El lobo aúlla. El lobo adoctrina a sus
lobeznos para que no se dejen atrapar, el lobo enseña a amar a las ovejas. Porque tras el amor más desenfrenado se
encuentra la voracidad.
Si su instinto le hiere al ver a una oveja,
si su instinto le traiciona hasta el punto de arriesgar su vida a la vista del
pastor avezado y bien armado, si su instinto le hiere cuando las ovejas no
retozan a su vista, es porque por encima de todo el lobo ama. Devorar a quien
el instinto señala, amar, correr campo a través, arriesgarlo todo penetrando en
la ciudad en busca de la presa, luz de la vida, cegadora.
Pero este lobo está aquí, atrapado por el
hombre, entre barrotes. Se mueve intranquilo, dando vueltas y vueltas en torno
a un árbol cargado de frutos. De vez en cuando cae alguno, pero él lo rechaza,
y lo arroja fuera de su vista, para que no le enturbie la vista a los visitantes.
El encargado del zoo le echa carnaza, y el lobo se echa a llorar.
Ya se ha acostumbrado a las pastillas que le
suministran antes de que llegue la noche y su instinto se derrame entre los
sonidos penetrantes que manan de sus fauces encogidas. Ya se ha acostumbrado a frotar
sus colmillos contra el tronco en señal de locura. Ya ha aprendido a esperar,
entre su locura. A esperar amando.
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