"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 9 de agosto de 2012

AMOR DE VERANO


     Caía la tarde. Las olas ya habían perdido la fuerza del día y se sucedían lentamente unas tras otras como suaves capas de plata líquida sobre el espejo de la arena. El sonido del mar era sereno. Era aquel el momento en que él salía a su encuentro. Paseaba por el borde del mar con pose seductor. Sus pies se hundían en la arena dejando tras él un camino solitario de hormigas decididas y constantes. Ella lo esperaba al final de la bahía, sentada en la arena, penetrando la mirada en el horizonte que se diluía entre el cielo y la tierra, con su pelo largo y deshilachado por la brisa inoportuna que levantaba la luna a su llegada. Las rocas se alzaban a su espalda. Entonces se tomaban de la mano y trepaban con cautela por las rocas hasta llegar a un arenero que se había formado entre las enormes y porosas piedras. Allí, entre el rugido y los zarpazos de un dragón que escupía violentamente agua sobre los recovecos del acantilado, hacían el amor. Retozaban en la arena, se besaban, se mermeladeaban, forcejeaban entregados al delirio del placer, se retorcían entre una sábana de espuma y finalmente siempre se decían “te quiero”, como una promesa eterna hecha tras el sello de la carne. Aquel día, al volver, él no se percató de que sus huellas habían sido devoradas por el mar con su líquido absorbente, como siguiendo una orden oceánida, como el presagio de algún final.
Y siguiendo aquel vaticinio surrealista, al día siguiente, su recorrido fue infructuoso. En el lugar previsto no encontró a nadie. Y entonces un dolor brotó en su pecho. Los días se sucedieron sin que el crepúsculo dotara a su mundo de la magia del pasado y su dolor comenzó a solidificarse como las rocas del final de la bahía, y un rugido furibundo comenzó a batirse entre sus entrañas.
Cierto día, encontró en el lugar una sombrilla burlona, abandonada, cuya sombra infinita apuntaba a oriente, lugar desde donde un mes antes había llegado ella con su vestido blanco y su pañuelo en el pelo. Entonces una fuerza de bravura incontestable surgió en sus brazos para alzarse sobre las rocas y acceder valiente hasta el lugar en que tantas y tantas veces habían desnudado sus deseos. Allí aguardaba hambriento el dragón marino que aquel día escupía agua con una violencia extrema revolviendo la arena entre las rocas. Entonces él se entregó al recuerdo y se introdujo en aquel hueco amoroso, y alzó la mirada para soñar de nuevo con una aparición espectral de su querida. Pero entre su sueño brotó una gigantesca lengua de agua blanca y retorcida para sacudirle y golpearle contra la pared del fondo de aquel hueco rocoso. Segundos más tarde, una voz hercúlea surgía de un lugar indefinido tras las rocas pronunciando en sonoro reclamo su nombre una y otra vez. El agua ya le cubría dos metros por encima de la cabeza cuando se percató de unas ninfas que disimulaban su risa manteniéndose a una distancia que él poco a poco intentó reducir acercándose a ellas. Arrastrado por los seres del mar llegó al fondo del océano oscuro, donde fue confinado durante toda la eternidad, y donde inició la búsqueda del amor que le había sido usurpado por el infinito dominio de los océanos. En el preludio de su eternidad, conoció, además de la oscuridad, los infinitos amores que allí yacían, robados a los hombres, robados a los veranos; conoció el designio de las huellas robadas a la arena, el fervoroso rito robado a las hogueras marinas, el sonido de las sirenas invisibles; conoció, en suma, el mar. Y pasaron veranos y veranos y no cesó de vagar en busca del amor del que el mar se había impregnado en tantos y tantos de aquellos atardeceres. Hasta que un día cualquiera de su eternidad, siguiendo la costumbre que había adquirido de acercarse a los acantilados de su ciudad al anochecer, reconoció una figura que se contoneaba entre los movimientos perseverantes y rítmicos de otro cuerpo desconocido y real. Su pelo se desplegaba entre la espuma de agua que borboteaba entre los poros del acantilado, sus gritos eran apagados por los rugidos del ser monstruoso que le había arrebatado la vida. Desde aquel día nunca más volvió por allí y quedó postrado en una eterna melancolía en lo más oscuro de las profundidades, convencido por fin de la mayor mentira del amor: su eternidad.

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