"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 18 de julio de 2014

EL BILLETE

Después de un día soleado, aquella tarde invernal había caído rápidamente, y la oscuridad se había cernido sobre las calles antes de que la iluminación pública despertara de su retardo. La reunión en el mesón ya había llegado a su cénit, y había decaído con premura, como siempre ocurría. A lo largo de la tarde él había bebido demasiado, hasta el punto en que todo se le hizo insoportable. Fue entonces cuando alcanzó el billete de encima de la mesa, se levantó con brusquedad de la reunión y, con paso decidido, salió del mesón en dirección a la furgoneta. Las miradas cayeron sobre él, sin embargo nadie se atrevió a interrumpir la silente y brusca determinación con ninguna palabra de interrogación o de despedida, pues todos supieron de inmediato lo que significaba aquel gesto sobrio con que los abandonaba.
Subió al vehículo, arrancó y, dejando caer la furgoneta lentamente, bajó la calle con el billete encima del asiento del acompañante, brillando a la luz refulgente de los faroles que penetraban a través del cristal. El Bigotes había logrado que aceptara el reto. Sin embargo, ahora centraba la vista sobre las líneas discontinuas de la carretera y se preguntaba por qué lo había hecho, comprendiendo que acababa de ser víctima en un juego peligroso.
Llegó a casa e, inmediatamente, se dirigió hacia la tienda a través de una puerta interior. De la estantería que se encontraba detrás del mostrador retiró dos cajas de tomates, deslizó un tablero vertical y se introdujo en un pasillo estrecho descubierto en la pared. Invadido por una suerte de prisa nerviosa, abrió la caja fuerte, de donde sacó  casi al tacto tres gavillas de billetes. Luego, con inusitada precisión, deshizo todos los movimientos desde que entró en la tienda, hasta finalmente girar el interruptor de la tienda y cerrar la puerta.
En el piso de arriba, sobre la mesa del salón los mazos de billetes habían sido ordenados formando una línea soldadesca. En el extremo izquierdo los billetes de cinco, y a partir de ahí, siguiendo una trayectoria iridiscente los colores se iban sucediendo de menor a mayor valor, hasta acabar en un menudo montón de billetes violáceos. Cuando ya lo tenía todo dispuesto, sacó de su bolsillo el billete de quinientos. Antes de depositarlo sobre el montón correspondiente ojeó el color e intentó vislumbrar someramente alguna distinción entre el billete falso y los auténticos. Los raspó con la uña, los ondeó al aire y los colocó a contraluz, pero ninguna de aquellas técnicas le devolvió ninguna conclusión. Entonces comenzó a mezclar los billetes, como en un solitario, hasta que finalmente formó tres montones de dos mil quinientos, los introdujo en tres sobres, los dejó sobre la mesa y se dirigió a la cocina sin mirar atrás.  Cayó en un banquete casi a plomo, exhausto. Y entonces hizo cuenta de que no había comido desde el almuerzo. Eran las once de la noche y tenía que tomar alguna refacción antes de ir a dormir. 
Mientras cortaba pedazos de algunos fiambres y pellizcaba trozos de pan, su mente no podía de dejar de pensar en el billete. Había aceptado aquel billete falso y podía ganar quinientos si conseguía hacerlo valer, pero a cambio de... “A cambio de ¿qué?” se formuló prontamente en voz alta, como para espantar las mordazas de su conciencia, para evadirse de una realidad inminente y palpable que le estaba atormentando desde el momento en que tres horas antes había oído el eco de sus propias palabras, revocado desde las miradas sonrientes de los cinco hombres que le rodeaban, hasta retumbar de nuevo en sus oídos y hacerse reconocibles y significativas: “Yo mañana meto ese billete en el mercado”, había dicho. Y después vino el envite del Bigotes, y su pulso tenaz, y luego entonaron el canto de aquel órdago con otras copas, hasta que las caras de su alrededor comenzaron a tornarse elásticas, como si las risas su hubieran estirado plásticamente y no pudieran contenerse en aquellos rostros cargados de burla.  Fue entonces cuando le pareció que todo aquello había rebasado un límite, se levantó y se largó con el billete.
