"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

Índice


domingo, 7 de diciembre de 2014

TEMBLORES

Nos habían quitado el sol y, aun así, el mundo seguía girando, y la gente viviendo como si nada, con la impronta del astro en la retina, con el recuerdo de aquellos maravillosos años de luz.
Hasta que años más tarde, la esperanza se cansó de hacer tiempo, y se derrumbó. Entonces la gente comenzó a salir a la calle, porque la crisis ya no daba miedo, y aquella obscena tristeza de catacumbas había comenzado a hacerse insoportable. La necesidad había vencido toda estrategia.
Así, la gente bajó a la plaza. Y el comité revolucionario declaró que el sol era un derecho inalienable. Y el gobierno reculó. No sin reticencias policiales, por supuesto. Y se formaron círculos en la plaza, y los niños retozaron al son del murmullo sedicioso, y los gritos de protesta alcanzaron el cielo.  Finalmente la policía creó otro círculo. Y el sol volvió a iluminar el adoquinado.

Y sin embargo, ahora, cuando más evidente se hace nuestra victoria y el hecho insoslayable de haberles arrebatado el sol a aquella poderosa minoría, no sé por qué, es cuando empieza a temblarme la mano. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL SALTO

Tardé seis horas en atravesar el desierto sobre el duro asiento de una furgoneta con el estómago vacío. Pero no sirvió de nada. Mañana regreso a casa, después de haber dejado la ilusión clavada en esta valla, y caminaré de nuevo bajo el sol, esta vez sin la defensa invisible de los sueños, esperando que el poblado se yerga sobre las nubes de polvo y que la vergüenza se asome a mi rostro.

Se han apagado las luces y todo está en silencio. Necesito dormir, pero el silencio de padre se ha adueñado de mi mente, y me vuelve loco.

martes, 11 de noviembre de 2014

LA PIEDRA DEL EGO

Recuerdo el bolsillo abultado de la abuela, y su mano escondida en él mientras me aconsejaba sobre las trampas de la vida. Y aquellas otras veces en que mamá, con su piedra bamboleando el bolsillo de su delantal, me enseñaba a ser yo y a defenderme de los demás. Luego llegaba papá, cambiaba la piedra de la chaqueta de pana al pantalón, y me arengaba como si yo fuera un joven soldado ante la inminente batalla.
Ahora comprendo que los decepcioné a todos, pues por más que lo intenté, no pude soportar el peso de la piedra entre mis ropas, y no tuve más remedio que entregarme a los brazos abiertos del enemigo. 

lunes, 27 de octubre de 2014

EL VIOLADOR

Cierto violador solía rondar un sendero por el que, por la tarde, antes de que el sol cayera, solían pasear las mujeres. Cuando el sol se ocultaba, y antes de que el halo luminoso del crepúsculo se extinguiera, aún se apresuraban las mujeres rezagadas por aquel camino térreo. Era aquel momento propicio cuando el violador planeaba sus asaltos.
Previsto de un pasamontañas, un día se situó al acecho de su víctima tras unos arbustos del camino. Desprotegida y solitaria, la mujer ya había sido marcada de forma precisa y definitiva en los días precedentes. Aquella no era la primera víctima, ciertamente, pero podemos decir que sí fue la última, pues a partir de aquel abordaje se retiró del oficio que, a la postre, tanta humillación le causaría.
La mujer, de cuarenta y ocho años, se demoraba por aquel sendero engrosando su ramo de flores silvestres. No conocía, desde luego, las violaciones que habían acontecido en aquel paraje, y por esa razón, en el momento en que el violador la abrazó por detrás pensó por un momento en una broma de su marido o de su hijo mayor, si acaso. Pero no, aquello no era ninguna broma, el violador había arremetido ya contra su sexo, difícilmente, sin demasiados gritos, con una simple amenaza al oído. Sin embargo, en aquella ocasión todo aconteció de un modo inesperado: de pronto, la mujer comenzó a besar el brazo del individuo, la mano, y comenzó a respirar exageradamente, como corresponde a un acto sexual apasionado. El violador quedó sorprendido por aquella reacción, lo que le alteraba el equilibrio adrenalínico con que había preparado aquel acto violento. Entonces, para su desgracia, una frase sonó vagamente en sus oídos: “Por favor, dime algo bonito, algo cariñoso. Dime que me quieres, que me quieres mucho, dime palabras bonitas.” El violador, cuyas manos de piel blanca dejaban entrever que más bien era una persona de oscuridades, no pudo, ante tal insistencia, más que ponerse a pensar qué podía decir a aquella mujer para que se callara y no le desconcentrara. Mientras su ímpetu sexual se iba tambaleando, el hombre pensaba y pensaba, y su mente incluso recurría a imágenes de Hollywood para saciar las expectativas amatorias de aquella mujer. Fueron preciosos segundos los que su imaginación perdió, pues finalmente cuando cayó en la cuenta del absurdo del que estaba siendo víctima, recurrió a lo que tantas otras películas le habían enseñado, lanzando aquel famoso ¡zorra! con el que abandonó el lugar sin haber consumado siquiera el acto, tan potente como se prometía.
A ella tampoco le cayó nada bien aquella huida. 

