Tras
la muerte de su padre, las cosas se complicaron. El país había caído en una
profunda crisis y las cosas ya no eran como antes. Su situación era delicada:
en pocos meses había consumido todos los recursos y ahora se veía sumergido en
el angustioso mar de la necesidad en el que durante años había visto a tanta
gente desde su elevada posición, contemplando cómo el futuro se hacía trizas,
cómo las caras se enfurecían con la miseria y cómo muchos hombres y mujeres con
la soga al cuello hacían las maletas y se alejaban de la tierra que los vio
nacer.
De
modo que no pudo soportar durante más tiempo aquella sumersión en la escasez,
pues él sabía que la naturaleza no lo había creado para vivir en aquellas
penosas condiciones, y estaba convencido de que su destino había sido bendecido
por los dioses, y que aquella situación tarde o temprano cambiaría apenas se
moviera.
Aquella
noche él no podía dormir. Había discutido con su esposa acaloradamente y aún le
quemaban por dentro los rescoldos de aquella discusión. Ella dormía como si
nada, como siempre hacía, después de desahogarse con él, después de soltarlo
todo y de relamerse en su propia soberbia. Mientras tanto, en su cabeza
quedaron flotando insistentemente aquellas palabras reveladoras: “Tú eres quien
tiene problemas con la justicia. Yo no me moveré de aquí”. Fue entonces cuando,
resuelto a dar el paso definitivo hacia delante, decidió hacer la jugada que
alguna vez había planeado en las estribaciones de su fantasía, en aquellos
momentos en que la abundancia le había permitido caminar todos los senderos y
jugar a todos los juegos sin renunciar a nada. Sin mediar más cavilaciones,
tomó por fin el teléfono e hizo una llamada.
El
presidente había esperado aquella llamada desde hacía unas semanas, cuando se
iniciaron los primeros brotes violentos entre la población. Entonces él lo
dijo: “He cambiado de opinión”. Porque nadie en ningún momento le había negado
una salida, y había sido él quien había rechazado el salvoconducto, esperando
que la situación revirtiera de nuevo a su estado anterior. El presidente
mantuvo su palabra, y propuso un día y una hora, con la mayor discreción.
El
día previsto, él no se despidió de su esposa. Salió bien entrada la noche y
condujo durante una hora. El comisario lo esperaba envuelto en un largo gabán
en el lugar convenido. El cálido hálito que exhalaba delataba el frío seco de
la oscuridad. Entonces él llegó y el comisario penetró en el vehículo. Le
ofreció un cigarrillo que el otro aceptó antes de enseñarle el maletín y darle
las consignas: las cuentas desbloqueadas, el puesto número tres, la calle
Regina, la nueva documentación… Cuando el comisario acabó de hablar, él
preguntó por ella, sin mencionar su nombre, porque él sabía que el policía le
entendería, pues quién si no él conocía en el país los más recónditos secretos
de palacio. Entonces contestó que ella lo esperaba allí, como le habían
prometido. Luego apuró el cigarro, le estrechó la mano y salió del
coche. Tres horas después, en el puesto número tres de la frontera, un
soldado le pedía la documentación. Él sacó la llave y se la mostró. El soldado
bajó de nuevo la cabeza y fijó la mirada para comprobar que, efectivamente, era
él. Luego, levantó la barrera y lo dejó pasar.
Gracias por dejarme participar en esta película de espías en blanco y negro. Los detalles precisos y preciosos le dan una altura envidiable a tu narración. Y el regusto amargo de la fantasía que más de uno de nosotros imaginó posible para el final. Excelente, José, de verdad. Un abrazo enorme cargado de complicidad
ResponderEliminarDe todas formas, dadas las afinidades europeístas de nuestra monarquía, antes de encomendaros a otra justicia más sangrienta, lo dejamos en manos de la interpol. Ellos verán.
ResponderEliminarMuchas gracias, Lorena.