"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL SALTO

Tardé seis horas en atravesar el desierto sobre el duro asiento de una furgoneta con el estómago vacío. Pero no sirvió de nada. Mañana regreso a casa, después de haber dejado la ilusión clavada en esta valla, y caminaré de nuevo bajo el sol, esta vez sin la defensa invisible de los sueños, esperando que el poblado se yerga sobre las nubes de polvo y que la vergüenza se asome a mi rostro.

Se han apagado las luces y todo está en silencio. Necesito dormir, pero el silencio de padre se ha adueñado de mi mente, y me vuelve loco.

martes, 11 de noviembre de 2014

LA PIEDRA DEL EGO

Recuerdo el bolsillo abultado de la abuela, y su mano escondida en él mientras me aconsejaba sobre las trampas de la vida. Y aquellas otras veces en que mamá, con su piedra bamboleando el bolsillo de su delantal, me enseñaba a ser yo y a defenderme de los demás. Luego llegaba papá, cambiaba la piedra de la chaqueta de pana al pantalón, y me arengaba como si yo fuera un joven soldado ante la inminente batalla.
Ahora comprendo que los decepcioné a todos, pues por más que lo intenté, no pude soportar el peso de la piedra entre mis ropas, y no tuve más remedio que entregarme a los brazos abiertos del enemigo. 

lunes, 27 de octubre de 2014

EL VIOLADOR

Cierto violador solía rondar un sendero por el que, por la tarde, antes de que el sol cayera, solían pasear las mujeres. Cuando el sol se ocultaba, y antes de que el halo luminoso del crepúsculo se extinguiera, aún se apresuraban las mujeres rezagadas por aquel camino térreo. Era aquel momento propicio cuando el violador planeaba sus asaltos.
Previsto de un pasamontañas, un día se situó al acecho de su víctima tras unos arbustos del camino. Desprotegida y solitaria, la mujer ya había sido marcada de forma precisa y definitiva en los días precedentes. Aquella no era la primera víctima, ciertamente, pero podemos decir que sí fue la última, pues a partir de aquel abordaje se retiró del oficio que, a la postre, tanta humillación le causaría.
La mujer, de cuarenta y ocho años, se demoraba por aquel sendero engrosando su ramo de flores silvestres. No conocía, desde luego, las violaciones que habían acontecido en aquel paraje, y por esa razón, en el momento en que el violador la abrazó por detrás pensó por un momento en una broma de su marido o de su hijo mayor, si acaso. Pero no, aquello no era ninguna broma, el violador había arremetido ya contra su sexo, difícilmente, sin demasiados gritos, con una simple amenaza al oído. Sin embargo, en aquella ocasión todo aconteció de un modo inesperado: de pronto, la mujer comenzó a besar el brazo del individuo, la mano, y comenzó a respirar exageradamente, como corresponde a un acto sexual apasionado. El violador quedó sorprendido por aquella reacción, lo que le alteraba el equilibrio adrenalínico con que había preparado aquel acto violento. Entonces, para su desgracia, una frase sonó vagamente en sus oídos: “Por favor, dime algo bonito, algo cariñoso. Dime que me quieres, que me quieres mucho, dime palabras bonitas.” El violador, cuyas manos de piel blanca dejaban entrever que más bien era una persona de oscuridades, no pudo, ante tal insistencia, más que ponerse a pensar qué podía decir a aquella mujer para que se callara y no le desconcentrara. Mientras su ímpetu sexual se iba tambaleando, el hombre pensaba y pensaba, y su mente incluso recurría a imágenes de Hollywood para saciar las expectativas amatorias de aquella mujer. Fueron preciosos segundos los que su imaginación perdió, pues finalmente cuando cayó en la cuenta del absurdo del que estaba siendo víctima, recurrió a lo que tantas otras películas le habían enseñado, lanzando aquel famoso ¡zorra! con el que abandonó el lugar sin haber consumado siquiera el acto, tan potente como se prometía.
A ella tampoco le cayó nada bien aquella huida. 

