"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 26 de octubre de 2012

BENDITA MEMORIA

Él la tocaba, ella suspiraba. Las caricias erizaban su piel. Su deseo brotaba bajo las ropas como una fuente de pasión. El amor se había apartado del camino para dejar paso a ese trueno beligerante. Las costuras de su piel se abrían y los suspiros oscuros del alma se modulaban entre sus cuerdas vocales. Finos paños de placer que sonrojaron a las dos moscas que pendían quietas y asombradas de la cortina hinchada de luz de la ventana. Entonces abrió los ojos. No había nadie. Lógicamente. Se levantó del sofá y de nuevo despidió con una sonrisa a su bendita memoria.

viernes, 19 de octubre de 2012

EL GUSANO DE SEDA (O EL ETERNO RETORNO)



Ya me han devuelto a mi cajita. Ahora, ya en la oscuridad, vuelvo a mi sitio, aquella esquina seca, oscura y gris, y comienzo de nuevo a rasgar un poco. Un polvillo ligero, pelusero, cae al suelo. Luego lo recojo, lo reúno y hago un montoncito para ocultarlo bajo las hojas verdes. Poco a poco he descubierto un agujero por el que entra un poco de luz. A veces es verde, a veces roja, a veces negra: extraños cambios de humor que me transfiguran, como a él. Me alegro de que mi luz haya cambiado ahora; me alegro de que sea clara como la luz de la luna; me alegro de tenerla como un sol de bulevar radiante, pertrechado de vida y certeza.
Mi misión es urgente: he de escapar antes de que sea demasiado tarde, antes de que llegue la primavera, de que el olor de las magnolias me encadene a estas paredes. Pronto llegará el momento. Pero ahora solo me prosterno ante los demonios que me hacen perder la paciencia, y les pido perdón por si algo he hecho.
No tengo más remedio, lucho contra el paso del tiempo, y solo pienso en ello. He de perseverar antes de morir y ser arrancado de este cuerpo. Es todo tan bello ahí afuera que he decidido que no quiero mutar, quiero ser yo, quedar anclado a este cuerpo, vivir con él y con  los dulces manjares que me brinda, alejarme hacia donde diga mi espíritu y abandonar esa odiosa orden de los dioses.
Y en esa dichosa huida con mi arrastrar irreverente, desapareceré por la faz de la tierra, antes de ser sepultado en un infernal huevo de seda, aun a riesgo de ser víctima de los pájaros, aun a riesgo de perecer entre los designios de mi propio engaño. 

domingo, 7 de octubre de 2012

LA REINA DE LOS MARES

 José Antonio Nisa
Antes de sucumbir a la suerte del destino, cuando ya dos meses en altamar comenzaban a hacer real la posibilidad de morir por inanición, el capitán de la fragata Conrad se levantó de su cama con la decidida pretensión de escribir la historia que le había acontecido en aquellas últimas semanas. Tal fue la idea que le acechó durante el sueño de aquella noche. Allí, encerrado sin remedio en su camarote, comenzó a escribir la historia que años más tarde nos haría dudar de la plenitud de juicio de su autor, pero que, como paradigma de religiones, no podemos desmerecer.

