Y aquel cuerpo de mujer, armónico, embriagante, cartesianamente
preciso, que sus ojos veían y sus manos tocaban eran la belleza. Él
sabía que era suya y sus sentidos le decían que era real, el placer con
que le llenaba sus horas. En aquel momento, él dijo: “Te quiero”, y tan
sólo quería decir: “Te quiero así para siempre, y siempre mía”. Porque
deseaba que nada en el mundo se la arrebatara nunca jamás. Y pensó que
la custodiaría día y noche, bajo su llave secreta, en su más intrincado
laberinto de pasión, oculta de las fauces del mundo, porque sabía que el
hombre es guiado ciegamente por el deseo de poseer la belleza de la
mujer, y por más que la razón quisiera engañar a los sentidos, un
afluente de la desdicha universal le acecharía incansablemente para
arrebatársela.
Y en ese afán por cerrar las puertas a la insidia humana, al egoísmo perdulario de los hombres, un dolor agónico comenzó a surcarle las entrañas, poco a poco, a medida que el placer de la carne consolaba aquel designio de sufrimiento, y el aciago convencimiento de que todo aquello era efímero se fue instalando en su alma.
Hasta que llegó el día fatídico, el día que siempre había pensado que tenía que llegar. Aquel día él abrió la puerta y vio sus ojos tristes; su boca esbozaba un grito en su forma ovalada, su pelo estaba revuelto, sus manos rígidas. Ella no dijo una sola palabra, pero él sintió que le imploraba vehementemente salir de allí, de aquel lugar apartado de la mirada de los hombres, y vivir la vida como los demás mortales. Y a pesar de que aquella reacción la había esperado desde tiempo atrás, la impresión que le causaba en aquel instante aquella cara inerte no le dejaba reaccionar. Quieto en el vano de la puerta, se quedó mirándola fijamente, pensando en su desdicha irrevocable, y en la única solución posible: el encierro. Así que con los ojos cargados de lágrimas, se volvió, sostuvo la última mirada de resignación y, lentamente, cerró la puerta.
Entonces, como agitado por algún asunto urgente, subió las escaleras del sótano rápidamente, hasta llegar al salón, donde comenzó a rebuscar entre las revistas de encima de la mesa. Al punto apartó una de ellas. Pasó las páginas, una, dos, tres, … por fin encontró lo que buscaba: “Esta es: Ana, Ana se llamará, eso es. Ella no me traicionará”, dijo, y se fue a mirar por la ventana lo que le parecía el contoneo lascivo y perverso de las mujeres de carne y hueso que cruzaban la plaza, para convencerse a sí mismo de que hacía lo correcto. Luego cogió el teléfono e hizo su nuevo pedido.
Y en ese afán por cerrar las puertas a la insidia humana, al egoísmo perdulario de los hombres, un dolor agónico comenzó a surcarle las entrañas, poco a poco, a medida que el placer de la carne consolaba aquel designio de sufrimiento, y el aciago convencimiento de que todo aquello era efímero se fue instalando en su alma.
Hasta que llegó el día fatídico, el día que siempre había pensado que tenía que llegar. Aquel día él abrió la puerta y vio sus ojos tristes; su boca esbozaba un grito en su forma ovalada, su pelo estaba revuelto, sus manos rígidas. Ella no dijo una sola palabra, pero él sintió que le imploraba vehementemente salir de allí, de aquel lugar apartado de la mirada de los hombres, y vivir la vida como los demás mortales. Y a pesar de que aquella reacción la había esperado desde tiempo atrás, la impresión que le causaba en aquel instante aquella cara inerte no le dejaba reaccionar. Quieto en el vano de la puerta, se quedó mirándola fijamente, pensando en su desdicha irrevocable, y en la única solución posible: el encierro. Así que con los ojos cargados de lágrimas, se volvió, sostuvo la última mirada de resignación y, lentamente, cerró la puerta.
Entonces, como agitado por algún asunto urgente, subió las escaleras del sótano rápidamente, hasta llegar al salón, donde comenzó a rebuscar entre las revistas de encima de la mesa. Al punto apartó una de ellas. Pasó las páginas, una, dos, tres, … por fin encontró lo que buscaba: “Esta es: Ana, Ana se llamará, eso es. Ella no me traicionará”, dijo, y se fue a mirar por la ventana lo que le parecía el contoneo lascivo y perverso de las mujeres de carne y hueso que cruzaban la plaza, para convencerse a sí mismo de que hacía lo correcto. Luego cogió el teléfono e hizo su nuevo pedido.
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