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HUIDA


El día que le dijo que en aquella misma cama había muerto la abuela, Eula se volvió loca. Sus gritos e improperios llegaron a la casa de al lado. Así fue enterado luego por la señora Matilde, la anciana amiga de la abuela. Con voz tenue él le contaba a la señora que aquellos gritos procedían de los espíritus entre los que aún se debatía la abuela pues, le decía, esta aún no había abandonado la habitación en la que había pasado postrada los seis últimos meses de su vida. La señora Matilde se sobresaltaba y se persignaba, mascullando unas oraciones indescifrables, sin saber que aquel sería el último día en que oiría voces de mujer a través de la pared vecina.
Ahora, dos años después, lo recordaban con una sonrisa, mientras oían el aleteo de las palomas que se colaban en la habitación por el hueco del balcón descolgado. La habitación estaba en un estado ruinoso. La fachada de la casa estaba apuntalada a la espera del derribo, y una enorme grieta había surcado la pared del fondo de la habitación, donde aún se encontraba la cama, como si quisiera aislar aquel rincón inmaculado de amor. Ante aquella imagen de desolación, todo el pasado les vino de pronto como una sombra de nostalgia.
Eula había escapado del maldito lupanar el primer día de las inundaciones de mayo. Los días previos ella había contemplado a través de la ventana de su habitación cómo el cielo se enrojecía tras las nubes, y supo que aquello era una premonición. Aquel día, el negro Liberto había repasado una por una todas las habitaciones ante la visita de Donoso, el jefe,  y había reunido a todas las mujeres en el salón. Momentos después, el cielo explotó y en pocos minutos una lengua de agua comenzó a penetrar por debajo de la puerta. Aquel fenómeno extraordinario disgustó a los hombres que vigilaban a las mujeres. Entonces el negro hizo una señal a los otros dos e inmediatamente los tres hombres salieron. Entre el monótono trueno de lluvia, Eula oyó el rugido de los coches. En aquel momento y ante la mirada incrédula de las demás mujeres, Eula reaccionó con presteza, subió a su habitación, se colocó una bolsa en bandolera y, sin tiempo para despedirse, salió dispuesta a desafiar el temporal.
Al otro lado de la ciudad, el nivel de las aguas había subido hasta la primera ventana de la casa. Él se afanaba inútilmente en cortar el sumidero de agua hacia el interior cuando de repente la vio. La imagen lo paralizó. A pesar de la inquebrantable cortina de agua que los azotaba a ambos, pareció como si una nueva Venus hubiera emergido de aquellas aguas turbias y lodosas. Ella caminaba sufridamente hacia él, venciendo el sucia agua que la agarraba por la cintura y la empujaba hacia atrás, y lo miraba con el rostro exhausto y la mirada abnegada de los mártires, sabiendo  que tan sólo unos metros le separaban, no de su libertad, sino del único amor que la había cautivado a fuerza de ternura, haciéndole olvidar por completo la condición de hombre que tanto había llegado a odiar y que aún en sus horas más sórdidas odiaba con todas sus fuerzas.
Y sin embargo, él la conoció allí, en aquella mancebía. Fue dos meses antes, y nada más verla, supo que tras aquella mirada arrobada había una inquietud suicida, un desapego de la vida cuyo origen solo le costaría un puñado de billetes conocer. Ella puso el precio y él la siguió. Eula nunca sabría identificar lo que en aquel encuentro provocó que se derrumbara tan cándida y desconsoladamente. La mirada con que él la había perseguido, la voz delicada y serena con que se interesó por su pasado, la mano con que acarició su rostro, el beso en la mejilla, o el arrojo que tuvo para pronunciarla frase: “Ven conmigo”; y nunca olvidaría el llanto profundo que manó de sus entrañas en aquel momento, como un exorcismo iniciático que a la postre sería el augurio de sus nuevos días. A partir de entonces él acudió tres días por semana a verla y a llevarle tabaco y un poco de ron que ocultaba bajo las perneras del pantalón. El día antes de las inundaciones él estaba completamente desesperado. Ya habían trazado los planes, pero los últimos días había habido agitación en el club, lo que no fue obstáculo para que aquel mismo día él fijara la hora y el lugar en que tendría lugar el rapto de su Proserpina.  Pero el cielo estalló justo para evitar aquel rapto. Y ella llegó a sus brazos por sus propios medios, para entregarse a él.
Sabían que en la casa de la abuela nunca la buscarían los esbirros de Donoso, que nada se inmiscuían en la vida de la ciudad.  Durante los primeros días consiguieron limpiar el lodo acumulado en el suelo de la habitación, luego trabajaron ambos con una pasión encendida hasta convertir la habitación en un lugar donde nada entorpeciera su amor, aún sabiendo que aquel tan sólo sería una parada en el devenir de sus vidas, una especie de purgatorio de todo su pasado que, contra toda previsión, no duraría más de dos semanas.
Y entonces llegó el día en que él cometió el fatídico error. Aquel día habían hecho el amor al amanecer, como solían, cuando los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana se posaban sobre sus cuerpos. Ella miraba al techo y exhalaba la primera calada al cigarrillo, cuando preguntó por el pasado de aquella cama. Entonces él no pudo callar y lo dijo. Dos horas más tarde, él llegaba a la habitación con un barreño de agua y medio saco de cal, para iniciar el rito que ella le había enseñado: depositó la cal en el agua y esperó a que al cabo de unos minutos empezara a hervir; entonces los vapores subieron e impregnaron todos los rincones de la habitación, hasta acabar con todos los rescoldos de aquella muerte reciente. Al día siguiente, cuando él regresó al atardecer, no la encontró allí. El colchón había desaparecido. Apoyado en la jamba de la puerta, comenzó a comprender que ella ya había decidido huir de aquel lugar. Entonces, Eula surgió de algún lugar y se acercó lentamente por su espalda. Al abrazarlo por detrás pudo sentir la perplejidad que lo envolvía ante la imagen del cuarto desalojado. Y de repente, la historia de las frases hechas se irguió ante él como un círculo que se repite como se repite la vida de los hombres, para dejar retumbar en sus oídos: “Ven conmigo”.

lunes, 1 de septiembre de 2014

AHORA QUE PODEMOS...