“El viento del crepúsculo soplaba en la mar calma. Como acostumbraba hacer en los atardeceres en que me hallaba imbuido de una angustiosa melancolía, había salido a cubierta y me encontraba apoyado en el pretil de la borda; allí lloraba la ausencia de mis amantes, tantas, tan dispersas, y tan lejos, endulzando mis deseos impotentes con lágrimas negras de pirata malo, cuando, de repente, atisbé una especie de pez gigante que se movía delante de mis ojos, muy cerca de la superficie. Me incorporé y me puse en alerta. Sin embargo, de inmediato quedé hipnotizado por mis propios sentidos al no poder digerir aquello que veía: de la superficie del mar comenzó a brotar un ser celestial que enseguida reconocí. Era ella: la túnica turquesa, el cabello negro, los ojos azules, las delicadas manos, la estrella coronando la brillante diadema, sus piernas fundiéndose en el mar…, no había duda. “¡Jemanjá!”, grité. Y entonces ella, acercándose a mí, me ofreció su mano en la que portaba un pequeño cofre que entendí que debía tomar. Quedé completamente mudo, como si mi lengua hubiera quedado enredada en un nudo de perplejidad. Luego la mujer desapareció y yo quedé conmocionado con aquella aparición fugaz. Pasados unos minutos comencé a comprender que la reina de los mares había aparecido para hacerme un regalo. Yo había sido el ser elegido por la diosa, y en aquella caja habría un mensaje para los hombres, para los marineros, o tal vez para el mundo. Entonces, saliendo de aquel estupor, sin perder un segundo, me apresuré a abrir el pequeño cofre con una expectación nerviosa y unos dedos temblorosos que al principio no atinaban a encontrar el modo de destapar aquel objeto. Lo logré por fin, y con la misma rapidez que había deseado abrir la caja, toda mi ilusión se desvaneció de pronto. Aquella caja estaba vacía. En el fondo se veía un círculo negro del tamaño de una moneda, pero al tocarlo no distinguí en ningún modo su tacto del resto y me desentendí de él. Me quedé un rato pensativo, contemplando aquella caja de metal, en cuya lisa superficie no había incrustaciones, ni más ornamentación que aquel enigmático círculo negro de su interior. Y sin embargo, al momento comencé a sentir un estado de plenitud en mi interior que creo que nunca jamás había sentido. Quedé sumido en una especie de contento por la vida, por todo lo que me rodeaba, por mis circunstancias; miré al cielo y sentí una suerte de placer al contemplar la belleza de las escasas nubes que se deshacían con las luces del día. No podía explicarme lo que me ocurría, pero di la bienvenida a aquellas sensaciones que no sospechaba que iban a perdurar mucho más de aquellos escasos segundos en que conservé la caja abierta en mis manos.
Puedo decir que no concebí la magnitud del cambio que había surgido en mí hasta que no entablé contacto con los demás marineros. Sentí que todos ellos eran hermanos míos, amigos íntimos, todos ellos se convirtieron de repente en personas a las que yo comprendía, a las que amaba, con quienes nada podía enemistarme porque en mí había nacido el don del perdón. Y si bien al principio les oculté de dónde procedía la misma, aquellos sentimientos fraternales me hicieron ofrecerles la caja a todos ellos.
Me di cuenta de inmediato que el efecto que había producido la caja en toda la tripulación era exactamente el mismo que había producido en mí. En adelante, las relaciones entre los hombres que habitaban el barco fulguraron con una hermosa fraternidad, como si de una misma madre y por una misma idea todos nos reuniéramos, siendo guiados por la compasión, la tolerancia, la solidaridad, de una manera impensable días antes.
Cuando conté mi historia a los hombres, todos estuvieron de acuerdo en que debíamos dibujar la imagen que yo había descrito de Jemanjá y darle las gracias día y noche por la vida que nos había dado, por todo su amor, por la sonrisa que nos había hecho aflorar y por toda la gracia que había depositado en nosotros. Nos habíamos convertido de la noche a la mañana en devotos de la reina de los mares y como tales comenzamos a actuar.
Y si ahora cuento esto es porque la lógica y la misma naturaleza de las cosas me hicieron entender el cambio sustancial que aquella caja había causado en nosotros. Una mañana en que desperté antes del amanecer, abrí los ojos y con la tenue luz de la luna que entraba por el ojo de buey observé la caja encima de la cómoda. Entonces mis pensamientos regresaron a días antes de la aparición y comencé a recordar los deseos que me poseían, cómo por entonces una angustia colapsaba mi corazón ante el ardiente deseo de ver a mis amantes, cómo deseaba llegar a puerto, y me empleaba con rigor con la tripulación y la espoleaba y la obligaba a observar las normas del barco con severidad. Y, en aquel preciso instante, volví a pensar en mis amantes y sentí que no las deseaba con el ardor de antes, y tan sólo me sentía feliz por haberlas conocido, y las visiones que brotaban en mi cabeza en las que ellas eran poseídas por las manos desconocidas de otros marineros no sólo no me sublevaban el espíritu, sino que además me conformaban con una suerte de placidez. Entonces sentí el rumor del mar tras el silencio del barco y supe que ningún marinero había despertado aún porque la noche anterior se habían entregado a los placeres del juego y del vino, sin roces, sin peleas, todo en una balsa de hermanamiento. Entonces entendí que aquella caja había absorbido mis deseos y los deseos de toda la tripulación. Y aquello había sido el origen de una vida de paz y serenidad en que todos se habían entregado a la cordialidad, a la amistad y a la devoción de nuestra nueva deidad.