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HUIDA


El día que le dijo que en aquella misma cama había muerto la abuela, Eula se volvió loca. Sus gritos e improperios llegaron a la casa de al lado. Así fue enterado luego por la señora Matilde, la anciana amiga de la abuela. Con voz tenue él le contaba a la señora que aquellos gritos procedían de los espíritus entre los que aún se debatía la abuela pues, le decía, esta aún no había abandonado la habitación en la que había pasado postrada los seis últimos meses de su vida. La señora Matilde se sobresaltaba y se persignaba, mascullando unas oraciones indescifrables, sin saber que aquel sería el último día en que oiría voces de mujer a través de la pared vecina.
Ahora, dos años después, lo recordaban con una sonrisa, mientras oían el aleteo de las palomas que se colaban en la habitación por el hueco del balcón descolgado. La habitación estaba en un estado ruinoso. La fachada de la casa estaba apuntalada a la espera del derribo, y una enorme grieta había surcado la pared del fondo de la habitación, donde aún se encontraba la cama, como si quisiera aislar aquel rincón inmaculado de amor. Ante aquella imagen de desolación, todo el pasado les vino de pronto como una sombra de nostalgia.
Eula había escapado del maldito lupanar el primer día de las inundaciones de mayo. Los días previos ella había contemplado a través de la ventana de su habitación cómo el cielo se enrojecía tras las nubes, y supo que aquello era una premonición. Aquel día, el negro Liberto había repasado una por una todas las habitaciones ante la visita de Donoso, el jefe,  y había reunido a todas las mujeres en el salón. Momentos después, el cielo explotó y en pocos minutos una lengua de agua comenzó a penetrar por debajo de la puerta. Aquel fenómeno extraordinario disgustó a los hombres que vigilaban a las mujeres. Entonces el negro hizo una señal a los otros dos e inmediatamente los tres hombres salieron. Entre el monótono trueno de lluvia, Eula oyó el rugido de los coches. En aquel momento y ante la mirada incrédula de las demás mujeres, Eula reaccionó con presteza, subió a su habitación, se colocó una bolsa en bandolera y, sin tiempo para despedirse, salió dispuesta a desafiar el temporal.
Al otro lado de la ciudad, el nivel de las aguas había subido hasta la primera ventana de la casa. Él se afanaba inútilmente en cortar el sumidero de agua hacia el interior cuando de repente la vio. La imagen lo paralizó. A pesar de la inquebrantable cortina de agua que los azotaba a ambos, pareció como si una nueva Venus hubiera emergido de aquellas aguas turbias y lodosas. Ella caminaba sufridamente hacia él, venciendo el sucia agua que la agarraba por la cintura y la empujaba hacia atrás, y lo miraba con el rostro exhausto y la mirada abnegada de los mártires, sabiendo  que tan sólo unos metros le separaban, no de su libertad, sino del único amor que la había cautivado a fuerza de ternura, haciéndole olvidar por completo la condición de hombre que tanto había llegado a odiar y que aún en sus horas más sórdidas odiaba con todas sus fuerzas.
Y sin embargo, él la conoció allí, en aquella mancebía. Fue dos meses antes, y nada más verla, supo que tras aquella mirada arrobada había una inquietud suicida, un desapego de la vida cuyo origen solo le costaría un puñado de billetes conocer. Ella puso el precio y él la siguió. Eula nunca sabría identificar lo que en aquel encuentro provocó que se derrumbara tan cándida y desconsoladamente. La mirada con que él la había perseguido, la voz delicada y serena con que se interesó por su pasado, la mano con que acarició su rostro, el beso en la mejilla, o el arrojo que tuvo para pronunciarla frase: “Ven conmigo”; y nunca olvidaría el llanto profundo que manó de sus entrañas en aquel momento, como un exorcismo iniciático que a la postre sería el augurio de sus nuevos días. A partir de entonces él acudió tres días por semana a verla y a llevarle tabaco y un poco de ron que ocultaba bajo las perneras del pantalón. El día antes de las inundaciones él estaba completamente desesperado. Ya habían trazado los planes, pero los últimos días había habido agitación en el club, lo que no fue obstáculo para que aquel mismo día él fijara la hora y el lugar en que tendría lugar el rapto de su Proserpina.  Pero el cielo estalló justo para evitar aquel rapto. Y ella llegó a sus brazos por sus propios medios, para entregarse a él.
Sabían que en la casa de la abuela nunca la buscarían los esbirros de Donoso, que nada se inmiscuían en la vida de la ciudad.  Durante los primeros días consiguieron limpiar el lodo acumulado en el suelo de la habitación, luego trabajaron ambos con una pasión encendida hasta convertir la habitación en un lugar donde nada entorpeciera su amor, aún sabiendo que aquel tan sólo sería una parada en el devenir de sus vidas, una especie de purgatorio de todo su pasado que, contra toda previsión, no duraría más de dos semanas.
Y entonces llegó el día en que él cometió el fatídico error. Aquel día habían hecho el amor al amanecer, como solían, cuando los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana se posaban sobre sus cuerpos. Ella miraba al techo y exhalaba la primera calada al cigarrillo, cuando preguntó por el pasado de aquella cama. Entonces él no pudo callar y lo dijo. Dos horas más tarde, él llegaba a la habitación con un barreño de agua y medio saco de cal, para iniciar el rito que ella le había enseñado: depositó la cal en el agua y esperó a que al cabo de unos minutos empezara a hervir; entonces los vapores subieron e impregnaron todos los rincones de la habitación, hasta acabar con todos los rescoldos de aquella muerte reciente. Al día siguiente, cuando él regresó al atardecer, no la encontró allí. El colchón había desaparecido. Apoyado en la jamba de la puerta, comenzó a comprender que ella ya había decidido huir de aquel lugar. Entonces, Eula surgió de algún lugar y se acercó lentamente por su espalda. Al abrazarlo por detrás pudo sentir la perplejidad que lo envolvía ante la imagen del cuarto desalojado. Y de repente, la historia de las frases hechas se irguió ante él como un círculo que se repite como se repite la vida de los hombres, para dejar retumbar en sus oídos: “Ven conmigo”.

