Fue
un soleado día de mayo. Después de desayunar, llegó al mar. Desde la cresta de
la explanada podía contemplar aquella extensión de arena donde una tras otra
las olas depositaban restos de vida de la otra orilla del mundo. El viento
soplaba en forma de brisa húmeda y todo lo que tocaba con sus gigantes manos
fibrosas quedaba impregnado de una acuosa viscosidad. En un primer plano se
agolpaban cientos y cientos de personas, en un espacio ridículo, como si
buscaran un resguardo mutuo. Hacia el sur, siguiendo la línea de costa, la masa
se iba disipando hasta desaparecer justo antes de la horrenda visión de unos
buques de guerra dibujados en lontananza.
Así
que se alejó en aquella dirección, huyendo de la aglomeración, de tanto ser
humano repetitivo, hasta que el murmullo de la gente se desvaneció. Entonces se
detuvo, se tumbó en la arena y se puso a leer ”La soledad era esto”. Durante varias
horas estuvo abstraído en la lectura, hasta que el reloj marcó la hora de la
refección de mediodía. En aquel momento levantó la cabeza y observó a su
alrededor. Unas chicas se divertían en la playa solitaria; tras ellas, unos
muchachos se exhibían con bravuconadas. Y no sabe de qué manera, de repente, entre
aquella escena percibió la soledad. Estaba allí. De tanto manosearla, de tanto
rociarla por su almohada y sus libros, había aprendido a olerla. Pero sabía que
no se mostraría, pues la soledad es tímida y se esconde de los ojos de los
hombres. Así que continuó leyendo, ahora echando de vez en cuando una ojeada a
aquellos jóvenes juguetones y ociosos. Unas veces veía entre ellos a un
muchacho que saltaba las olas y se contemplaba a sí mismo a través de los ojos
de su chica; otras veces, una parejita se retorcía en la arena ante sus ojos y
así hacían desaparecer todos sus miedos.
El
día fue pasando. Después del crepúsculo, la oscuridad fue adueñándose poco a
poco del lugar. Las voces de los jóvenes fueron apagándose lentamente en la
intimidad de la noche. A través de los últimos atisbos de luz había conseguido leer
la última frase de su libro, tras lo cual había sido invadido por una
inexplicable alegría: una sensación de libertad le había ido brotando a medida
que leía aquel libro, a medida que miraba a aquellos jóvenes, y ahora era
consciente de haber descubierto una nueva verdad definitiva: no hay soledad más
dañina que la que inventa nuestra mente. Y para celebrar aquel entusiasmo,
decidió darse un chapuzón en aquellas aguas gélidas.
Entre
el agua oscura, comenzó a nadar y a retozar entre las olas. Entremezcladas con
el olor a sal, de vez en cuando unas ráfagas de soledad llegaban a sus
sentidos, ráfagas repletas de sufrimiento apagado e incierto que casi sin darse
cuenta lo dejaron atolondrado. Los minutos lo envolvieron y en medio de aquel espectáculo
nocturno, perdió la noción del tiempo. En un momento en que volvió la mirada hacia la enorme luna
que aparecía por poniente, un bulto oscuro surgió ante sus ojos sobre el agua. De
pronto se puso en alerta. Centró todos sus sentidos en aquello que se movía inerte
con el vaivén de las olas, sin aparente voluntad. Se dirigió hacia él para
comprobar de qué se trataba. Cuando se encontraba a escasos centímetros de él, lo
miró ligeramente sin poder identificarlo; entonces alargó su mano y lo tocó, sin
recibir ninguna respuesta. Luego lo sacudió y le gritó, pero tampoco hubo reacción.
Alarmado ante lo que parecía una más que inminente fatal tragedia, con gran esfuerzo
comenzó a arrastrarlo hacia la orilla. Cuando se encontraba a escasos metros de
la orilla se sintió exhausto, y las fuerzas se le vinieron abajo de repente. En
aquel momento pareció como si la luna de pronto brillara con toda su intensidad
y su luz se derramó sobre el rostro de aquel cuerpo inerte, haciéndose perfectamente
reconocible. Entonces él la tomó levantándola ligeramente, y la contempló aturdido
por unos minutos, porque entendía que aquella era la última vez en su vida que la
tendría entre sus manos. Era como si durante todo el día ella, sabiendo que él
había decidido abandonarla, hubiera estado jugando con él, escondiéndose de su
mirada y de su presencia. Tuvo un conato de tristeza al pensar los años que
habían convivido juntos, pero rápidamente cobró ánimo de nuevo. Entonces volvió
a dejarla sobre el agua, suponiendo que el mar se la tragaría de nuevo y que
allí, en el fondo del mar, se desvanecería rápidamente entre algún banco de
peces. Luego se sacudió el pelo, caminó
de nuevo por la arena lunar, y se sentó sobre su toalla contemplativo. Sus ojos se posaron por casualidad en su
libro: “La soledad era esto”, dijo. Y sonrió a la noche cómplice.
No hay comentarios:
Publicar un comentario