Sin embargo, aquel silencio y aquel rumor de las olas sobre el costado de mi camarote me trajeron asimismo un pensamiento fatal. Esperé la salida del sol, momento en que me incorporé, me vestí, salí del camarote y me dirigí a la cabina de mando. Extraje el sextante y medí. Efectivamente, justo como había sospechado, llevábamos varios días que apenas avanzábamos en el mar, y sin embargo, sabía que pronto las provisiones comenzarían a escasear, a pesar de la feliz inconsciencia de la tripulación, que parecía no haberse percatado de aquel hecho. En aquel instante descubrí que la situación nos obligaba a ponernos manos a la obra con urgencia. Y sin embargo, ¿cómo podría entusiasmar a una tripulación que llevaba diez días ensimismada en su propia complacencia, que había dejado de preocuparse por el rumbo que debíamos seguir y se entregaba a los placeres de la compañía, al sueño y a la sonrisa fatua?, pensaba.
Como si la razón de repente me hubiera despertado, bajé al camarote y volví a abrir la caja, dispuesto a buscar la forma de revertir el efecto tan nocivo que había producido la caja en la tripulación. De inmediato se me ocurrió una idea siniestra. Quizá impulsado por aquellas teorías taoístas de las dualidades que siempre me fascinaron, tomé una vela y coloqué la llama contra el enigmático punto negro del interior de la caja, del cual comenzó a gotear un viscoso líquido negro semejante al petróleo que cayó en el suelo. Si bien, al principio, no me percaté de ningún cambio, nada más subir a cubierta y ver a tres marineros sentados frente a la imagen de Jemanjá, un sentimiento de vergüenza me recorrió de arriba abajo. Entonces me di cuenta de que la tensión había vuelto a mi alma. Grité a aquellos hombres que se levantaran de allí y se pusieran manos a la obra. Había que desplegar velas, limpiar la cubierta, rehacer la estiba, y todas las tareas de las que nos habíamos desentendido en aquellos días. Me acerqué a ellos y noté que el brillo en sus ojos había desaparecido y, tal como yo me dirigí a ellos, sentí que, lejos de mirarme, volvían la mirada y se apresuraban a huir de mis órdenes, poniéndose manos a la obra cada uno en su tarea.
Aquel fue el comienzo del reencuentro con el estado normal de las cosas, la reposición del espíritu guerrero de los marineros, el regreso del fluir normal de la vida en nuestra nave. Y sin embargo, algo aún permanecía elevado sobre nuestras cabezas: nadie se atrevía a profanar a la reina de los mares eliminando aquella imagen. En los días siguientes observé cómo todos los atardeceres los marineros se congregaban en torno a la imagen y oraban. Tras la oración, hablaban entre ellos y algunas veces discutían sobre un asunto que yo no podía sospechar.
La mañana de hace tres días descubrí qué asunto era aquel que se traían entre manos tras aquellos momentos de oración. Acababa de subir de la bodega y uno de los guardias de puente me esperaba justo en la boca de las escaleras. Al subir y acercarme le pregunté si ocurría algo. Él me preguntó sin titubeos si yo ya no era devoto de Jemanjá, pues desde hacía unos días no me veían orar ni dirigirme a la diosa con el respeto que se merece. Verdaderamente no sabía qué había ocurrido en mi interior para que se produjera aquella transformación, pero no quise rehuir de una respuesta y, sin llegar a contarle lo que había hecho con la caja, le contesté que entendía que en aquel momento Jemanjá no me podía aportar ningún beneficio. El guardia me miró fijamente; yo percibí una mirada de desacato, al tiempo que sus ojos me herían con un odio mayor que las palabras con que me respondió, para marcharse inmediatamente de mi lado. “Hereje. Eres un hereje”, me dijo. Y antes de desaparecer me hizo comprender de qué asuntos hablaban aquellos atardeceres de oración y comprendí que aquellos hombres habían dejado de ser mansos para convertirse en nuevos guerreros, pero ahora ya no del mar sino en guerreros de la diosa Jemanjá.
Ayer salí a cubierta y fui rodeado por toda la tripulación. Ya había presentido aquel final, pues como digo, los ojos de los hombres no mienten. El guardia de puente, que parecía haber tomado el mando de aquellos hombres, habló para decirme que yo ya no era el capitán de la nave. No hubo lugar a réplica. Intenté hablar y contarles todo lo que había descubierto, pero me taparon la boca y me amordazaron. Decidieron no acabar conmigo, y me encerraron en mi camarote, hasta nuevas noticias.
Hace dos días tendríamos que haber llegado a tierra, pero la consigna del nuevo capitán es la de seguir en alta mar hasta que Jemanjá nos dé nuevas indicaciones. Las provisiones se acaban y Jemanjá no vuelve a hablar. Y ahora, en este estado tan penoso, cuando ya todo apunta al fin, me maldigo, por haber quebrado la felicidad y haber matado la mansedumbre de los hombres. Y hora tras hora, sigo dándole vueltas a la maldita caja, y le pido por todos los santos, que me devuelva de nuevo la paz, aunque sea para morir en medio del mar, a los ojos de Jemanjá.”