El miedo, siempre el miedo. Y ahí en la más honda indignación aún se respira un cierto miedo al cambio, un miedo a que todo salga mal, a que todo lo que nos propone nuestro maltratado sentido común sea una trampa de la misma realidad, del mismo destino a que hemos sido condenados para siempre.
Desde aquel 15M mucho ha llovido, muchas suspicacias, muchos sueños derramados y absorbidos por la cruda realidad política. Muchos meses después casi todos estaban convencidos de que aquel movimiento había sido no más que un arrebato de las clases atosigadas por la crisis, una pataleta a la que también se sumaron los burgueses que de la noche a la mañana dejaron de serlo para convertirse en desempleados o simples asalariados, y los asalariados que soñaron con ser burgueses y asistieron de pronto el anuncio de su propio engaño. El bipartidismo y el capital al que sirve se frotaron las manos al comprobar que la sociedad era inerme, como un niño destetado, incapaz de encauzar ni siquiera la indignación de tamaña infamia sufrida, incapaz de una adusta organización. Para ello, los palos de la policía y las manipulaciones de sus espúreos medios de comunicación se encargaron de enseñarles el camino a aquellos díscolos manifestantes: el de la Ley y los votos. Y entonces aquellos jóvenes, adultos y ancianos vapuleados por las calles  consiguieron armarse de la serena paciencia revolucionaria para hacerse con fuerza, y echaron un órdago a la casta. “Construyamos un partido”. Desde entonces, al tiempo que aquella indignación iba siendo interiorizada por la ciudadanía, al tiempo que los casos de corrupción, de nepotismo, las mentiras y el lento desmantelamiento del estado de bienestar no hacían más que alimentar al monstruo que había despertado en el seno de la sociedad, algunas mentes clarividentes se movieron para construir su caballo de Troya, perfectamente enjaezado, para abrirse paso en los platós de televisión y desembarcar una vez dentro con cientos de ideas, con una dialéctica envidiable y sutil, y mucho mucho sentido común. Y mientras día tras día los medios prestaban sus platós para poner en entredicho aquellas ideas utópicas, mientras semana tras semana la casta reía con prepotencia de la pequeñez de su número, ellos sabían que la batalla estaba en otro lado, en un lugar que los poderosos se habían olvidado de controlar: Facebook y Twitter hervían, y los soldados anónimos poco a poco iban formando escuadrones, batallones, un ejército de indignación al borde del abismo prendiendo las antorchas en  un campo de batalla preparado para la verdadera revolución.
Y así llegó el día en que las radios gubernamentales y las cadenas de la oposición ya no pudieron seguir vetando aquel movimiento, y tuvieron que entregar al mundo los datos oficiales del primer plebiscito: las elecciones europeas. De repente, el monstruo de la indignación se hizo real. Urgentemente, aún con la turbación del golpe, ellos, la casta poderosa, armó su ejército, pertrechó a sus soldados y comenzaron su batalla: la de la mentira, la de la calumnia, la del miedo, la del veto en las radios, en la prensa, ignorando una realidad que ya les superaba; y comenzaron a temblar y pusieron todos sus esbirros mediáticos a golpear una y otra vez con la misma mentira y apelaron a los fantasmas de las dictaduras, los populismos y los imposibles para meternos de nuevo en el cinto del capital, sin saber que cada golpe no hacía más que despertar aún más a toda la masa que vivía la pesadilla más horrible.
Y en esas estamos. Y ahora que los vientos corren a nuestro favor, ahora llega el momento en que atónitos contemplamos cómo también surgen golpes desde abajo, desde la izquierda más arraigada a los ideales históricos, desde fuentes que aún viven en la circunscripción histórica del marxismo-leninismo-troskismo-anarquismo, una izquierda desubicada que no cree en la revolución moderna; llega el tiempo en que se descubre que la casta también invadió a un sector de la izquierda oficialista-sindicalista apoltronada a la sombra del capital, alimentada con las sobras de poder; y entonces otro monstruo, el histórico monstruo de la división que tantas veces ha apagado la fogosidad rebelde de los pueblos, comienza a roer los cimientos de esta nueva construcción.
Tiempo ha que la izquierda incrédula de este país soñaba con algo así, con un movimiento que de repente capturara toda la indignación del pueblo, con un pueblo consciente de su poder y unos líderes que arrastraran a la gran masa hacia la liberación del yugo del capitalismo. Tiempo ha que la izquierda se desmarcó de la revolución y la convirtió en utopía; tiempo, mucho tiempo estuvo la indignación adormecida entre las páginas de los abstrusos libros del marxismo. Y ahora los espíritus más cándidos de la izquierda miran de punta a punta a la izquierda de este país y se preguntan por qué este desacuerdo en las formas si el fondo es el mismo. Y muchos se preguntan hasta qué punto la izquierda ha sido imbuida por el espíritu del establishment, hasta qué punto el individualismo y el egoísmo mueven a esos sectores de la izquierda que anteponen sus intereses partidistas a los intereses de esta revolución pacífica y silenciosa a la que habrían de aportar los ojos de su experiencia. Y surgen voces de cantautores, de artistas, de intelectuales, poniendo palos en las ruedas de este movimiento que ha sido capaz de ilusionar a todo un pueblo, sin obligar a nadie a mostrar algún carné o a examinarse de materialismo dialéctico. Un movimiento al que ya algunos piden que no sea utópico y que se cargue de realismo, como si hubiera otro realismo distinto del que marcan los bancos y los políticos de turno; un movimiento en el que otros ven el origen de un caos y un desastre económico, el derrumbamiento de la economía, la hecatombe milenaria,  la mayor de las miserias de los pueblos, como si no fuera este el fin premonitorio del capitalismo salvaje que dirigen estos gobernantes y toda la corruptela que abunda por todos los rincones de nuestra patria, como si el pueblo no hubiera aprendido ya a estas alturas que ninguna miseria saldrá nunca de sus propias manos.
Mal les pese a los caducos elefantes del sistema, este nuevo movimiento es un tren imparable, como imparable es todo movimiento impulsado por la pasión, el mismo sentimiento inconsciente e irracional que mueve hacia la desmesura, surgida de las vísceras de una sociedad que está renaciendo de sus propias cenizas, una pasión efímera, como todas, cuyo destino sin duda estará plagado de desatinos, incoherencias y desvaríos, tantos como quieran vaticinar aquellos que con su lógica económica e histórica quieren detener este curso inexorable, pero que, como todo lo que pone el corazón por bandera, sin duda conseguirá regenerar la política y la ilusión de este pueblo derrengado.


