"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 24 de abril de 2012

UNICAMENTE ELLOS


José Antonio Nisa
                Oyó un estertor que venía de fuera: alguien se ahogaba en su propio aire, seco e infectado. Cada inspiración bramaba con un rasgado metálico desde el pecho extenuado. Salió con urgencia al pasillo y encontró tras la columna a un individuo que ocultaba su cabeza bajo una capucha negra. “¡Braulio!”, dijo al reconocerlo. Pero el otro lo miró con ojos horrorizados, lo que le transmitió una angustia penetrante. “¡Vuelve dentro!”, le contestó aquel hombre, y continuó por el pasillo en busca de las escaleras interiores. Como si hubiera vislumbrado en los movimientos de aquel compañero un juego mortal, entró y cerró de nuevo la puerta. Ya en el interior, respiró profundamente y poco a poco fue volviendo a sus reflexiones anteriores sobre el amor y el tormento.
De pronto, cuando el silencio se hizo demasiado espeso, se levantó arrastrando la silla con la única intención de rajarlo. Caminó y se acercó a la enorme y sucia cristalera de la ventana. Tras ella, la persiana dejaba una rendija suficiente para que nadie pensara en la noche. Por aquel hueco de luz miró abajo: una turbamulta se concentraba en torno al cadalso. En medio, la guillotina sostenía la hoja resplandeciente bajo el cielo gris, la gente vociferaba, reclamaba una venganza urgente. Por una rampa que subía desde la parte de atrás, dos hombres surgieron flanqueando al reo, con su cabeza ciega por una capucha y las manos atadas a la espalda. Uno de los hombres le quitó la capucha.
No escuchaba nada a través del cristal, sólo veía a la gente levantar los brazos enérgicamente, y un murmullo exclamativo. De pronto un joven saltó desde la muchedumbre y, dirigiéndose hacia el reo, se abrazó a él gritando “¡maestro!” Nadie se lo impidió, pues la masa desconocía la existencia de aquel tipo de jóvenes apasionadamente abnegados. Entonces el chico, en un pronto, introdujo la cabeza en el cepo de la máquina y, alargando el brazo, cortó la cuerda. La cabeza rodó envuelta en un rojo turbulento y cayó sobre los congregados. El espanto exacerbó más aún a la masa. Al punto, salieron otros dos muchachos con la intención de imitar al malogrado joven. Se lanzaron contra los hombres que sostenían al reo y forcejearon con ellos. Finalmente fueron arrastrados por dos guardianes, mientras lanzaban gritos de rabia y blasfemaban contra la Providencia. Uno de ellos fue conducido a prisión.
De repente, el reo gritó al cielo un ¡No! ¡No! repetido con desesperación. En su última agitación vital movía los brazos atados queriendo soltarse. En uno de estos movimientos se precipitó hacia el mar de cabezas que le rodeaba. Entonces se hundió y no volvió a emerger. Apareció de nuevo sobre la tarima  una mujer con los ojos vendados. En aquel momento, él se retiró de la ventana y volvió la mirada sobre los cuerpos encorvados sobre los pupitres. Las cabezas, obnubiladas por el olor a tinta que exhalaban los folios, no se levantaban un palmo, cándidas. Mirando a sus alumnos, la imagen de aquel joven que se inmoló por su maestro le confundía. Pensó entonces que aquello era el fin de todo, la prueba irrefutable y largamente esperada de que ya nadie cree en la educación. Su estática mirada comenzó a temblar, los ojos se le humedecían lentamente, casi sin darse cuenta. Entonces comprendió: “Únicamente ellos”.

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