martes, 25 de septiembre de 2012

SUSURROS EN LA NOCHE



J. Antonio Nisa
       
          Cuando sonaron los primeros golpes, hacía veintisiete minutos que él ya había sido capturado por el oscuro y mullido trance del sueño, confortablemente. Tenía sueño fácil y el cansancio acumulado del día lo había hecho caer rápido. Las imágenes livianas y fugaces se agolpaban unas sobre otras, atropelladamente; se desvanecían las primeras y aparecían otras, buscando una salida hacia el pozo del inconsciente, un sumidero por el que liberar la tensión de los acontecimientos del día. De pronto los nietos riendo, más tarde él penetrando en el baño, luego la cara de Teresa desfigurándose ante la puerta, ahora el alfanje colgado de la pared, hasta que, inesperadamente, unos golpes comenzaron a sonar de fondo, gobernando de repente aquellas imágenes con un ritmo penetrante y severo. Entonces uno de ellos alcanzó un volumen inverosímil, rompiendo la sucesión respiratoria de las imágenes, e introduciendo el ruido de la realidad entre los humos estupefacientes del duermevela. Despertó bruscamente, abriendo los ojos en la oscuridad, permaneciendo inmóvil, de costado, sin perturbar la posición del sueño, como si no quisiera alterar aquella postura depositando todo su vacío en la incierta esperanza de haber sido engañado por los sentidos y así poder volver a ser absorbido de inmediato por el sueño dominante e inconcluso.  El pelo rizado de Teresa se desplegaba ante él. Ella no había oído nada. No se movía. Su sueño profundo era tenaz. Sintió entonces unas palpitaciones que percutían su pecho y se extendían hacia su garganta, y pensó en un sueño turbulento y trágico del que ya no recordaba nada. Dos nuevos golpes lo sacudieron de nuevo; ya no podía reprocharle nada al sueño: eran golpes reales, que habían llegado a sus oídos como dos proyectiles dirigidos al infortunio de la noche. Entonces se giró en la cama y adoptó una posición supina, para que sus oídos estuvieran libres y poder así asumir los hechos cuanto antes. Esperó unos minutos en aquella posición, intentando descifrar el origen de aquel ruido insistente. Eran golpes metálicos, sin eco, choques de metales macizos cuyo sonido se apagaba tan pronto como cesaba su contacto, y al mismo tiempo notaba cómo aquel sonido se transmitía por la pared hasta hacer vibrar ligeramente los cristales de la ventana. Y, de pronto, dijo basta: se levantó con energía, un impulso secreto de sus entrañas despavoridas, y acudió al tercer cajón de la cómoda, de donde sacó una barra de hierro provista de un mango de goma. Teresa aún dormía. Decidió no despertarla.
Salió de la habitación descalzo, para no hacer ruido, y fue surcando el pasillo de la planta alta, asomando cautamente la cabeza  en cada una de las cuatro habitaciones vacías que vertían en él su silencio. De nuevo un ruido extraño brotó del hueco de la escalera. Algo metálico se había desgarrado. Se detuvo en seco, aguzó su oído y oyó murmullos que procedían de abajo. Unas voces conversaban en susurros violentos. Entonces una ola de sangre ardiente le recorrió desde los pies hasta la cabeza y le nubló la vista. La tentación de gritar su nombre quedó paralizada por el miedo a descubrirse. Un ardoroso terror le acababa de abrumar hasta la parálisis. Y sin embargo, allí abajo estaban ellos, los niños, y él, quizá rodeado por dos ladrones o dos asesinos que lo tuvieran amordazado contra el suelo, el mismo suelo sobre el que aquel día él había retozado con ansia infantil arrastrado por los niños, expuesto a la violenta vitalidad de la infancia, y se les había entregado con amor desinhibido. En aquel instante en que el instinto de supervivencia le había sumido en una quietud gélida, por primera vez acudía a su mente la idea de haber ocultado durante toda su vida aquel cariño que ahora desplegaba con sus nietos. Y él, su hijo, que apenas había recibido escuetas muestras de un afecto paternal, en aquellos tiempos severos en que el corazón era un símbolo de debilidad, en que alguna voz amable acaso se escapaba de la amenaza de su moral implacable, se encontraba en aquel momento allí abajo, en silencio, quizá en el silencio del miedo, o en un silencio impuesto por una mano violenta y cruel. Y entonces se preguntó de repente si alguna vez había amado como realmente se debe amar a un hijo; y aquella pregunta encalló en sus labios al sentir vergüenza de haberla pronunciado por su boca temerosa y silente.

