"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 16 de marzo de 2012

EL CRISTAL CON QUE SE MIRA


José Antonio Nisa
La vio aparecer con su vestido celeste tras la enorme cristalera del fondo de la sala. A contraluz, su pelo rubicundo, cándidamente ondulado,  parecía impregnado de un aura angelical. Se acercó y lo vio, entonces le hizo un gesto con la mano. De pronto él sintió el impulso de levantarse y abrazarla, pero al punto el sentido de realidad le devolvió a su sitio. Ligeramente conturbado por aquel impulso inconsciente, miró a su alrededor y notó las miradas expectantes de los celadores apostados en el extremo de la sala.  
Se saludaron cálidamente, tras lo cual el escote de su vestido atrapó su mirada. Un poco más arriba, la blanca piel aterciopelada le recordó fugazmente los momentos en que por aquella superficie había derramado todo el licor de su deseo.  Inmediatamente el tiempo comenzó a volar y ambos quedaron atrapados en una conversación que poco a poco removía los sentimientos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se besaron y sin embargo parecía que había sido ayer. Sus labios aún le parecían hermoseados por el último beso.
Con el transcurrir de las palabras, los complejos desaparecieron y él le habló de sus últimos pensamientos sobre la vida, de sus tormentos y placeres incomprensibles. En un momento, una negra nube emborronó el estado de placidez que los envolvía cuando él habló del pasado: “Si ella me hubiera dejado una puerta abierta, nada habría sucedido. Pero el egoísmo la cegó. Lo quiso todo para ella.” Ella lo interrumpió bruscamente: “No quiero seguir hablando de eso.” En aquel súbito silencio él miró el reloj, le quedaba aún media hora, pensamiento que le disipó la melancolía. Se sintió entonces afortunado al poder disfrutar de aquellas gotas de felicidad que ella le brindaba, inexplicables para cualquier otro ser del mundo. Esa era la grandeza de su amor.
Cuando ella reanudó la conversación con una pregunta, él ya dejó de oírla: había vuelto la alegría a su rostro y él había quedado extasiado contemplándola mientras hablaba: miró su brazo, sus lunares, sus ojos, sintió un fuerte deseo de tocarla y amarla. Pensó que la quería demasiado.
El reloj agonizaba. Él había quedado fuera de sintonía, embelesado con sus encantos. Pero entonces, por segunda vez, ella repitió: “Necesito el dinero, Fernando. No puedo esperar a que tú vuelvas, ¿comprendes? La situación lo requiere.” Él ya se había despegado el teléfono del oído y contemplaba obnubilado sus labios abrirse y cerrarse, sus ojos que se plegaban a una furia contenida mientras sus palabras sordas chocaban contra el cristal: “Fernando, no sabemos cuánto puede durar esto. ¿Me escuchas? Respóndeme algo, por Dios. Necesito ese dinero. Fernando… Fernando, óyeme. ¿Qué te ocurre?... Joder, Fernando.”
Un policía que había notado el tono alterado de su voz, llegó para decirle que su tiempo se había acabado. Al otro lado, el celador interpeló por la espalda al preso, aún con el teléfono apoyado en el cuello: “¡Vamos!”
Fernando estaba hipnotizado mirándola salir al otro lado del cristal: sus caderas, sus nalgas, la sensualidad de su ira.
El celador le habló con sarcasmo: “Vaya. Qué le has dicho a tu amiguita. Se ha ido hecha un basilisco.” Pero Fernando no respondió, pensando que no iba con él.

1 comentario:

  1. "¿Hacia dónde quiere llevarme este hombre?" pensé mientras veía flotar el vestido celeste. Lo bueno de leer a un escritor de tu calidad es que uno viaja tranquilo hacia los mundos que quieras mostrarnos. Excelente relato, José. Un abrazo

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