Nos
habían quitado el sol y, aun así, el mundo seguía girando, y la gente viviendo como
si nada, con la impronta del astro en la retina, con el recuerdo de aquellos maravillosos
años de luz.
Hasta
que años más tarde, la esperanza se cansó de hacer tiempo, y se derrumbó. Entonces
la gente comenzó a salir a la calle, porque la crisis ya no daba miedo, y
aquella obscena tristeza de catacumbas había comenzado a hacerse insoportable. La
necesidad había vencido toda estrategia.
Así,
la gente bajó a la plaza. Y el comité revolucionario declaró que el sol era un
derecho inalienable. Y el gobierno reculó. No sin reticencias policiales, por
supuesto. Y se formaron círculos en la plaza, y los niños retozaron al son del
murmullo sedicioso, y los gritos de protesta alcanzaron el cielo. Finalmente la policía creó otro círculo. Y el
sol volvió a iluminar el adoquinado.
Y
sin embargo, ahora, cuando más evidente se hace nuestra victoria y el hecho
insoslayable de haberles arrebatado el sol a aquella poderosa minoría, no sé
por qué, es cuando empieza a temblarme la mano.
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