A aquel rellano llegaban de nuevo los susurros, y su cuerpo se había escurrido hacia la pared de enfrente, con la barra de hierro apagada junto a su pierna, con la vista al frente, como esperando que algún ladrón asesino asomara por las escaleras y sonriera al ver a aquel viejo paralizado, y con una frase lacerante lo derrumbara antes de que pudiera saber qué había sido de ellos allí abajo. Él, que ya había estado al lado de la muerte una vez, cuando un infarto le descubrió a sí mismo su propia levedad y le hizo destapar la caja del amor apelmazado por el peso de tantos años aprisionado entre sus entrañas, y entregarlo al mundo, al vacío, al primer ser que se le acercara con un tacto humano. Y allí estuvieron ellos: sus nietos, una pareja incombustible a los que les enseñaba sus fornidos bíceps imperturbables, junto con los que se arrodillaba para pasar juguetonamente bajo la mesa sobre la que tanta sobriedad derrochó en las horas de la comida sagrada. Unos niños que nunca conocieron más que al abuelo Gonzalo, que nunca encontraron en su mirada sospecha alguna del respetable hombre de cara adusta y cruda severidad que había sido, y para los que él era el abuelo más hermoso del mundo.
El ruido de objetos entrechocando ligeramente unos con otros asaltó sus pensamientos. Pensó en un robo, y quiso moverse hacia la escalera con la intención de romper su quietud. Sabía que más tarde o más temprano aquellos intrusos subirían arriba y recorrerían todas las dependencias de la casa. Entonces de nuevo un impulso lo llevó a caminar hacia el teléfono y llamar a la policía. Tenía poca fe en la efectividad y diligencia de la policía, sin embargo, sabía que era una opción, una posibilidad de salvarse, un ligero soplo de esperanza en aquella situación en la que se encontraba. Volvió al cuarto donde dormía Teresa y tomó el teléfono. Lo descolgó, pero se percató de que no sabía el número de la policía. Pensó en un teléfono de urgencias, lo que de nuevo le llenó de vergüenza. Y se preguntaba cómo podría contar aquella situación, cómo podría responder a las preguntas de algún juez pertinente que le interrogara sobre su actuación y lamentara su cobardía y la desgracia que ella habría ocasionado en su familia. Un halo de valor, de fatalidad, un instinto suicida le surgió entonces de las entrañas. Cuánto dolor sería capaz de soportar en un enfrentamiento con el que nadie más sufriera. Entonces volvió sobre sus pasos y se encaminó hacia la escalera principal. Comenzó a bajar escalón a escalón, sintiendo cómo se le endurecían las tripas, tensando el plexo solar y despreciando el sudor que le corría por cada poro de su cuerpo, empapándole la camisa del pijama y corriendo entre sus dedos aferrados a la barra de hierro. Bajó los escalones hasta el punto en que pudo atisbar toda la escena que ocurría en el salón, pero no vio nada. La oscuridad era demasiado opaca. Su oído sin embargo oyó algunas palabras; y de repente, el tono de aquellas palabras le resultó de sobra conocido. Su brazo se relajó entonces y dio dos pasos más hasta alcanzar el interruptor de la luz. Pulsó con una prisa agónica y sus ojos fueron relampagueados por una luz poderosa y lacerante. Entonces ellos se abalanzaron sobre él. Uno de ellos se colgó de su cuello. Él no pudo más que dejarse llevar. Tanto lo había agotado su imaginación y el miedo que ya no tuvo siquiera fuerzas para escuchar. El que lo había alcanzado al cuello le susurró al oído: “Abuelo”. Y aquel momento se le rebeló como el momento que había esperado toda su vida, un momento en que toda aquella tensión de pronto se transformaba en un líquido que impregnó de lucidez toda su mente, en que comprendió que, aun cuando solo escudara y digiriera el vital impulso de aquellas criaturas enajenadas, su vida valía algo. Entonces cayó al suelo, y lentamente fue penetrando en él, y el suelo se convirtió de repente en la tierra del jardín, y su mirada perdida de felicidad se fue ahogando en la oscuridad de las profundidades, donde Teresa le esperaba blandiendo las llaves del cielo y diciéndole: “Despierta, Gonzalo. Estabas llorando.”   


