Era el momento trágico del día, en que fijaba
la vista en la nada, absorto, como buscando algo dentro de la habitación, y
entonces el suelo se esfumaba, y el techo, y tan sólo quedaban aquellas cuatro
paredes infinitas, y una ventana que daba al paraíso del lago verde
oscuro. La evanescente finitud de las
cosas le impedía ver más allá de los sentimientos efímeros pero verdaderos, y
por eso en aquellos momentos su corazón escapaba en un viaje funesto.
Pero sabía que no tardaría en regresar donde
estaba determinado por los hados: a su casa, entre sus inmóviles y estáticos
órganos, entre los fluidos acelerados de los impulsos apagados, de las
sospechas intranquilas, de los deseos inquietos que se frustran al llegar a la
piel o a la cabeza. Sabía que el corazón no tardaría en regresar a su sitio,
porque aquel era su sitio.
Y al primer chasquido volvía en sí, y
comenzaba de nuevo a ver el suelo, y el techo, más oprimentes que nunca, y se
lamentaba y deseaba no tener corazón. Y entonces volvía a maldecirse,
determinado a provocar a los dioses, para que de una vez por todas le
condenaran a vivir sin corazón, para que enviaran a sus esbirros y lo ataran a
una estaca para hacerle sangrar el pecho. Y así convertirse, definitivamente,
en un ser malo, endiablado, venenoso y cruel, sin corazón, sin aquel corazón
que alguien había decidido colocar entre tanta materia blanda y rojiza, sin
aquel viejo corazón atormentado por tanta belleza.
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