El lunes madrugó antes de lo habitual. A las cinco de la madrugada apenas cuatro vehículos de carga conformaban la cola ante la barrera del mercado. Un coche de la policía con los cristales oscuros se hallaba aparcado al margen izquierdo, junto a la garita del vigilante que revisaba los pases.  Imbuidos de la rutina dos agentes hablaban entre ellos apoyados en la parte delantera del coche. El movimiento de furgonetas entre los almacenes y alrededor del edificio principal comenzaba a trasegar el frío ambiente nocturno.  En la puerta número cuatro de la plaza central, un hombre espigado con un mostacho recortado y tez morena retiraba pilas de cajas vacías de uno de los laterales de la puerta cuando su furgoneta apareció dando marcha atrás para acoplarse al muelle de carga. Poco después, el hombre del mostacho dio unas indicaciones a un muchacho que conducía un elevador que, en pocos segundos, se puso en marcha en busca de las cajas de naranjas apiladas en el almacén.  Mientras el elevador introducía las cajas en la boca de la furgoneta, los hombres arreglaban cuentas. El mayorista hacía números en una mesita ubicada en un rincón entre la mercancía: “Cinco mil cajas, pues son dos mil quinientos”, dijo. Entonces él sacó un sobre del forro interior de la chamarra y,  al tiempo que se lo entregaba, reanudaba la conversación que les había ocupado desde su llegada: “Al final, los pequeños hemos de apostar por grandes cantidades. No queda otro remedio. Espero que les pille por sorpresa y no tengan tiempo de reaccionar. Tengo margen para ajustar los precios al máximo.” El hombre del mostacho recortado mientras tanto tañía otro instrumento muy diferente al que llegaba a sus oídos y, centrado en el recuento del dinero, mascullaba unos números entre dientes mientras asentía levemente con la cabeza al ver pasar los billetes. Al llegar al final y encontrar dos de los grandes, levantó la mirada y la clavó en los ojos del comerciante: “Bueno, viene hoy todo bastante atado”, dijo. Pero el otro quiso pasar el trago lo más pronto posible sin más explicaciones: “¿Va todo bien?”  El comerciante no contestó, tan sólo apartó la mirada, metió los dos billetes grandes en una pequeña gaveta e introdujo los demás de nuevo en el sobre al tiempo que, con voz más relajada y sentenciosa comentaba: “El mercado está cada vez más reticente a estos billetes…, pero nosotros no podemos recelar entre nosotros, ¿verdad? Llevamos ya demasiado tiempo juntos en el negocio”. Y le tendió la mano, y él notó aquella mano de dedos largos y duros apretando su mano pequeña y rolliza en un gesto sonriente que no dejaba soltar toda la risa que podía dejar un trato cualquiera de cualquier mañana de cualquier invierno, sino que había sido penetrada por la última frase pronunciada hasta convertirse en una sonrisa ciega sostenida más tiempo del necesario. Luego, él también esbozó una sonrisa teatral y, sin más, subió a la furgoneta. 
Durante los tres días siguientes el ajetreo del negocio no le permitió pensar en nada más. Había vendido todas las naranjas y hallado nuevos clientes abducidos por el reclamo de su oferta inigualable. El sueño y el cansancio que lo conducían al llegar a casa cada anochecer ahogaban continuas y perseverantes alusiones de su recuerdo a aquel lunes pasado. Sin embargo, después de aquellos días de profundo trasiego, el silencio se hizo de nuevo en la blanca cocina que lo esperaba a altas horas de la noche, en la que su madre le había cocinado las tortas de bacalao que tanto le habían fascinado desde que tenía uso de razón, pero esta vez sin poder contener las ganas de liberar de su mente hermética la patraña cometida en aquellos últimos días. Y así fue como su madre entendió que su hijo aún no había abandonado el espíritu jocoso y endiablado de su infancia, pero ahora reconvertido en una astucia y una bravuconería sin límites sobre los que asentar un poco de sentido común.