martes, 18 de septiembre de 2012

EL PSICOANALISTA


 José A. Nisa
            El quinto piso del número trece de la Avenida de La Razón daba, por su parte delantera, a un vasto terreno abandonado, lleno de hierbajos, a la espera de un gran proyecto urbanístico. Más allá, un edificio de la Iglesia Evangélica con un enorme crucifijo en el vértice de la fachada se abandonaba en su insignificancia bajo las nubes rojizas del crepúsculo. El psicoanalista escuchaba a aquella señora sentado en un cómodo sillón tapizado de un negro cuero sintético. Al principio comenzó a escucharla con interés, pero de pronto unas hilachas que salían de la alfombra roja que se encontraba a sus pies le desviaron el pensamiento y comenzó a reconocer que, verdaderamente, el tapizado ya necesitaba una renovación. La última vez que renovó el decorado del despacho, hacía cinco años, una agencia de decoración se encargó de tomar todas las decisiones al respecto y de llevar a cabo todos los cambios estéticos. Recordaba que Cristina, su mujer, había discutido con él sobre el precio y había dudado de la reputación de aquella agencia tan “moderna” y tan “deplorable”, como había comentado en tono despectivo.
De repente su mirada topó con la mujer que le daba ligeramente la espalda. Entonces volvió en sí y, atendiendo a la llamada de una simple curiosidad, comenzó a prestar atención a las palabras que la señora del diván decía:
- ... es una sensación que me llega sobre todo cuando estoy en casa. Entonces siento como si me difuminara ante la falta de sentido de todo lo que me rodea. Y me parece tan claro y evidente, doctor. En esos momentos siento una liberación total y comienzo a ser yo misma; y mi verdadero ser no quiere nada, no quiere ser nada, y sólo quiere dejarse llevar por esa nada. Ante ese éxtasis siento la necesidad de emborracharme de vida, y entonces me dirijo a mi bodega y abro una botella de vino y comienzo a beber mientras miro por la ventana, o veo a mi marido sentado en el sofá leyendo un absurdo libro de aventuras, y todo de repente me parece bello. Luego enciendo un cigarro, pongo un poco de música y me pongo a cantar y a bailar...
            El psicoanalista recordó, a partir de aquellas palabras, cuándo fue la última vez que cantó y bailó en casa. No solía cantar ni bailar; si acaso en alguna fiesta, pero en casa, nunca. O sí: comenzó a evocar un recuerdo perdido de su época de estudiante, la primera vez que llevó a una chica a su apartamento de San Benedicto. Después de beber algunas copas de whisky y retozar un poco en el sofá, ella se levantó, puso al tocadiscos una canción de cabaret y lo sacó a bailar. Lo hacía torpemente, con sus enormes pies de zancudo, sin el menor sentido del ritmo. Suerte fue que la canción duró poco tiempo, pensaba ahora. Él se desparramó de nuevo en el sofá y la chica comenzó a desnudarse al ritmo de una canción de Lizza Minelli, cuyo título no supo nunca, pues él jamás recordó el título de ninguna canción.
            La mujer calló por unos segundos. Entonces él ocupó su papel de psicoanalista, al que debía su estatus social.
- Lo que usted hace es algo que a la mayoría de las personas resulta difícil, si no imposible: las personas no son sinceras, la inmensa mayoría de ellas no es capaz de asumir que toda su vida es una representación.
- Es cierto, doctor, -interrumpió ella- yo también he descubierto que durante muchos años mi forma de existir no ha sido más que una forma de alejarme de mi propia insignificancia, he vivido sometida a la imagen que daba a los demás. ¿Usted me comprende? Y ahora quiero convertirme en una persona líquida, dejar de estar sometida a la presión del entorno. Doctor, yo deseo desparramarme y comenzar a penetrar por todos los lugares, en todas las personas. Quiero perder el sentido del ridículo, porque, doctor, el amor me ha sido arrebatado siempre por los escudos que interponen los demás y que yo he colocado delante de ellos para protegerme. ¿Se da cuenta de lo irrisorio que es todo esto? Yo he vivido muchos años observando la miseria que hay detrás del refinamiento de la gente, pero ahora veo que eso no era tal miseria sino que mana de la propia naturaleza defensiva de la gente, es una pieza de ese juego de la supervivencia. Y así, yo jugaba, y pensaba que todo ese juego era importante,... hasta que perdí la humildad e intenté ganar a toda costa. Y en el fondo sabía que todo no era más que un juego.
