José Antonio Nisa
Desde la ventana veía llegar a los invitados, escondido tras
los visillos con el recatado temor a ser visto fisgoneando el preludio de la
fiesta, el nerviosismo irreparable de los hombres y las mujeres en el trayecto
desde la verja hasta la puerta que Alba María abría con su sonrisa difuminada
en un rayo de luz que le deshacía su rostro taciturno. Dieciocho años después,
había decidido acabar con todo. La premeditación, la exactitud de sus pasos, y
la esperanza de una nueva ilusión en una nueva vida lo habían dotado de una firme
frialdad en sus movimientos. Lo tenía todo controlado, como lo había tenido
durante los últimos dieciocho años de su vida, en que había quedado desarmado
en una soledad inviolable, tras un conato de amor que duraría lo necesario para
asentar su carácter acomodaticio al paso de los días.
Había contado más de cincuenta y ya un leve murmullo
traspasaba la puerta de la habitación, anunciándole que ya era el momento de
hacer su aparición. Entonces se apartó de la ventana y se dirigió hacia la
cama, se sentó al borde y se apretó los cordones de los botines. Se puso de pie
y con la tranquilidad ceremoniosa que le había enseñado su abuelo, se dijo:
“Despacio, despacio”, para confirmarse en la seguridad de hacer lo que había
previsto desde hacía quince días, sin errores ni imprevistos. Se colocó la
chaqueta, se miró al espejo por última vez y cerró la puerta de la habitación por
fuera.
Alba María se encontraba sumergida en un mar protocolario, atendiendo
a unos y a otros, saludando y departiendo brevemente con sus hombres y mujeres predilectos,
a quienes había elegido en aquel gran día para ella. Su presentación al mundo
del arte exigía una recepción notable y un elenco de notoriedad que pudieran
proyectar al mundo su obra. De repente, un grito sonó desde el fondo de la
sala: “¡Aah! ¿Dónde está mi corazón? ¿Dónde está?, ¡Maldita sea! Ah, sí, lo
veo, lo veo allí, robado, mancillado, ultrajado como un sapo de cloaca al que
han intentado enterrar vivo. Sí, lo veo, allí, escondido entre la multitud.” Desde el pie de las escaleras, señalaba a Alba
María, sobrecogida ante tal inesperado espectáculo. La gente miraba al payaso
con media sonrisa en la boca, imaginando que aquello había sido preparado para
la ocasión. De modo que, con el fiel respeto que la escena requería, el
silencio se extendió por la sala. Entonces el payaso, con su chaqueta roja, su chaleco de cuadros
multicolor y su corbata erguida, dio dos
pasos adentrándose en la multitud, que en movimiento inconsciente había
retrocedido dejando un escenario en derredor del payaso. En el momento en que
su tono de voz se tornó tranquilo y suave, Alba María supo que era él, y
entonces, un rubor incoloro subió desde sus entrañas. Aquel hombre silencioso,
opaco y de sentimientos resbaladizos, ahora aparecía ante ella en el día más
importante de su vida para deslustrar su horizonte de éxito. Pero el payaso ya
había reiniciado su plan:
- “Bienvenidos al día de Alba María, señores y señoras.
Bienvenidos al día en que por fin Alba María limpiará la conciencia de su crimen:
el crimen de su amor. Pobre mujer, oh, pobre. Cuánto color se depura en sus
cuadros, cuán ricamente se entrelazan los pinceles sobre los paisajes de
invierno, qué bellas flores de primavera retoñan en sus amaneceres. Pero ningún
esfuerzo ha sido en vano, ningún esfuerzo ha caído en saco roto, y ahora está
todo aquí, en esta sala, flotando sobre sus cabezas, la aureola de placer
infinito que Alba María ha de recoger en breve. Y mientras tanto, su vanidad se
inunda de felicidad porque, por fin, señores, Alba María, una mujer que nunca
ha sido consciente de la soledad de su alma, una mujer que jamás se ha mirado a
través de sus propios ojos, ha expiado su crimen. Hoy es un gran día, señores.
Celebrémoslo. ¡Muerte al desencanto, muerte al nihilista, muerte al vacío!
¡Aquí, ahora, entre esta bella multitud, Alba María presenta su mayor obra: el
crimen de su propio yo! ¡Oh, Señores, ayúdenla, pobre de ella! ¡Pobre, pobre!”
Estas últimas palabras las dijo mientras se abría paso hacia
la puerta de salida. Alba María quedó perpleja, le invadía el pensamiento de
estar ante un alma deconstruida a base de golpes y desaires, o más bien ante
una parte de ella, la parte diabólica, la parte que nunca conoció, la parte resarcida
del olvido. No tuvo tiempo de pensar nada más sobre lo que lo que había sido toda
una vida ignorando a su hombre, a ese hombre que la conoció entregada a la
oscura licencia de la noche, pues ahora, de pronto, una vez terminado el
espectáculo, un sonoro aplauso de los invitados rompió bruscamente su cavilar
deambulante. El público, convencido de no haber entendido nada y de que aquella
puesta en escena era de lo más original, sintió que, en el fondo, aquella recreación
dramática daba al acto una profundidad inusitada, idea que al día siguiente
recogieron los periódicos especializados. Al fondo del salón, un joven con
gafas oscuras y pelo encrespado gritó “¡Bravo!”, levantando la copa. Entonces Alba María
volvió a sonreír, ahora más convencida que nunca de que todo su futuro está escrito en los astros.
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