"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 31 de agosto de 2012

RITMO

La sala verde. Atrapado por una parálisis vernácula, oigo golpes, uno tras otro. El corazón se acelera, el espíritu se excita y mi imaginación se escapa hacia el pasado: los amantes copulan a ritmo, frenéticamente, a golpes, a bestiales impulsos de la sangre. Todo es ritmo, pienso, como la vida misma: subir, bajar, y volver a brotar una y otra vez, hasta la muerte, hasta la línea plana, como el corazón.
Afuera oigo gritos, ajenos, otro ritmo: la cadencia de los látigos en mis oídos, la repetición monótona del mismo grito, señalándome las entrañas. Es otra, me digo, pero vuelvo a escuchar mi propio corazón que se inunda del sufrimiento rítmico que entra por sus oídos sordos. Ahí está, vivo, lleno de ritmo, de orden, de regularidad, de reiteración, perseverante. Me concentro en la sala, en el ritmo, como me dijo el doctor, en el sonido del fiel metrónomo, y de pronto me invade los oídos un pitido en La menor que me lleva al infierno. Doy dos pasos urgentes hacia ella y ahora ya no escucho el ritmo cobarde del seno materno, y una respiración ardua, sediciosa, y silenciosa, la suya, me inunda de sudor. Aguanto, a ritmo de sufrimiento, y entonces allí aparece él, frente a mí, y tras él una divinidad que se clava en sus carnes a fuerza de golpes para decirle: “Ábrete, corazón”. Y un llanto estridente se mezcla en la sala con un llanto arrastrado en silencio durante nueve meses, y un gemido entrecortado comienza a golpear de uno y otro lado en mis oídos. Ritmo, ritmo.

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