viernes, 15 de agosto de 2014

ESQUIZOFRENIA



Sus últimos pasos antes de pulsar el timbre fueron iluminados por una blanquecina luz que borboteaba a través de la ventana lateral. Más allá, la noche se había cerrado hermética alrededor de la casa. La música zumbaba en los cristales y escapaba por las ventanas abiertas a la oscuridad. Ocho años, dijo el hombre que apareció ante él, y entonces pudo ver la sombra de inquietud que había emborronado su rostro alegre, las palabras trémulas con que le había acogido y la mano temerosa que adelantó y que él se negó a estrechar. Y pasó adelante, y el hombre quedó atrás, pues la sorpresa le había paralizado. Sus pasos eran lentos pero firmes. La quietud de sus miembros y el pesado traje oscuro que llevaba contrastaban con la hilaridad y la liviandad que reinaban en el tono general de la fiesta. De modo que todo se convirtió a su paso en una enorme expresión de asombro y temor. La música siguió sonando ya sin el seguimiento acompasado de los cuerpos evanescentes; las miradas se cernieron solapadas sobre él, esquivas, alarmadas ante lo que la memoria acababa de iluminar: aquellas noches en que el alcohol arrancaba los demonios de su infierno y les abría la puerta a base de golpes y gritos, en los que nadie le reconocía de repente; sus pasos medidos y desconsolados después de la tormenta, cuando su madre acudía angustiada a socorrer al mundo de su delirio y los cristales rotos que yacían bajo las lágrimas de aquella, excusando la ingrata naturaleza de su hijo, llorando entre los ridículos aspavientos con que él se serenaba, pues ella era la única que lo podía aplacar.
Y entonces él la vio allí, hablando con alguien al otro lado de la puerta. Y continuó hasta llegar a ella, hasta que los demás inmovilizaron sus miembros y cedieron el paso a algún anuncio intempestivo, violento, brutal. Ella miró sus ojos oscurecidos, y su corazón comenzó a latir, y los golpes bajo su pecho subieron a su cabeza y sonrió al contemplar su rostro enjuto y sombrío, porque después de todo era él, y el hilo de esperanza que la había mantenido viva durante tanto tiempo comenzó a manar a chorros sobre un soñado manantial de felicidad, y entonces ella le tomó la mano y él tiró de ella hacia fuera. La luz del umbral iluminó sus ojos y ella vio unos ojos profundos, concretos, adheridos a un punto definido de su mirada, y entonces comprendió que, por fin, algo había cambiado.Luego, todos contemplaron cómo a lo lejos dos siluetas unidas por algún nexo negro e indefinido eran devoradas por la oscuridad, hasta desaparecer. Entonces todos se miraron sin decir palabra; múltiples miradas de horror y de incertidumbre estampadas de repente sobre rostros ya entumecidos por el alcohol.Horas más tarde, él apareció en el salón. La puerta estaba abierta, las luces centrales encendidas. Cuatro mujeres bailaban aún la música tenue que sonaba por los altavoces agostados; un joven descamisado dormía en un sofá. Entonces ellas pararon su baile y lo miraron con cara descompuesta: su aspecto harapiento, el rostro consumido, los ojos inexpresivos. Entonces las cuatro mujeres caminaron alocadamente hacia fuera, llevadas de un mal recuerdo y de un negro presagio, conducidas por un grito interior que a punto estuvieron de verter a la oscuridad opaca de la noche en modo de alarma si no la hubieran encontrado a ella en el umbral de la puerta, con la melena alborotada, los ojos alegres y sonrientes y la faz encendida y diáfana, dispuesta a explicar a todos que por fin él se había curado. 