lunes, 1 de septiembre de 2014

AHORA QUE PODEMOS...


El miedo, siempre el miedo. Y ahí en la más honda indignación aún se respira un cierto miedo al cambio, un miedo a que todo salga mal, a que todo lo que nos propone nuestro maltratado sentido común sea una trampa de la misma realidad, del mismo destino a que hemos sido condenados para siempre.
Desde aquel 15M mucho ha llovido, muchas suspicacias, muchos sueños derramados y absorbidos por la cruda realidad política. Muchos meses después casi todos estaban convencidos de que aquel movimiento había sido no más que un arrebato de las clases atosigadas por la crisis, una pataleta a la que también se sumaron los burgueses que de la noche a la mañana dejaron de serlo para convertirse en desempleados o simples asalariados, y los asalariados que soñaron con ser burgueses y asistieron de pronto el anuncio de su propio engaño. El bipartidismo y el capital al que sirve se frotaron las manos al comprobar que la sociedad era inerme, como un niño destetado, incapaz de encauzar ni siquiera la indignación de tamaña infamia sufrida, incapaz de una adusta organización. Para ello, los palos de la policía y las manipulaciones de sus espúreos medios de comunicación se encargaron de enseñarles el camino a aquellos díscolos manifestantes: el de la Ley y los votos. Y entonces aquellos jóvenes, adultos y ancianos vapuleados por las calles  consiguieron armarse de la serena paciencia revolucionaria para hacerse con fuerza, y echaron un órdago a la casta. “Construyamos un partido”. Desde entonces, al tiempo que aquella indignación iba siendo interiorizada por la ciudadanía, al tiempo que los casos de corrupción, de nepotismo, las mentiras y el lento desmantelamiento del estado de bienestar no hacían más que alimentar al monstruo que había despertado en el seno de la sociedad, algunas mentes clarividentes se movieron para construir su caballo de Troya, perfectamente enjaezado, para abrirse paso en los platós de televisión y desembarcar una vez dentro con cientos de ideas, con una dialéctica envidiable y sutil, y mucho mucho sentido común. Y mientras día tras día los medios prestaban sus platós para poner en entredicho aquellas ideas utópicas, mientras semana tras semana la casta reía con prepotencia de la pequeñez de su número, ellos sabían que la batalla estaba en otro lado, en un lugar que los poderosos se habían olvidado de controlar: Facebook y Twitter hervían, y los soldados anónimos poco a poco iban formando escuadrones, batallones, un ejército de indignación al borde del abismo prendiendo las antorchas en  un campo de batalla preparado para la verdadera revolución.
Y así llegó el día en que las radios gubernamentales y las cadenas de la oposición ya no pudieron seguir vetando aquel movimiento, y tuvieron que entregar al mundo los datos oficiales del primer plebiscito: las elecciones europeas. De repente, el monstruo de la indignación se hizo real. Urgentemente, aún con la turbación del golpe, ellos, la casta poderosa, armó su ejército, pertrechó a sus soldados y comenzaron su batalla: la de la mentira, la de la calumnia, la del miedo, la del veto en las radios, en la prensa, ignorando una realidad que ya les superaba; y comenzaron a temblar y pusieron todos sus esbirros mediáticos a golpear una y otra vez con la misma mentira y apelaron a los fantasmas de las dictaduras, los populismos y los imposibles para meternos de nuevo en el cinto del capital, sin saber que cada golpe no hacía más que despertar aún más a toda la masa que vivía la pesadilla más horrible.
