El doctor llegó y, al serle preguntado por la naturaleza de aquel hombre, respondió: “Hay hombres vaca, hombres caballo, hombres burro, hombres perro, hombres serpiente, hombres toro, hombres lobo, y hombres escorpiones. Y todos ellos son tan naturales como la mermelada. ¿Me comprenden ustedes, señores?”. Lo dijo ante una concurrencia expectante, con jocosidad, y con toda la afabilidad y gracia innatas que le había dado la naturaleza, su naturaleza de hombre sabio. La cámara a duras penas pareció comprender aquella frase ingeniosa del doctor.
A un lado, el hombre elefante lo miraba a través del agujero en su capucha, en silencio, indignado por aquellas palabras, y entristecido. Las enormes deformidades en su cabeza parecían borbotear al ritmo con que crecía su furia oculta. Entonces, repentinamente, se sacó el lienzo que lo tapaba y miró con sus torcidos ojos rojos al doctor. Este recibió una dura impresión, tras lo cual quedó aturdido y sin palabras. Todos los concurrentes esbozaron gestos de horror y asco. El hombre elefante habló por fin: “¿Me olvidaste adrede?” El silencio se hizo en la sala. Aquel hombre deforme sabía que el miedo y el estupor que causaba en los hombres jamás le permitirían demostrar que él también era un producto de aquella misma naturaleza, y sin embargo, continuó hurgando en aquellas mentes esquivas: “Decidme, ¿quién me ha engendrado a mí? ¿No ha sido la misma naturaleza que os engendró a cada uno de ustedes? ¿O acaso soy yo el fruto de vuestro pecado…?” Una voz surgió de repente del fondo de la sala: “¡Tapad la boca a ese monstruo! ¡No tiene derecho a mostrarse!” Un murmullo arropó aquella consigna. Entonces los dos enfermeros se abalanzaron sobre el hombre elefante. Y todo volvió a quedar como al principio.
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