Ellos desconocían aquella adicción que tenía, aquella
especie de ludopatía, pero era algo que sucedía desde tiempos remotos, y en
todo aquel tiempo jamás tuvo fuerzas ni motivos para hacerle frente, o acaso
para disuadirle de un descanso, y siempre se dejó vencer por aquel juego
perseverante. Cuando no hacía otra cosa, tomaba su cubilete y sus dados y hacía
desgajarse el azar de su túnica blanca e inocente. Aquel día no fue diferente.
La primera tirada fue un rey. Él se vistió mientras ella
dormía. Se miró al espejo y se vio ostentoso y vacuo, como una pompa de jabón
reflejando el iris, se peinó y, sin pensarlo dos veces, salió en busca de una
fiesta donde pudiera lucir su corona.
Luego vino el punto rojo. Entonces él la vio desde su trono
y lanzó un órdago de pasión. Y ella respondió con el calor que él esperaba.
Rápidamente el dado rodó y mostró el caballo. Se lanzaron
entonces los instintos más básicos sobre el lecho donde se poseyeron hasta
absorber la última gota de la pasión encendida.
Más tarde, cuando el tiempo parecía pasar entre el humo de
un cigarro y el eco del éxtasis consumido, de nuevo el dado cayó sobre el
tapiz, y en esta ocasión saludó el oro. Él se relamió de orgullo cuando ella
eligió el diamante. Ella lo tomó entre sus delicados dedos y él se lo introdujo
en su anular. Ella selló el pacto con un
hermoso beso.
Pero la noche se acercaba y él debía volver a casa.
Fue aquel el momento en que de nuevo el dado se deslizó
sobre la mesa. En esta ocasión fue el joker. Cuando él llegó a casa, ella
estaba en la sala con un vaso de vino y absorta con la mirada puesta en la
pantalla de televisión, deambulando con su imaginación entre los lugares que él
había podido recorrer durante aquel día. Pero él la tomó por los hombros y le
besó el cuello. Ella no miró atrás y tan solo preguntó. Él sonrió y habló y
habló durante largo tiempo, del trabajo, de la economía, de las noticias de los
periódicos, del coche y de la puerta del jardín. Cuando él calló, ella miró
hacia atrás y vio que sus labios pérfidos mostraban una mueca extraña. Entonces
supo que él mentía.
Aquel fue un momento tenso. Había de resolverse de alguna
manera. Y de nuevo el dado dio vueltas por el paño verde. Esta vez fue el
negro. Ella desapareció por la cocina. Había dormido poco, pero su alma no
podía resistir aquella repulsa ya alimentada desde hacía tiempo. Cerró la
ventana que daba al jardín, subió el volumen de la televisión y con la pistola
oculta a la espalda se acercó al sofá donde él se había echado.
Eran aquellos momentos los más desesperantes para Dios, pues
aquel juego parecía terminar siempre igual, motivo por el que llegó a pensar
que el dado estaba trucado. Entonces recogía el dado con desidia, exhalaba un
suspiro y se echaba a dormir un rato, antes de volver a jugar una nueva partida.
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