"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 9 de marzo de 2012

UN EPISODIO DE AMOR Y MUERTE

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José Antonio Nisa
 
Por delante de ella ya habían pasado demasiados finales, demasiados rostros petrificados que con un gesto reconocible pasaron a la eternidad. Y ahora, uno más. En el estado de pesadumbre en que se encontraba nada conseguía retirarle de la cabeza los pensamientos fatales que le acosaban: ¿Qué es morir sino vivir con los muertos?  Flujos espectrales imborrables que nos impregnan la vida de sinsentido, despedidas para siempre que se llevan consigo un trozo de nuestra alma, muertos vivos y vivos muertos.
En estos pensamientos se distraía mientras contemplaba al anciano en su lecho. El hombre emulaba una sonrisa, pura ironía, ante la que todo su dolor contestatario parecía ceder. Sus lágrimas se arrastraban lentamente por su mejilla, vetustas lágrimas derramadas en los últimos instantes, al abrirse la puerta del recuerdo de su vida.  Alrededor de él los rostros exhalaban muestras de vida verdadera: la alegría en los movimientos del pequeño, la palidez en el rostro del adolescente, la oculta pasión en los adultos, la soledad de ella. Tras ellos, a través de la ventana, la atmósfera gris del amanecer en el lago yacía a su espera, como una mañana más. Aquella estampa parecía despertar un violento deseo de vivir en el alma del anciano. Sin embargo, las últimas lágrimas ya habían recorrido su cara.
Aquel sería el día al que se remitirían sus primeros síntomas de locura. En aquel momento nadie le observó nada en particular, pues las últimas palabras del abuelo ciertamente fueron indescifrables para todos. Según se supo más tarde, a ella, sin embargo, le penetraron nítidamente como un susurro áspero y certero: “no mires a la muerte que me lleva, sino a la vida que dejo”. Aquella vez también ella sabía que él tenía razón, y aun así, continuó mirándolo, como siempre hacía cuando él hablaba, siguiendo con la mirada su camino hasta el final. Fue aquel el instante en que un pedazo de muerte penetró en ella.
Cuando el 9 de febrero alguien la encontró por fin, presa de la más desafinada locura, paseando entre los jardines del camposanto, la joven portaba un cuaderno de escolar. Oscuras vicisitudes mentales habían rellenado aquellos cinco días en el cuaderno, entre los que destaca un fragmento revelador de su estado:
“Contigo hasta el fin, León, por donde tu estela ilumine tu figura. Seguiré viviendo para ti, te conservaré, como hago con todos los que el céfiro de las tinieblas prende en sus alas oscuras. A la espera de mi verdugo. Yo, Medusa, la coleccionista de muertos.”
Aun llegando a comprender la realidad del fenómeno de la muerte concomitante en ancianos que han vivido tanto tiempo juntos, hemos de reconocer que esa última frase dejó un lastre terrorífico y triste en nuestro recuerdo, y más aún con la palpable sospecha de tratarse, no de un caso de locura, sino de una cordura indigesta.

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