El sol ya había ocultado su
redondez por el horizonte y el centro comercial ya había encendido sus luces de
neón cuando ellos atravesaron la puerta y recorrieron el pasillo hasta el acceso
a la tienda. A medida que se acercaban, el murmullo de la cafetería subía poco
a poco de tono hasta que, al llegar a su altura, ella giró la cabeza y lo vio. Luego
supo que no fue el ruido lo que atrajo su vista hacia aquel lugar sino que
había sido el diablo quien, con su capa negra y aciaga, la había obligado a mirar
a aquel rostro conocido, quieto y sonriente, entretejido en la multitud del
mostrador, casi escondido del mundo, pero eternamente insoslayable para ella.
Quedó conturbada al verlo. Nunca
habría esperado encontrarlo en aquel lugar. De forma que su primera reacción
fue volver la mirada, gesto impulsado por un instinto de supervivencia; sus
ojos se volvieron rígidos, encajados en un rictus nervioso que Lucas no
percibió cuando ella, inesperadamente, se excusó para ir al baño.
Lucas la esperó con cara
complaciente en la línea de entrada. Le gustaba ir a su lado cuando ella
recorría todas las estanterías de ropas mirando vestidos y prendas que él
juzgaba siempre en voz alta, como si sintiera continuamente la voz de ella
pidiéndole ayuda. Pero ella nunca miró a Lucas con los ojos de su corazón, y
soñaba sin saberlo, sin ser consciente de sus propios sueños, con aquel hombre
errado en su vida, que le había sido negado por su destino, que había llegado a
destiempo, cuando ya el proyecto de su vida había sido trazado, para
perturbarla y sacarla de su camino, cuando ya había pagado a la sociedad el
canon de la felicidad que alguien había vaticinado. Y a veces se miraba al
espejo con su vestido y de repente imaginaba a aquel hombre que secretamente
llenó sus entrañas y abrió en canal su corazón para que ella derramara toda la
sangre y pasión que no habría de derramar en toda su vida, y él miraba aquellos
vestidos y le sonreía mirándola desnuda a través de los vestidos, como si no
los llevara puestos o fueran solo una excusa para tomarla por la cintura y
besarla apretándola con una fuerza tierna que la deshacía, y para ella los
vestidos no tenían más olor que el olor que ella guardaba de su sudor, un sudor
guardado en su memoria como si fuera su propio sudor. Y era en aquellos
momentos cuando Lucas se acercaba a ella y le decía “este me gusta más que el
rojo” o “me gusta más fruncido”, y ella se sentía de repente una princesa rota,
a la que su padre el rey jamás había permitido abandonar los sueños de intramuros,
estériles y agotados por los años y las lágrimas.
Entonces, atizada por el
fuego ardiente del recuerdo, tuvo la perspicacia de urdir una escapada,
tontamente, fingiendo necesitar tomar un tentempié, mientras Lucas, un tanto
perplejo, era encomendado a realizar el resto de la compra.
Se encaminó con diligencia
hacia la cafetería, esperando encontrarlo en aquella pose diabólica apoyado en
la barra, pero él ya no se encontraba allí. Entonces una vibrante ansiedad
comenzó a apoderarse de ella, y sabiendo que nunca lo encontraría entre
aquellos pasillos paseando en busca de ninguna cosa que necesitara, porque
sabía que él nunca había necesitado nada, porque su alimento era un alimento
salvaje que solo obtenía entre las pasiones que se mueven entre los hombres,
atravesó la puerta automática que daba al exterior.
Allí estaba él, apoyado
contra una columna, fumando y mirándola caminar hacia él, contemplando toda su
figura con la misma mirada extática con que atravesaba sus ojos. Ella se acercó
y, antes de decir ninguna palabra, miró atrás, tras lo cual se lanzó hacia su
cuerpo para abrazarlo. Sabía que tenía pocos minutos para estar con él, y aun
así las palabras no salieron de su boca. Fue él quien primeramente dijo:
“Cuánto he deseado verte en estos años”, pero ella solo tomó de nuevo su mano y
la apretó. Luego él preguntó por el niño. “Es algo más que un hijo. Es nuestro
amor”, dijo ella. Sin embargo, aquella frase no tuvo el eco con que había sido
cargada, quizá para la posteridad, pues su nombre sonó por detrás de ella. Era
Lucas, que se acercaba visiblemente contrariado al no encontrarla en la
cafetería. Entonces ella se apartó de él tímidamente, y simuló una despedida de
amigos, una despedida liviana, desprendida, solaz; pero su cara no la acompañó
y Lucas inmediatamente supo que algo extraño ocurría. Miró entonces hacia él y,
al cruzar fugazmente las miradas, aquellos ojos conocidos, retratados en su
propio hijo con la similitud insuperable de la naturaleza, le iluminaron con un
destello cegador y le hicieron comprender que era él, aquel hombre que nunca
conoció y que quisieron ocultarle hasta la muerte. Entonces Lucas hizo un
movimiento hacia él y comenzó a cabalgar en un conato de ira:
- Es él, lo sé, es él. No
tengo duda.
Pero ella se interpuso y lo
sujetó por los brazos.
- Tengo que ajustar cuentas
con él, desde hace tiempo –continuó, vibrando entre impulsos obscenos de su
cuerpo, amenazantes, tendiendo a él.
Mientras tanto el otro se
perpetuaba en su silencio, con su cara hierática, su cabeza altiva, complacido
en su quietud, contemplando con mirada pétrea a aquel individuo que se agitaba
en su inconsistencia.
Lucas se removía e intentaba
zafarse de ella para encararse con él, sabiendo que aquello sería desafiar al
amor y a las fuerzas de la naturaleza, sabiendo en su más recóndito
conocimiento que aquella escena estaba condenada a ser diluida en la felicidad
que él había trazado para su vida y la de ella, y que el drama no había sido
hecho para entrar en su vida por ninguna puerta, y mucho menos por la puerta de
la violencia. Y sin embargo, algo le empujaba a moverse y a dirigirse hacia él
quizá para solo mirarlo a la cara y quedar batido al instante, o tan solo para
retractarse de todo lo que había blasfemado, o tan solo para mirar aquella cara
y decirse a sí mismo: “Este es el rostro que mi imaginación nunca pudo
construir”.
Hasta que al fin ella se
cansó de aquella contención impotente y gritó:
- ¡Lucas! Eres un imbécil. Me
iré y te dejaré con él, a solas, si es eso lo que quieres.
Lucas cedió por un momento y
lo miró. Miró su frente fruncida en actitud reposada, como consecuencia de los
latigazos del sol y del tiempo; miró a aquellos ojos zarcos que penetraban en
el aire sólido y lo ondulaban, quizá esperando y deseando por fin una
confrontación que le hiciera entrar por alguna hendidura, aun dolorosa, a la
vida que le fue prohibida; miró y se dio cuenta de que nada de lo que él
pudiera hacer merecía la pena y que su vida estable en un mar ostensiblemente
sereno no podía ser quebrada por ninguna pasión furibunda. Y al fin Lucas dijo:
- Bueno, quizá tengas razón.
Puede ser que me haya equivocado y no sea él.
Entonces todo volvió a la
normalidad. Lucas y ella se volvieron hacia la entrada y él quedó allí, de nuevo apoyado en la columna,
aspirando el humo del cigarro negro y exhalándolo hacia un cielo que se sumía
en la oscuridad del ocaso.
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