Una
vez convencido de ser demasiado grande para ella, llegó el día en que la dejó
plantada. Entonces ella lloró, y de la lluvia de sus propias lágrimas ella
comenzó a crecer y a crecer, como lo hacen algunos corazones, hasta que llegó
la primavera. Fue entonces cuando, defraudado de la relatividad de su grandeza,
él volvió al lugar y la vio, erguida sobre la tierra, rozando el cielo, con sus
pétalos carnosos y seductores. Aquella flor había crecido hasta hacer pequeña
la mismísima primavera. Y él, que apenas la reconocía, recordó, como por efecto
de la necesidad, su primer gran amor, su primera ilusión, sus primeros
escarceos; y miraba hacia arriba y aún veía en ella algo suyo, algo perdido,
algo de su propia vida. Fue entonces cuando se arrodilló y le pidió perdón, y
ante la gran belleza desbocada bajo el cielo que lo miraba desde arriba, él
lloró y lloró, durante días, durante semanas, durante meses. Entonces ella
observó, para su asombro, que aun con la humedad de sus lágrimas, aun con el abono
de su miseria, aun con el agua que los mismísimos ángeles por piedad enviaban,
aquel corazón era incapaz de crecer.
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