Nunca
imaginó que fuera real, que aquel jugador que tanto reconocimiento, laureles y
gallardía ostentaba pudiera ser auténtico. Entonces empezó a hurgarle en las
mangas y allí donde vio una etiqueta, marca de clase, su obsesión le hizo ver
un atisbo de cartas marcadas. Entonces montó en cólera, y denunció ante todos
al tramposo. Claro que el grito furibundo de rebelión no tuvo más eco que el de
su propia suspicacia. Y los presentes se organizaron rápidamente, preguntando
¿quién denuncia? ¿cómo se atreve? ¡qué desfachatez!
Y,
como siempre, todo saltó por los aires: el respeto se fue al garete, esto es,
las normas para el juego limpio y civilizado quedaron pisoteadas de la noche a
la mañana. Cuando el respeto se pierde el juego se convierte en guerra, casi
con la rapidez con que fluye la mecha, y entonces la situación estalla
rápidamente y todo queda envuelto en una humareda de la que solo sale viva la
antorcha incendiaria que siempre abandona la primera el lugar de las llamas.
Pero
el despecho causa furor en los hombres, y la ilusión de ser algo más que un
simple mortal abocado al olvido del tiempo nos vuelve voraces, de manera que el
caos siempre sirve para argumentar contra el sistema, contra las reglas, y
decir: ¿Ven como esto no funciona? Caldo de cultivo de esos personajillos que
tanto daño han causado a la humanidad en su reciente historia, que se erigen
redentores de todos los mortales que han tenido que sufrir el desorden y el
sufrimiento que mana de él, y se cargan de razones y se postulan como los
verdaderos, los auténticos valedores de la verdad y del orden, para denigrar al
sistema y proponer un nuevo orden, en el que, eso sí, su verdad sea la única
verdad. Otra tautología, vaya.
Cierto
es que, después de eso, viene lo más terrible: el momento en que una violencia
aterradora se instala en los pilares de ese nuevo orden, y suena la frase que
tantas veces ha sido oída: “y quien se atreva a contradecir esta verdad, ese…”
Y la antorcha se yergue de nuevo sobre la oscuridad del cielo apuntando a
nuestras vagas propiedades, efímeras como nosotros, jugadores, perdedores,
necesariamente. Y entonces vuelve el miedo, el encierro y el exilio, y cerrar
la boca hasta que el destino nos perdone por haber jugado demasiado con rivales
que no sabían de qué iba el juego.
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