Y en esas estamos. Y ahora que los vientos corren a nuestro favor, ahora llega el momento en que atónitos contemplamos cómo también surgen golpes desde abajo, desde la izquierda más arraigada a los ideales históricos, desde fuentes que aún viven en la circunscripción histórica del marxismo-leninismo-troskismo-anarquismo, una izquierda desubicada que no cree en la revolución moderna; llega el tiempo en que se descubre que la casta también invadió a un sector de la izquierda oficialista-sindicalista apoltronada a la sombra del capital, alimentada con las sobras de poder; y entonces otro monstruo, el histórico monstruo de la división que tantas veces ha apagado la fogosidad rebelde de los pueblos, comienza a roer los cimientos de esta nueva construcción.
Tiempo ha que la izquierda incrédula de este país soñaba con algo así, con un movimiento que de repente capturara toda la indignación del pueblo, con un pueblo consciente de su poder y unos líderes que arrastraran a la gran masa hacia la liberación del yugo del capitalismo. Tiempo ha que la izquierda se desmarcó de la revolución y la convirtió en utopía; tiempo, mucho tiempo estuvo la indignación adormecida entre las páginas de los abstrusos libros del marxismo. Y ahora los espíritus más cándidos de la izquierda miran de punta a punta a la izquierda de este país y se preguntan por qué este desacuerdo en las formas si el fondo es el mismo. Y muchos se preguntan hasta qué punto la izquierda ha sido imbuida por el espíritu del establishment, hasta qué punto el individualismo y el egoísmo mueven a esos sectores de la izquierda que anteponen sus intereses partidistas a los intereses de esta revolución pacífica y silenciosa a la que habrían de aportar los ojos de su experiencia. Y surgen voces de cantautores, de artistas, de intelectuales, poniendo palos en las ruedas de este movimiento que ha sido capaz de ilusionar a todo un pueblo, sin obligar a nadie a mostrar algún carné o a examinarse de materialismo dialéctico. Un movimiento al que ya algunos piden que no sea utópico y que se cargue de realismo, como si hubiera otro realismo distinto del que marcan los bancos y los políticos de turno; un movimiento en el que otros ven el origen de un caos y un desastre económico, el derrumbamiento de la economía, la hecatombe milenaria,  la mayor de las miserias de los pueblos, como si no fuera este el fin premonitorio del capitalismo salvaje que dirigen estos gobernantes y toda la corruptela que abunda por todos los rincones de nuestra patria, como si el pueblo no hubiera aprendido ya a estas alturas que ninguna miseria saldrá nunca de sus propias manos.
Mal les pese a los caducos elefantes del sistema, este nuevo movimiento es un tren imparable, como imparable es todo movimiento impulsado por la pasión, el mismo sentimiento inconsciente e irracional que mueve hacia la desmesura, surgida de las vísceras de una sociedad que está renaciendo de sus propias cenizas, una pasión efímera, como todas, cuyo destino sin duda estará plagado de desatinos, incoherencias y desvaríos, tantos como quieran vaticinar aquellos que con su lógica económica e histórica quieren detener este curso inexorable, pero que, como todo lo que pone el corazón por bandera, sin duda conseguirá regenerar la política y la ilusión de este pueblo derrengado.