- ¿Estás seguro de que iba en el sobre? –le preguntó ella con aire de incredulidad.
Pero la memoria ya le había jugado una mala pasada y ahora él no podía asegurar haber introducido el billete falso en el sobre del lunes.
- Esos hombres se han reído de ti -dijo su madre, confiando en la voz de la supervivencia-. Te puedes meter en un buen lío, así que deberías llevar esos billetes al banco y comprobar si aún tienes entre tus manos ese billete. No debes temer nada si dices la verdad. Ellos lo retirarán y toda la broma habrá acabado.  
Él seguía con la cabeza inclinada fijando la vista en el centro del plato de tortas de bacalao, devorando mecánicamente una tras otra, absorto en el pensamiento que repentinamente le había sobrevenido y que acababa de desintegrar, antes acaso de llegar a ser contemplada como una posibilidad tangible, la razonable propuesta que acababa de hacer su madre.
El día siguiente era jueves. Mientras conducía abriéndose paso en la oscuridad de la carretera, aún sentía en su estómago el hartazgo de la noche anterior, y aún el momento definitivo en que vio la luz y entendió que debía resolver su angustiosa situación cuanto antes. No había querido esperar, y así, había tomado los dos sobres y preparado las dos compras del día, de dos mil quinientos cada una, entregado al ciego determinismo en que había quedado sumergido por la razón de los acontecimientos.
Aquel día la actividad en el mercado era relajada, típica en un día entre semana en que la mayor parte del género había sido vendida y en el que la población ya había consumido la mitad de las provisiones semanales. El alba ya rayaba el horizonte, pero la oscuridad aún reinaba entre los edificios bajos del mercado central. El almacén número cuatro ya había abierto el portón trasero y la furgoneta se había instalado de espaldas al muelle de carga. El hombre del mostacho recortado se hallaba en el interior en torno a una pequeña báscula cuando se percató de que estaba allí tras él. Entonces las palabras fueron rápidas, él habló de los últimos días, de sus rápidas ventas y de su nueva experiencia. El otro escuchó atentamente, y tan solo abrió la boca para preguntar “cuánto”. A renglón seguido habló con una rotundidad que desplomó todo su optimismo de golpe: “Sólo puedo vender cuatrocientos. Hoy tengo toda la mercancía comprometida.” Y dejó escapar la mirada hacia fuera, antes de girarse de  nuevo hacia los pesos de la báscula.
De modo que, cuando menos lo había esperado, su alma había sido sacudida por un negro presagio y la certeza de la sospecha comenzó a hacer estragos en la determinación con que había entrado en el recinto. Y sin embargo, había algo, un ciego impulso frenético, que lo lanzaba al abismo, como si supiera que, resultara como resultara, ya había sido escrito en algún lugar de su destino fatal que aquella situación inevitablemente debía encontrar su punto final aquel mismo día en aquel mismo lugar.
El destino era el almacén número siete, en el extremo opuesto de la plaza central. Tuvo que esperar para que un tipo menudo y grácil pudiera atenderlo con la cordialidad y la confianza con que se saludan los hombres que han compartido buenos negocios. Pero él no pudo contener la prisa y, cambiando continuamente la conversación, acabó declarando sus nuevas intenciones: “Me quiero hacer con el mercado de algunos productos. De otra forma no podremos sobrevivir los pequeños...” El mayorista reculó tras oír la cantidad: “cuatro mil quilos son muchas cajas, amigo”, y lo miró un tanto perplejo, hasta que el otro sonrió y soltó el brazo para posarlo sobre su hombro y así sellar con el contacto físico la amistad que se les suponía y que debía espantar cualquier indecisión.
