"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 19 de agosto de 2012

LA BIBLIOTECA


José Antonio Nisa
Llegó, puso el libro en la mesa y se sentó frente a la vitrina resplandeciente, entre cuyos vidrios refulgían los clásicos de vetustos lomos con ardientes proclamas a la fantasía, al amor y a la muerte. Más allá vio de nuevo su cabeza inclinada, sus hermosos ojos esquivos, su nariz de muñeca de porcelana, su pelo castaño liso y recortado contra las suaves líneas de su cara delgada y sutil. Hipnotizado con sus movimientos, con la belleza y el misterio indómito que revelaban sus giros y su frágil mirada extraviada sobre puntos indefinidos de la mesa, con el aire juguetón de sus dedos inocentes sobre las páginas demoradas de su lectura, quedó tan impregnado del placer de su visión que se olvidó de volver la mirada, de tan solo un ligero disimulo que le hiciera aparecer ante la realidad como un ser normalmente recatado, como un hombre que controla sus actos y sus impulsos. Sin embargo, no fue así, y entonces, casi por la instigación tenaz de su mirada, llegó el momento en que ella levantó la cabeza y sus miradas confluyeron. Ella sostuvo su mirada por unos segundos. Él percibió cómo sus enormes ojos castaños se clavaban en él y su corazón comenzó a palpitar, empujado por un deseo indefinido de devorar aquella belleza, de petrificar aquel momento en que su alma se salía de su boca.  Al cabo ella apartó la mirada y volvió sobre su libro. Pocos minutos después se levantó, recogió sus cosas y salió. En aquel momento, él sintió que todo a su alrededor se volvía oscuro, que la luz se esfumaba y las palabras de su libro se sumergían en una negritud que hacía imposible discernirlas. El bibliotecario se le acercó entonces para anunciarle que había apagado las luces porque era la hora de cierre.
Al día siguiente él llegó a la misma hora, puso el libro sobre la mesa y se sentó. Entonces al levantar la mirada encontró, para su sorpresa, sus ojos posados sobre él y sus movimientos. Su cara se apareció de pronto más preciosa que todo lo que había imaginado, sus finas cejas arqueadas, sus ojos color café, sus labios acorazonados y carnosos. Él quedó de piedra, sin saber qué hacer ni qué decir ante el ataque violento de aquella belleza. Sostuvieron la mirada durante varios minutos, casi sin pestañear. Él ya había comenzado a ponerse nervioso cuando ella, de repente, esbozó una sonrisa. Entonces él, herido por una ardiente comezón, se levantó, bordeó la mesa, recorrió el pasillo de la vitrina de clásicos y finalmente se presentó frente a ella. En ese momento ella se encontraba sumida en la lectura, de modo que casi no se percató de su presencia. Entonces levantó la mirada e inquiriendo una explicación, esperó a que él hablara. Se encontraban tan cerca uno de otro que tan solo con extender el brazo podría tocar su rostro y acariciar su dulce piel, tentar los flecos de su pelo, rozar sus labios y olerse como animales en resuello amoroso. Hacía falta tan poco movimiento para caer uno en los brazos del otro que, como si algún dios hubiera puesto una condición hercúlea para su realización, ninguna palabra vino a su mente para romper el hechizo que allí lo mantenía como una estatua. Minutos más tarde, el bibliotecario pasó por delante de él y, viendo el estado de conmoción en que se encontraba aquel joven frente aquella mesa solitaria, entendió que se encontraba ante otra víctima de aquella locura que asolaba a los hombres de aquel lugar desde tiempos lejanos. Se paró ante él y, tomándolo del brazo para tranquilizarlo, le dijo: “Siéntate y te relajas, muchacho. Eso es la Literatura. Mal nos pese. ¿Qué te habías creído?”

1 comentario:

  1. Las bibliotecas son mi sitio favorito en el mundo. Quizás por ello entienda a tu protagonista. Acaso alguien puede evitar volverse loco ante esta diosa pagana, la Literatura? Un abrazo, José

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