Al
principio, sólo se trataba de una nueva indignación. Pero ellos se armaron. Lo
vimos desde lejos. Y de pronto temimos, y temblamos. Cuando ya todo estaba
claro, buscamos una escapatoria y corrimos, y se oían gritos, los nuestros.
Luego escuchamos tiros y finalmente acabamos rendidos, llorando ante ellos,
arrodillados.
Luego
todo fue muy rápido. De la primera humillación a las vejaciones más dolorosas.
Y acabamos postrados ante ellos pidiendo piedad, suplicando perdón por no haber
hecho nada. Nos sentíamos odiados, lacerados, robados, rasgados en nuestro más
profundo ser. Y los niños no paraban de gritar, arropados por las mujeres,
grabados a fuego para siempre. Y los ancianos no entendían nada, desesperados.
Allí
estaban ellos. Se reían, blandiendo las cadenas, los fusiles y pistolas apuntando
al frente, ondeando el poder del arma. En aquellos momentos se sentían como
dioses, y como tales obraban. Y dios era aterrador, capaz de infligir tanto y
tanto sufrimiento en tantas almas humanas.
Luego,
cuando todo acabó, el tiempo nos puso al otro lado. Entonces ya había sido
abolida la pena de muerte. Y mientras todos miraban con indignación a aquellos
hombres malos, nosotros exigíamos sin éxito nuestra venganza. Y por eso
salíamos a la plaza a pedir justicia. Cierto día, recuerdo que un periodista me
preguntó qué reclamábamos. Pero yo ya me había convertido en un ser demasiado
humilde para soportar los juicios morales de la prensa y tan sólo reclamé el
derecho a no escatimar la muerte de dios por motivos religiosos ni morales. Luego
descubrí que mis palabras no habían sido tomadas en serio, y sin embargo pueden
estar seguros de que para nosotros esa sería una muerte sin pena.
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