Y de nuevo, los billetes comenzaron a pasar del fajo a la mesa, uno a uno, mientras el pequeño hombre de enormes y abiertos ojos verdes contaba y sumaba. Pero esta vez ya había detectado el color púrpura al fondo del paquete, de modo que el tiempo jugó a su favor, hasta el momento en que llegó a ellos y dio el alto a su cantinela: “Bueno, Tomás, no debería tomar estos billetes. ¿Sabes? El lunes pasaron billetes falsos”. Pero el otro ya se había lanzado a la mayor de sus odiseas: la de la mentira, aun sabiendo en su fuero interno que después de aquella nunca más regresaría a su Ítaca. “Pero amigo, ¿cómo puedes dudar de lo que te traigo? ¿Crees que yo te puedo traer moneda de la que no estoy seguro? Yo tengo mis máquinas y mis técnicas para comprobar todo lo que me llega a las manos…  Deberías hacerte de una de esas y así no sembrar más incertidumbre sobre los mejores compradores que tienes.”
El vendedor lo miró una vez más a los ojos, antes de aceptar y dar la señal a un joven de rostro duro que se encontraba detrás de ellos atento a la conversación: “Cien cajas”, le dijo. Entonces él se volvió y lo vio allí de pie detrás de ellos, y comprendió que aquel individuo había sido testigo de todos los detalles de la transacción. “¿Y este?”, preguntó con ligera inquietud. “Ah, tranquilo, es un pariente. El mozo de carga lleva tres días en cama sin poder moverse… Aprende a su ritmo, ya sabes, los comienzos no son fáciles para nadie.” Acto seguido el elevador comenzó a trasladar la mercancía a la furgoneta mientras él, subido en el vagón, iba disponiendo en la carga las cajas con una celeridad nerviosa pero pausada. Luego, saltó fuera y se despidió del pequeño hombre con una sonrisa abierta y un apretón de manos.
El sábado a las dos de la tarde, los primeros días de la semana ya habían sido olvidados. Nada quedaba de aquellos angustiosos momentos vividos y ahora era tiempo de saldar las deudas. Cuando llegó al mesón no encontró a ninguno de los otros. Tuvo que esperar apostado en la barra sobre un taburete de aluminio conversando con unos y otros conocidos, mientras comía algunas tapas para saciar el hambre acumulada de la mañana. Una hora y media más tarde, los seis hombres ya habían cerrado el círculo en torno a una mesa.  Habían bajado el volumen para las confidencias, a pesar de que alrededor de ellos ninguna de las mesas estaba ocupada. Los detalles de la historia fueron cayendo poco a poco, adulterados por la alegría de la liberación y el sentimiento de triunfo; algunos preguntaban los pormenores, la mayoría simplemente escuchaba en una socarrona perplejidad. Luego, llegó el momento en que él sacó dos billetes de cincuenta euros y los colocó encima de la mesa: “Aquí tenéis, mi parte del trato.” Pidió otra botella de licor y entonces el ánimo comenzó a subir, con la alegría que daba pensar que seis días atrás ninguno de ellos había imaginado que aquel billete falso, con el que se habían amenizado tantas reuniones, con las más variadas apuestas y asertos sobre su autenticidad, de buenas a primeras pudiera ser introducido en el mercado, con el riesgo que ello conllevaba, y mucho menos, que aquel papel les reportara un beneficio. De manera que después de todo él se supo fuerte y valeroso, capaz de arriesgar y de hacer frente a nuevos desafíos, y el pulso se le aceleró con el alcohol, hasta que, cuando menos lo esperaba, sucedió algo que lo dejó fuera de lugar.
