en esa, su pretendida locura, veo un instinto preclaro en su subconsciente: la mejor virtud del escritor (o de quien decide escribir) siempre será la prudencia. Y luego que avisen al celador. Un abrazo amigo JAN y buenas noches.

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  2. La hora de tu blog, jeje, anda tan locuela como los escritores, porque en mi reloj son las 3,30 de la madrugada. De ahí, que siempre me despida con las buenas noches.

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