viernes, 15 de agosto de 2014

ESQUIZOFRENIA



Sus últimos pasos antes de pulsar el timbre fueron iluminados por una blanquecina luz que borboteaba a través de la ventana lateral. Más allá, la noche se había cerrado hermética alrededor de la casa. La música zumbaba en los cristales y escapaba por las ventanas abiertas a la oscuridad. Ocho años, dijo el hombre que apareció ante él, y entonces pudo ver la sombra de inquietud que había emborronado su rostro alegre, las palabras trémulas con que le había acogido y la mano temerosa que adelantó y que él se negó a estrechar. Y pasó adelante, y el hombre quedó atrás, pues la sorpresa le había paralizado. Sus pasos eran lentos pero firmes. La quietud de sus miembros y el pesado traje oscuro que llevaba contrastaban con la hilaridad y la liviandad que reinaban en el tono general de la fiesta. De modo que todo se convirtió a su paso en una enorme expresión de asombro y temor. La música siguió sonando ya sin el seguimiento acompasado de los cuerpos evanescentes; las miradas se cernieron solapadas sobre él, esquivas, alarmadas ante lo que la memoria acababa de iluminar: aquellas noches en que el alcohol arrancaba los demonios de su infierno y les abría la puerta a base de golpes y gritos, en los que nadie le reconocía de repente; sus pasos medidos y desconsolados después de la tormenta, cuando su madre acudía angustiada a socorrer al mundo de su delirio y los cristales rotos que yacían bajo las lágrimas de aquella, excusando la ingrata naturaleza de su hijo, llorando entre los ridículos aspavientos con que él se serenaba, pues ella era la única que lo podía aplacar.
Y entonces él la vio allí, hablando con alguien al otro lado de la puerta. Y continuó hasta llegar a ella, hasta que los demás inmovilizaron sus miembros y cedieron el paso a algún anuncio intempestivo, violento, brutal. Ella miró sus ojos oscurecidos, y su corazón comenzó a latir, y los golpes bajo su pecho subieron a su cabeza y sonrió al contemplar su rostro enjuto y sombrío, porque después de todo era él, y el hilo de esperanza que la había mantenido viva durante tanto tiempo comenzó a manar a chorros sobre un soñado manantial de felicidad, y entonces ella le tomó la mano y él tiró de ella hacia fuera. La luz del umbral iluminó sus ojos y ella vio unos ojos profundos, concretos, adheridos a un punto definido de su mirada, y entonces comprendió que, por fin, algo había cambiado.Luego, todos contemplaron cómo a lo lejos dos siluetas unidas por algún nexo negro e indefinido eran devoradas por la oscuridad, hasta desaparecer. Entonces todos se miraron sin decir palabra; múltiples miradas de horror y de incertidumbre estampadas de repente sobre rostros ya entumecidos por el alcohol.Horas más tarde, él apareció en el salón. La puerta estaba abierta, las luces centrales encendidas. Cuatro mujeres bailaban aún la música tenue que sonaba por los altavoces agostados; un joven descamisado dormía en un sofá. Entonces ellas pararon su baile y lo miraron con cara descompuesta: su aspecto harapiento, el rostro consumido, los ojos inexpresivos. Entonces las cuatro mujeres caminaron alocadamente hacia fuera, llevadas de un mal recuerdo y de un negro presagio, conducidas por un grito interior que a punto estuvieron de verter a la oscuridad opaca de la noche en modo de alarma si no la hubieran encontrado a ella en el umbral de la puerta, con la melena alborotada, los ojos alegres y sonrientes y la faz encendida y diáfana, dispuesta a explicar a todos que por fin él se había curado. 

Vistas de página en total