Fue una cara, una simple cara, un hombre con el que, desde el mostrador, y por una remota casualidad, había cruzado una mirada. Desde entonces, su mente no logró centrar la atención de ninguna de las múltiples conversaciones que corrían en diagonales aleatorias entre los vértices dispersos de la reunión, perdido entre la neblina que le había provocado el alcohol en su cabeza, todo lo cual comenzó a sumirle en un desasosiego que poco a poco fue creciendo en su interior. Uno de los otros de repente lo miró y notó que algo extraño ocurría en su cara. Entonces se levantó y se colocó a su lado, le tendió el brazo sobre el hombro y, adoptando una pose paternalista, se ofreció a ser el confidente de sus zozobras. Pero su mirada ya se había trastornado y sus ojos comenzaron a mostrar toda la sangre que circulaba tras ellos. “Ese tipo, ese tipo, cómo…” Porque su recuerdo ya acababa de condescender con él, y de pronto en el centro de su mente vio al mozo de carga que miraba por detrás de su hombro cómo los billetes purpúreos se detenían frente al dueño del almacén, cómo las palabras se demoraban y los gestos eran meditados. Allí había aparecido su rostro entre la gente, inexplicablemente. Y entonces volvió la cabeza, miró de nuevo a la barra y esperó a que aquella cara volviera a dirigirle la mirada, una mirada tranquila y segura, que se apartó con la prisa necesaria para hacer de aquel encuentro visual tan sólo una fugacidad de la tarde. Solo que entonces él, con una determinación impropia de la ocasión, ya se había levantado y se había presentado ante aquel individuo para conocer cara a cara qué demonios hacía en aquel lugar.
Pero fue el otro fue quien se antepuso a cualquier malentendido verbal y con un movimiento firme de su mano atajó todo imprevisto, como si con la palma de la mano hubiera detenido en el aire la frase que él se disponía a decir.  “¿Puedo hablar contigo de un tema importante en otro lugar”.  “Vamos fuera”, dijo él con determinación.
Y aquellas fueron las últimas palabras que intercambiaron ambos, pues a diez metros de la puerta del mesón, dos hombres sólo tuvieron que pronunciar su nombre para que el joven desapareciera de allí ipso facto y para que él quedara paralizado ante aquella interpelación extraña pero reveladora. Dos horas más tarde, en comisaría, una vez leídos los cargos, comenzaría a salir de aquella turbación paralizante, para moverse en la dirección del pasado lejano y hurgar en el recuerdo de aquellos billetes de quinientos. Allí en el fondo de su memoria encontró por fin el fiel y amigable trato con el que, cuatro meses antes, había vendido su antiguo automóvil a su amigo el Bigotes, allí fue donde deseó con todas sus fuerzas no haberlo recordado nunca, y, por la misma razón, que los demonios se lo llevaran para siempre.
La mañana del domingo fue soleada. En el mesón todos se habían hecho eco de la noticia. La tranquilidad y el silencio sólo eran interrumpidos por el rugido de la máquina del café. Entre los instigadores de la apuesta surgían tímidas conversaciones.
- Al parecer el lunes introdujo dos billetes falsos. Luego le siguieron la pista. Hasta  que volvió con más, el miércoles. Esta vez fueron tres, falsos también.
- Dicen que para entonces ya todo el mercado lo sabía. Había una denuncia. Y entonces la policía introdujo a un agente. El tipo aquel. ¿Quién lo habría dicho?
- Es extraño. ¿Cómo habrían llegado a sus manos tantos billetes falsos?



lunes, 23 de junio de 2014

UN DESTINO BENDECIDO

Tras la muerte de su padre, las cosas se complicaron. El país había caído en una profunda crisis y las cosas ya no eran como antes. Su situación era delicada: en pocos meses había consumido todos los recursos y ahora se veía sumergido en el angustioso mar de la necesidad en el que durante años había visto a tanta gente desde su elevada posición, contemplando cómo el futuro se hacía trizas, cómo las caras se enfurecían con la miseria y cómo muchos hombres y mujeres con la soga al cuello hacían las maletas y se alejaban de la tierra que los vio nacer.