viernes, 18 de julio de 2014

EL BILLETE

Después de un día soleado, aquella tarde invernal había caído rápidamente, y la oscuridad se había cernido sobre las calles antes de que la iluminación pública despertara de su retardo. La reunión en el mesón ya había llegado a su cénit, y había decaído con premura, como siempre ocurría. A lo largo de la tarde él había bebido demasiado, hasta el punto en que todo se le hizo insoportable. Fue entonces cuando alcanzó el billete de encima de la mesa, se levantó con brusquedad de la reunión y, con paso decidido, salió del mesón en dirección a la furgoneta. Las miradas cayeron sobre él, sin embargo nadie se atrevió a interrumpir la silente y brusca determinación con ninguna palabra de interrogación o de despedida, pues todos supieron de inmediato lo que significaba aquel gesto sobrio con que los abandonaba.
Subió al vehículo, arrancó y, dejando caer la furgoneta lentamente, bajó la calle con el billete encima del asiento del acompañante, brillando a la luz refulgente de los faroles que penetraban a través del cristal. El Bigotes había logrado que aceptara el reto. Sin embargo, ahora centraba la vista sobre las líneas discontinuas de la carretera y se preguntaba por qué lo había hecho, comprendiendo que acababa de ser víctima en un juego peligroso.
Llegó a casa e, inmediatamente, se dirigió hacia la tienda a través de una puerta interior. De la estantería que se encontraba detrás del mostrador retiró dos cajas de tomates, deslizó un tablero vertical y se introdujo en un pasillo estrecho descubierto en la pared. Invadido por una suerte de prisa nerviosa, abrió la caja fuerte, de donde sacó  casi al tacto tres gavillas de billetes. Luego, con inusitada precisión, deshizo todos los movimientos desde que entró en la tienda, hasta finalmente girar el interruptor de la tienda y cerrar la puerta.
En el piso de arriba, sobre la mesa del salón los mazos de billetes habían sido ordenados formando una línea soldadesca. En el extremo izquierdo los billetes de cinco, y a partir de ahí, siguiendo una trayectoria iridiscente los colores se iban sucediendo de menor a mayor valor, hasta acabar en un menudo montón de billetes violáceos. Cuando ya lo tenía todo dispuesto, sacó de su bolsillo el billete de quinientos. Antes de depositarlo sobre el montón correspondiente ojeó el color e intentó vislumbrar someramente alguna distinción entre el billete falso y los auténticos. Los raspó con la uña, los ondeó al aire y los colocó a contraluz, pero ninguna de aquellas técnicas le devolvió ninguna conclusión. Entonces comenzó a mezclar los billetes, como en un solitario, hasta que finalmente formó tres montones de dos mil quinientos, los introdujo en tres sobres, los dejó sobre la mesa y se dirigió a la cocina sin mirar atrás.  Cayó en un banquete casi a plomo, exhausto. Y entonces hizo cuenta de que no había comido desde el almuerzo. Eran las once de la noche y tenía que tomar alguna refacción antes de ir a dormir. 
Mientras cortaba pedazos de algunos fiambres y pellizcaba trozos de pan, su mente no podía de dejar de pensar en el billete. Había aceptado aquel billete falso y podía ganar quinientos si conseguía hacerlo valer, pero a cambio de... “A cambio de ¿qué?” se formuló prontamente en voz alta, como para espantar las mordazas de su conciencia, para evadirse de una realidad inminente y palpable que le estaba atormentando desde el momento en que tres horas antes había oído el eco de sus propias palabras, revocado desde las miradas sonrientes de los cinco hombres que le rodeaban, hasta retumbar de nuevo en sus oídos y hacerse reconocibles y significativas: “Yo mañana meto ese billete en el mercado”, había dicho. Y después vino el envite del Bigotes, y su pulso tenaz, y luego entonaron el canto de aquel órdago con otras copas, hasta que las caras de su alrededor comenzaron a tornarse elásticas, como si las risas su hubieran estirado plásticamente y no pudieran contenerse en aquellos rostros cargados de burla.  Fue entonces cuando le pareció que todo aquello había rebasado un límite, se levantó y se largó con el billete.
