"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 4 de marzo de 2012

GRITOS SORDOS

José Antonio Nisa

En la víspera de mi escarnio, yo, ingenuamente, pensaba que todo acabaría allí, en aquel cuartucho a oscuras. Cuatro tipos me habían pateado, sin miramientos: en mis partes, en el costado, en los riñones. En un momento de éxtasis, cuando el ardor fluía a través de los golpes, uno de ellos dio la voz de alto. Los demás obedecieron. Más tarde descubrí que su intención era únicamente debilitarme hasta el mínimo de mis fuerzas. Y tanto que lo consiguieron: El agua amarga que me dieron a beber me descompuso por dentro, el aceite que me untaron en los ojos me dejó medio ciego, y los polvos que me espolvorearon en los pies me tuvieron toda la noche despierto, restregándome contra el suelo para aliviarme el picor.

Al día siguiente me trasladaron ante una multitud. La gente me gritaba, jaleaba a los tres individuos que salieron a mi encuentro. La falta de sueño me había trastornado la mente y en aquel momento no sabía si lo que veía era real o producto de mi imaginación. Sin embargo, pronto acerté a descubrirlo. Un individuo a caballo se acercó a mí. Un caballo flacucho, sólo huesos y vísceras, que no aguantaría demasiados arranques como aquel. En la lucha el tipo pensaría que mi orgullo aún estaba vivo y, tras varias embestidas, se alejó con el caballo. Quedé seriamente dañado con aquellas puyas. Me habían provocado una hemorragia y la sangre que escapaba arrastraba mis fuerzas como el aire de un globo que se desinfla.

Y me acordaba entonces de la lunática Pasifae, y de su loca y fatal pasión, cuando un hombre por detrás me gritó. Me volví, y observé que llevaba en la mano dos objetos de colores llamativos. Entonces arrancó y vino hacia mí, al acercarse intenté defenderme, pero fue en vano.

Luego, otro tipo comenzó a jugar conmigo: Me llamaba, se ocultaba, y de nuevo otra vez, así un rato, mientras algo en mi espalda me destrozaba por dentro. Si hubiera podido arrancármelo. Si permanecía quieto, me inquietaba. Tenía que ir a por él. Cada vez que me rozaba con aquel lienzo, gritaba de dolor. Pero mis gritos no eran percibidos por nadie.

El momento en que debía morir se acercaba. Mis fuerzas me habían abandonado, y sin embargo, el propio miedo a aquella gente me impedía caer al suelo. Se acercó de nuevo el mismo individuo, me tocó la cabeza y la gente le jaleó. Se volvió entonces y al momento regresó con el aire subido, con una presuntuosa valentía estrellada en su rostro. Se distanció varios metros de mí y me llamó. Yo no respondía. Él me insistía. En un arranque golpeé la lona, tras lo cual me caí. Entonces otros dos tipos llegaron a acosarme, hasta que me puse de nuevo en pie. Después de aquella escena lo vi. Llevaba algo oculto tras la lona. Era mi hora, me dije, tras lo cual hice una última arrancada hacia el tipo. En aquel pase fue cuando me destrozó por completo. Sentí todos mis órganos atravesados por el objeto que me acababa de clavar. Era mi final, estaba destrozado, y sin embargo, allí estaba yo pensando en mi dolor, en mi desgracia. ¿Por qué no me moría?, pensaba. ¿Por qué seguía consciente de todo? Gritaba a Pasifae y le preguntaba: ¿es esto la muerte? Y pedía a todos los dioses del universo que acabaran ya conmigo, que me llevaran de aquel infierno. Oía gritos por todos lados, un estrépito ensordecedor, cuando, de repente, se hizo el silencio. Tres hombres se me acercaron. Me miraban atentos, curiosos. Entonces uno de ellos se puso frente a mí, subió algo que no pude ver sobre mi cabeza y de un golpe seco acabó conmigo.

Luego me enteré por otros amigos que aquello que me hicieron era parte de lo que allí llaman la fiesta nacional. Pero yo no quise creer cosa tan absurda.

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