Ella
se apresuró a decirlo, cómo no. Porque, como todos descubrirían más tarde, era
una Eris inmadura, y no podía más que presentarse en sociedad como tal, como el
ser más intrigante. Así que lo dijo, sacando una risa de su prepotencia, un
sentimiento de superioridad que aún, a aquellas alturas de su vida, no había
sido validado por los avatares de la vida, pero que se erguía como la cabeza de
una serpiente justo antes de atacar a su víctima. Y los demás oyeron lo que
oyeron, y quedaron perplejos porque no podían esperar jamás que las dos amantes
fueran del mismo sexo, conociéndolas a ambas en su campo individual, nada
sospechoso. Y entonces todos la miraron e interrogaron con la mirada,
preguntándole si de veras era cierto lo que decía. Pero ella no sólo lo volvió
a afirmar, sino que, de nuevo, con una seguridad insultante en sus palabras,
redirigiendo su perversidad hacia el foco irrefutable, dijo: “Observad, ahí
vienen”.
Y aparecieron
en escena aquellas mariposas, para el asombro de todos los presentes, y la luz
del sol comenzó a resplandecer intermitente en sus alas voluptuosas, y un baile
primigenio brotó del movimiento de aquellas dos criaturas, y se fueron
acercando cada vez más, oscilando de un lado a otro de la reunión, sobrevolando
las cabezas extrañadas, las miradas extasiadas ante tal maravillosa danza. Y de
repente las mariposas se posaron frente a ella, la Eris inmadura, y allí
quedaron unidas por sus trompas, intercambiando los néctares del deseo,
mientras hacían un guiño cómplice con sus alas irisadas, impertérritas en
aquella posición durante el tiempo en que todos los presentes la miraron con
cara de sorpresa, preguntándole qué extraño fenómeno ocurría y qué explicación
daba a aquello. Pero entonces, ella, lejos de sucumbir al espectáculo de
belleza que a todos anonadaba, se levantó de su asiento, y dijo: “Os lo advertí:
es algo antinatural y bochornoso.” Y se fue, volando con sus alas negras y
zumbando al viento su orgullo impasible. Las orugas, incrédulas, se dispersaron
por las ramas ralas de la primavera, embargadas por aquel anhelo edificante de
las alas y de la libertad necesaria para comprender algún día aquella suerte de amor insobornable.
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