El lunes madrugó antes de lo habitual. A las cinco de la madrugada apenas cuatro vehículos de carga conformaban la cola ante la barrera del mercado. Un coche de la policía con los cristales oscuros se hallaba aparcado al margen izquierdo, junto a la garita del vigilante que revisaba los pases.  Imbuidos de la rutina dos agentes hablaban entre ellos apoyados en la parte delantera del coche. El movimiento de furgonetas entre los almacenes y alrededor del edificio principal comenzaba a trasegar el frío ambiente nocturno.  En la puerta número cuatro de la plaza central, un hombre espigado con un mostacho recortado y tez morena retiraba pilas de cajas vacías de uno de los laterales de la puerta cuando su furgoneta apareció dando marcha atrás para acoplarse al muelle de carga. Poco después, el hombre del mostacho dio unas indicaciones a un muchacho que conducía un elevador que, en pocos segundos, se puso en marcha en busca de las cajas de naranjas apiladas en el almacén.  Mientras el elevador introducía las cajas en la boca de la furgoneta, los hombres arreglaban cuentas. El mayorista hacía números en una mesita ubicada en un rincón entre la mercancía: “Cinco mil cajas, pues son dos mil quinientos”, dijo. Entonces él sacó un sobre del forro interior de la chamarra y,  al tiempo que se lo entregaba, reanudaba la conversación que les había ocupado desde su llegada: “Al final, los pequeños hemos de apostar por grandes cantidades. No queda otro remedio. Espero que les pille por sorpresa y no tengan tiempo de reaccionar. Tengo margen para ajustar los precios al máximo.” El hombre del mostacho recortado mientras tanto tañía otro instrumento muy diferente al que llegaba a sus oídos y, centrado en el recuento del dinero, mascullaba unos números entre dientes mientras asentía levemente con la cabeza al ver pasar los billetes. Al llegar al final y encontrar dos de los grandes, levantó la mirada y la clavó en los ojos del comerciante: “Bueno, viene hoy todo bastante atado”, dijo. Pero el otro quiso pasar el trago lo más pronto posible sin más explicaciones: “¿Va todo bien?”  El comerciante no contestó, tan sólo apartó la mirada, metió los dos billetes grandes en una pequeña gaveta e introdujo los demás de nuevo en el sobre al tiempo que, con voz más relajada y sentenciosa comentaba: “El mercado está cada vez más reticente a estos billetes…, pero nosotros no podemos recelar entre nosotros, ¿verdad? Llevamos ya demasiado tiempo juntos en el negocio”. Y le tendió la mano, y él notó aquella mano de dedos largos y duros apretando su mano pequeña y rolliza en un gesto sonriente que no dejaba soltar toda la risa que podía dejar un trato cualquiera de cualquier mañana de cualquier invierno, sino que había sido penetrada por la última frase pronunciada hasta convertirse en una sonrisa ciega sostenida más tiempo del necesario. Luego, él también esbozó una sonrisa teatral y, sin más, subió a la furgoneta. 
Durante los tres días siguientes el ajetreo del negocio no le permitió pensar en nada más. Había vendido todas las naranjas y hallado nuevos clientes abducidos por el reclamo de su oferta inigualable. El sueño y el cansancio que lo conducían al llegar a casa cada anochecer ahogaban continuas y perseverantes alusiones de su recuerdo a aquel lunes pasado. Sin embargo, después de aquellos días de profundo trasiego, el silencio se hizo de nuevo en la blanca cocina que lo esperaba a altas horas de la noche, en la que su madre le había cocinado las tortas de bacalao que tanto le habían fascinado desde que tenía uso de razón, pero esta vez sin poder contener las ganas de liberar de su mente hermética la patraña cometida en aquellos últimos días. Y así fue como su madre entendió que su hijo aún no había abandonado el espíritu jocoso y endiablado de su infancia, pero ahora reconvertido en una astucia y una bravuconería sin límites sobre los que asentar un poco de sentido común.
- ¿Estás seguro de que iba en el sobre? –le preguntó ella con aire de incredulidad.
Pero la memoria ya le había jugado una mala pasada y ahora él no podía asegurar haber introducido el billete falso en el sobre del lunes.
- Esos hombres se han reído de ti -dijo su madre, confiando en la voz de la supervivencia-. Te puedes meter en un buen lío, así que deberías llevar esos billetes al banco y comprobar si aún tienes entre tus manos ese billete. No debes temer nada si dices la verdad. Ellos lo retirarán y toda la broma habrá acabado.  
Él seguía con la cabeza inclinada fijando la vista en el centro del plato de tortas de bacalao, devorando mecánicamente una tras otra, absorto en el pensamiento que repentinamente le había sobrevenido y que acababa de desintegrar, antes acaso de llegar a ser contemplada como una posibilidad tangible, la razonable propuesta que acababa de hacer su madre.
El día siguiente era jueves. Mientras conducía abriéndose paso en la oscuridad de la carretera, aún sentía en su estómago el hartazgo de la noche anterior, y aún el momento definitivo en que vio la luz y entendió que debía resolver su angustiosa situación cuanto antes. No había querido esperar, y así, había tomado los dos sobres y preparado las dos compras del día, de dos mil quinientos cada una, entregado al ciego determinismo en que había quedado sumergido por la razón de los acontecimientos.