            El psicoanalista sintió que la chica estaba tocando demasiado a fondo la condición humana, que también era su condición, pensó. Sacó un cigarro y lo prendió. La primera exhalación de humo la dirigió hacia el gran ventanal, al que la mujer dirigía la mirada, con el último e inconsciente propósito de que cambiara de discurso. Entonces dijo:
- Pero ya que la vida nos ha colocado este juego por delante, ya que hemos de representar, nuestra obligación moral es la de ser buenos actores y buenos jugadores ¿no cree usted? Si una persona se deprime y piensa que la vida no tiene sentido y se quiero morir, entonces realmente no ha entendido nada. Sí, está claro que moriremos, pero durante el tiempo que vamos a vivir hemos de ser buenos vividores, y entender bien la vida como un flujo de placeres, de dolores y como un serio juego que todos asumimos. Mire, por ejemplo, yo, que estoy en esta posición y me toca jugar de este lado, pudiendo influir en la vida de los otros, yo voy a hacer lo que yo creo que puede ayudar a los demás a vivir mejor, porque es el papel que he querido desempeñar en este juego de la vida y no por otra cosa. Si usted ha asumido el papel de una señora dedicada a los negocios pues debería actuar siguiendo lo que mandan los cánones para este papel, pero también aportando su propia individualidad y haciendo de su vocación una pasión. Sólo así podrá disfrutar plenamente de esa vida, de la vida.
- Sí doctor, pero yo no respondo de esa manera. Y ese es el gran problema que me ha traído hasta aquí. Cuando yo represento mi papel caigo en un estado permanente de mal humor, de permanente enfado, de desencuentro con el mundo y con todo lo que me rodea. Ha llegado el momento en que sufro con el juego.
La señora hizo una pausa para, a renglón seguido, hacer ver al doctor que ella también había hecho sus cábalas.
- A veces, doctor, me pregunto si todo es consecuencia del deseo insatisfecho. No sé qué habrá de eso en mí, doctor.  
            La expresión “deseo insatisfecho” llegó a la cabeza del psicoanalista en forma de dos imágenes pasadas no hace mucho tiempo: las risas de Rebeca al teléfono después de darle plantón, y la cara de desprecio de su mujer la noche anterior. Realmente, pensaba, el deseo insatisfecho es de las cosas más denigrantes para un hombre, sobre todo si son conocidas por los demás.
            Aquellas ideas le hicieron repetir en tono interrogativo aquella expresión:
-¿Deseo insatisfecho? –preguntó con curiosidad.
- No, puede que no se trate de deseo insatisfecho, sino de una mera insatisfacción conmigo misma. Creo que yo no tolero mi actuación. Me digo “yo tendría que actuar de esta otra manera porque así soy yo, así es mi naturaleza”, y sin embargo no lo hago por cuestiones que me sobrepasan. Entonces me siento cobarde por no ser “yo misma” ante los demás, y no me acepto. Todo el estado de intransigencia puede venir de ahí, doctor. ¿Usted qué piensa?
            El psicoanalista apagaba el cigarro, estrujándolo contra el cenicero. La expresión “deseo insatisfecho” aún resonaba en su cabeza. De ahí que, sin quitar la mirada del cigarro que aún humeaba, hiciera una pregunta difícil:
- ¿A qué tipo de satisfacciones cree usted que tiende su naturaleza?
- No, yo no me refería sólo al deseo carnal, doctor. Si fuera sólo eso todo sería mucho más fácil. Mire usted a los perros. Ellos no tienen otras necesidades que las de sus instintos. Nosotros, en cambio, tenemos necesidad de afecto, de reconocimiento, insatisfechas a causa de mil motivos: timidez, complejos,... incluso de nuestra difícil personalidad. Y eso genera una lucha difícil entre nuestro ego y el mundo exterior. En esa lucha ambas se tensan y nos crean esa amargura. Pero mis problemas de timidez, mis complejos infantiles y mis desarreglos en el trato son tan complicados que yo he optado por emprender una batalla a campo abierto contra el mundo. Y siento que el mundo conspira contra mí, y entonces me empleo a fondo y le obligo a liberarme y a rendirse ante mí. Sí, doctor, a veces en esta lucha sangrienta las vísceras salpican a mucha gente....
