La
sirena sonaba proveniente del fondo del cielo recortado por la ventana. Entonces
él se despertó de su sueño con la imaginación aún despuntada. Frente a él un
haz de luz entraba por la ventana cual amante angelado estampado en la aureola
impenetrable de Dios. La sirena crecía sin cesar, y sus oídos reconocieron una
ambulancia en busca de unos ojos blancos vueltos hacia la nada tras algún
choque frontal, y sintió el miedo de los cristales clavados en su frente, el
terror de algún pecado improvisado, sin vuelta atrás. Y la sirena se acercaba
veloz y urgente, y sus visiones sobrevolaban sobre un cuerpo desparramado sobre
el asfalto, y entonces sintió el último aire exhalado, la asfixia dominando el
pecho, el fin de las penas, de los amores, de las desidias, de las pasiones. La
sirena le importunaba ya al oído y, sin moverse, penetraba en su casa, en su
sala, se expandía por los rincones, por entre sus muebles, por entre sus
sillas, por entre sus lámparas. Y veía cómo una puerta se abría, y los
enfermeros caían enfermos tras una cara de espanto, y sus miradas le decían
algo horrible. Y conducido en la camilla miraba abajo, y veía un hilo de sangre que emanaba
delineando flores sobre la moqueta, y entre las tres magnolias se hallaban
trazados tres poemas tiernos, agudos, incandescentes. Y entre tanta
incomprensión aquellas sirenas estrepitosas comenzaron a llamarle por su
nombre, y aquellos sonidos insolentes se convirtieron en palabras que le
juzgaban en el tribunal del silencio, y alguien, un fiscal inexpresivo, le
decía que ya era tarde para decir “Te quiero”, y le acusaba de ocultar palabras
deliciosas y francas tras una sonrisa ecléctica y blasfema, y le acusaba de no
besar el tiempo necesario, y de no romper las cuerdas tensas que lo amarraban.
Y en el espacio blanco e infinito del cielo la sirena se volvió hacia atrás
para comenzar a sonar camino del recuerdo, plácida, hasta alejarse bailando
alegre y desfalleciendo sobre el horizonte. Y allí, desde el otro lado,
apareció ella, inconmensurable, y se acercó para sentarse en su regazo. Y
entonces, para su sorpresa, ya con la sirena apagada, él le dijo: “Te quiero, como nunca”. Para ahuyentar el
susto.
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