Aquel día la actividad en el mercado era relajada, típica en un día entre semana en que la mayor parte del género había sido vendida y en el que la población ya había consumido la mitad de las provisiones semanales. El alba ya rayaba el horizonte, pero la oscuridad aún reinaba entre los edificios bajos del mercado central. El almacén número cuatro ya había abierto el portón trasero y la furgoneta se había instalado de espaldas al muelle de carga. El hombre del mostacho recortado se hallaba en el interior en torno a una pequeña báscula cuando se percató de que estaba allí tras él. Entonces las palabras fueron rápidas, él habló de los últimos días, de sus rápidas ventas y de su nueva experiencia. El otro escuchó atentamente, y tan solo abrió la boca para preguntar “cuánto”. A renglón seguido habló con una rotundidad que desplomó todo su optimismo de golpe: “Sólo puedo vender cuatrocientos. Hoy tengo toda la mercancía comprometida.” Y dejó escapar la mirada hacia fuera, antes de girarse de  nuevo hacia los pesos de la báscula.
De modo que, cuando menos lo había esperado, su alma había sido sacudida por un negro presagio y la certeza de la sospecha comenzó a hacer estragos en la determinación con que había entrado en el recinto. Y sin embargo, había algo, un ciego impulso frenético, que lo lanzaba al abismo, como si supiera que, resultara como resultara, ya había sido escrito en algún lugar de su destino fatal que aquella situación inevitablemente debía encontrar su punto final aquel mismo día en aquel mismo lugar.
El destino era el almacén número siete, en el extremo opuesto de la plaza central. Tuvo que esperar para que un tipo menudo y grácil pudiera atenderlo con la cordialidad y la confianza con que se saludan los hombres que han compartido buenos negocios. Pero él no pudo contener la prisa y, cambiando continuamente la conversación, acabó declarando sus nuevas intenciones: “Me quiero hacer con el mercado de algunos productos. De otra forma no podremos sobrevivir los pequeños...” El mayorista reculó tras oír la cantidad: “cuatro mil quilos son muchas cajas, amigo”, y lo miró un tanto perplejo, hasta que el otro sonrió y soltó el brazo para posarlo sobre su hombro y así sellar con el contacto físico la amistad que se les suponía y que debía espantar cualquier indecisión.
Y de nuevo, los billetes comenzaron a pasar del fajo a la mesa, uno a uno, mientras el pequeño hombre de enormes y abiertos ojos verdes contaba y sumaba. Pero esta vez ya había detectado el color púrpura al fondo del paquete, de modo que el tiempo jugó a su favor, hasta el momento en que llegó a ellos y dio el alto a su cantinela: “Bueno, Tomás, no debería tomar estos billetes. ¿Sabes? El lunes pasaron billetes falsos”. Pero el otro ya se había lanzado a la mayor de sus odiseas: la de la mentira, aun sabiendo en su fuero interno que después de aquella nunca más regresaría a su Ítaca. “Pero amigo, ¿cómo puedes dudar de lo que te traigo? ¿Crees que yo te puedo traer moneda de la que no estoy seguro? Yo tengo mis máquinas y mis técnicas para comprobar todo lo que me llega a las manos…  Deberías hacerte de una de esas y así no sembrar más incertidumbre sobre los mejores compradores que tienes.”
El vendedor lo miró una vez más a los ojos, antes de aceptar y dar la señal a un joven de rostro duro que se encontraba detrás de ellos atento a la conversación: “Cien cajas”, le dijo. Entonces él se volvió y lo vio allí de pie detrás de ellos, y comprendió que aquel individuo había sido testigo de todos los detalles de la transacción. “¿Y este?”, preguntó con ligera inquietud. “Ah, tranquilo, es un pariente. El mozo de carga lleva tres días en cama sin poder moverse… Aprende a su ritmo, ya sabes, los comienzos no son fáciles para nadie.” Acto seguido el elevador comenzó a trasladar la mercancía a la furgoneta mientras él, subido en el vagón, iba disponiendo en la carga las cajas con una celeridad nerviosa pero pausada. Luego, saltó fuera y se despidió del pequeño hombre con una sonrisa abierta y un apretón de manos.