            Al decir “una lucha contra el mundo” la mujer que estaba tumbada de cara a aquel cielo ya oscurecido se le convirtió al doctor en una heroína que acababa de llegar a su casa a rendirse a sus pies. Él acababa de conocer la verdadera naturaleza de aquella señora que tan aterradas tenía a todas las empleadas de la fábrica de tejidos. Conocía su cara oculta, sus bailes y sus estados de embriaguez mientras su marido leía en el sofá libros de aventuras. Acababa de descubrir una doble personalidad en su paciente. La mujer se encontraba compungida después de sus últimas palabras. Había sollozado sordamente y ahora se encontraba en silencio. El psicoanalista le acercó un vaso de agua. La mujer bebió y prosiguió:
- ¿Se da cuenta usted? Yo quiero borrar mi imagen del mundo. Quiero dejar de actuar y de luchar contra los demás, pero no puedo hacerlo en el lugar del mundo en que me encuentro. Estoy tan atrapada por todo, por mi imagen, por el reflejo que mis actos han dejado en los demás…                                                       
            El doctor pensó en adentrarse un poco más en la vida amorosa de su paciente. Pensó en la posibilidad de que todo se redujera a un problema sexual, pues, según sus teorías, la necesidad de afecto a veces sólo tiene un fondo de deseo sexual reprimido.
- ¿Ha tenido usted alguna vez un amante? –comenzó a indagar, con la licencia intimista que se les otorga a los psicoanalistas.
            La mujer respiró profundamente, antes de contestar secamente:
- Sí....TENGO un amante.
- Llevo un rato dándole vueltas al asunto y pensaba que no podía ser de otro modo. Lo presentía. Su caso es un caso típico que se ajusta a un marco sintomático propio de mujeres que pierden el sentido de la realidad al encontrar a otra persona en su vida. 
-  Entonces, ¿piensa usted que todo mi problema está relacionado con eso? –interrumpió agitadamente ella.
-  Absolutamente, no tenga la menor duda. Su problema es más simple de lo que puede imaginar: Usted, en este momento, está aprendiendo a amar, y lo que es más importante: usted está aprendiendo a amarse a sí mismo.
- Sí, sí, doctor –dijo ella con una suave voz de sorpresa -. Cuanta verdad hay en esas palabras.
- Y, por tanto –continuó el doctor entrecortando las palabras en tono autoritario- su caso es un caso perfectamente definido en la psicología.
Entonces se levantó con parsimonia y se dirigió al escritorio; abrió una gaveta y sacó una tableta de pastillas de un potente afrodisiaco. Luego se acercó a ella, blandiendo la tableta.
- Afortunadamente, existe la farmacología. Y con un poco de nuestra voluntad, podemos curar esos problemas que tanto nos angustian.
            Ella lo miraba incrédula, con cara pasmada, con la sensación de encontrarse ante la quintaesencia de la psique humana. Miró la tableta de pastillas y esperó que el psicoanalista se le deslizara.
- Aquí tiene. Tómelas durante un par de semana, una al día, antes de ir al trabajo. Y, al cabo nos vemos. ¿De acuerdo? Ya verá cómo esa dura carcasa que la constriñe poco a poco va cediendo.
- No tema, doctor, - dijo con voz visiblemente nerviosa –yo estoy acostumbrada a la autodisciplina más severa. Seguiré sus indicaciones tal como usted dice.
Tomó su bolso y salió de la consulta.
El doctor cerró la puerta y volvió sobre el enorme ventanal, pensativo. La mujer subía en un automóvil negro. Alguien que no se distinguía conducía al volante. Entonces una sonrisa volvió a su rostro, murmurando:
- Por san Freud.







                                                   

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