El sábado a las dos de la tarde, los primeros días de la semana ya habían sido olvidados. Nada quedaba de aquellos angustiosos momentos vividos y ahora era tiempo de saldar las deudas. Cuando llegó al mesón no encontró a ninguno de los otros. Tuvo que esperar apostado en la barra sobre un taburete de aluminio conversando con unos y otros conocidos, mientras comía algunas tapas para saciar el hambre acumulada de la mañana. Una hora y media más tarde, los seis hombres ya habían cerrado el círculo en torno a una mesa.  Habían bajado el volumen para las confidencias, a pesar de que alrededor de ellos ninguna de las mesas estaba ocupada. Los detalles de la historia fueron cayendo poco a poco, adulterados por la alegría de la liberación y el sentimiento de triunfo; algunos preguntaban los pormenores, la mayoría simplemente escuchaba en una socarrona perplejidad. Luego, llegó el momento en que él sacó dos billetes de cincuenta euros y los colocó encima de la mesa: “Aquí tenéis, mi parte del trato.” Pidió otra botella de licor y entonces el ánimo comenzó a subir, con la alegría que daba pensar que seis días atrás ninguno de ellos había imaginado que aquel billete falso, con el que se habían amenizado tantas reuniones, con las más variadas apuestas y asertos sobre su autenticidad, de buenas a primeras pudiera ser introducido en el mercado, con el riesgo que ello conllevaba, y mucho menos, que aquel papel les reportara un beneficio. De manera que después de todo él se supo fuerte y valeroso, capaz de arriesgar y de hacer frente a nuevos desafíos, y el pulso se le aceleró con el alcohol, hasta que, cuando menos lo esperaba, sucedió algo que lo dejó fuera de lugar.
Fue una cara, una simple cara, un hombre con el que, desde el mostrador, y por una remota casualidad, había cruzado una mirada. Desde entonces, su mente no logró centrar la atención de ninguna de las múltiples conversaciones que corrían en diagonales aleatorias entre los vértices dispersos de la reunión, perdido entre la neblina que le había provocado el alcohol en su cabeza, todo lo cual comenzó a sumirle en un desasosiego que poco a poco fue creciendo en su interior. Uno de los otros de repente lo miró y notó que algo extraño ocurría en su cara. Entonces se levantó y se colocó a su lado, le tendió el brazo sobre el hombro y, adoptando una pose paternalista, se ofreció a ser el confidente de sus zozobras. Pero su mirada ya se había trastornado y sus ojos comenzaron a mostrar toda la sangre que circulaba tras ellos. “Ese tipo, ese tipo, cómo…” Porque su recuerdo ya acababa de condescender con él, y de pronto en el centro de su mente vio al mozo de carga que miraba por detrás de su hombro cómo los billetes purpúreos se detenían frente al dueño del almacén, cómo las palabras se demoraban y los gestos eran meditados. Allí había aparecido su rostro entre la gente, inexplicablemente. Y entonces volvió la cabeza, miró de nuevo a la barra y esperó a que aquella cara volviera a dirigirle la mirada, una mirada tranquila y segura, que se apartó con la prisa necesaria para hacer de aquel encuentro visual tan sólo una fugacidad de la tarde. Solo que entonces él, con una determinación impropia de la ocasión, ya se había levantado y se había presentado ante aquel individuo para conocer cara a cara qué demonios hacía en aquel lugar.
Pero fue el otro fue quien se antepuso a cualquier malentendido verbal y con un movimiento firme de su mano atajó todo imprevisto, como si con la palma de la mano hubiera detenido en el aire la frase que él se disponía a decir.  “¿Puedo hablar contigo de un tema importante en otro lugar”.  “Vamos fuera”, dijo él con determinación.
Y aquellas fueron las últimas palabras que intercambiaron ambos, pues a diez metros de la puerta del mesón, dos hombres sólo tuvieron que pronunciar su nombre para que el joven desapareciera de allí ipso facto y para que él quedara paralizado ante aquella interpelación extraña pero reveladora. Dos horas más tarde, en comisaría, una vez leídos los cargos, comenzaría a salir de aquella turbación paralizante, para moverse en la dirección del pasado lejano y hurgar en el recuerdo de aquellos billetes de quinientos. Allí en el fondo de su memoria encontró por fin el fiel y amigable trato con el que, cuatro meses antes, había vendido su antiguo automóvil a su amigo el Bigotes, allí fue donde deseó con todas sus fuerzas no haberlo recordado nunca, y, por la misma razón, que los demonios se lo llevaran para siempre.
La mañana del domingo fue soleada. En el mesón todos se habían hecho eco de la noticia. La tranquilidad y el silencio sólo eran interrumpidos por el rugido de la máquina del café. Entre los instigadores de la apuesta surgían tímidas conversaciones.
- Al parecer el lunes introdujo dos billetes falsos. Luego le siguieron la pista. Hasta  que volvió con más, el miércoles. Esta vez fueron tres, falsos también.
- Dicen que para entonces ya todo el mercado lo sabía. Había una denuncia. Y entonces la policía introdujo a un agente. El tipo aquel. ¿Quién lo habría dicho?
- Es extraño. ¿Cómo habrían llegado a sus manos tantos billetes falsos?



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