De modo que no pudo soportar durante más tiempo aquella sumersión en la escasez, pues él sabía que la naturaleza no lo había creado para vivir en aquellas penosas condiciones, y estaba convencido de que su destino había sido bendecido por los dioses, y que aquella situación tarde o temprano cambiaría apenas se moviera.
Aquella noche él no podía dormir. Había discutido con su esposa acaloradamente y aún le quemaban por dentro los rescoldos de aquella discusión. Ella dormía como si nada, como siempre hacía, después de desahogarse con él, después de soltarlo todo y de relamerse en su propia soberbia. Mientras tanto, en su cabeza quedaron flotando insistentemente aquellas palabras reveladoras: “Tú eres quien tiene problemas con la justicia. Yo no me moveré de aquí”. Fue entonces cuando, resuelto a dar el paso definitivo hacia delante, decidió hacer la jugada que alguna vez había planeado en las estribaciones de su fantasía, en aquellos momentos en que la abundancia le había permitido caminar todos los senderos y jugar a todos los juegos sin renunciar a nada. Sin mediar más cavilaciones, tomó por fin el teléfono e hizo una llamada.
El presidente había esperado aquella llamada desde hacía unas semanas, cuando se iniciaron los primeros brotes violentos entre la población. Entonces él lo dijo: “He cambiado de opinión”. Porque nadie en ningún momento le había negado una salida, y había sido él quien había rechazado el salvoconducto, esperando que la situación revirtiera de nuevo a su estado anterior. El presidente mantuvo su palabra, y propuso un día y una hora, con la mayor discreción.
El día previsto, él no se despidió de su esposa. Salió bien entrada la noche y condujo durante una hora. El comisario lo esperaba envuelto en un largo gabán en el lugar convenido. El cálido hálito que exhalaba delataba el frío seco de la oscuridad. Entonces él llegó y el comisario penetró en el vehículo. Le ofreció un cigarrillo que el otro aceptó antes de enseñarle el maletín y darle las consignas: las cuentas desbloqueadas, el puesto número tres, la calle Regina, la nueva documentación… Cuando  el comisario acabó de hablar, él preguntó por ella, sin mencionar su nombre, porque él sabía que el policía le entendería, pues quién si no él conocía en el país los más recónditos secretos de palacio. Entonces contestó que ella lo esperaba allí, como le habían prometido. Luego apuró el cigarro, le estrechó la mano y salió del coche. Tres horas después, en el puesto número tres de la frontera, un soldado le pedía la documentación. Él sacó la llave y se la mostró. El soldado bajó de nuevo la cabeza y fijó la mirada para comprobar que, efectivamente, era él. Luego, levantó la barrera y lo dejó pasar.
Tras una larga noche de espera, el teléfono volvió a sonar en la sede del gobierno: “Ya pasó, señor presidente”, dijo alguien al otro lado de la línea. El presidente se volvió, ofreció una sonrisa tranquilizadora, y habló: “Señores, el príncipe ha llegado a su destino.” Y tras unos segundos en que nadie se atrevió a decir ninguna palabra, como si  todos supieran que aquella información estaba incompleta, añadió: “Está todo arreglado. Ahora volverá a vivir a cuerpo de rey.” Aquella frase pareció una ironía, casi un chiste, lo que no todos entendieron como tal. Pero el secretario de Interior sí lo había entendido perfectamente, y apostilló: “No duden ustedes que de ahora en adelante el príncipe adorará nuestra república”. 

sábado, 21 de junio de 2014

LOS BUSCADORES

            Entre la humedad frondosa que envuelve en sombra a la ciudad, entre las salivas que corren de un lado para otro, entre los fluidos latentes que se entretienen entre papeles, con imágenes de pantallas oscuras, con el ruido de martillos y motores, entre todo el lodo que rezuma el cielo y cae sobre nuestra existencia, encontramos unos seres anómalos, a causa de dios sabe qué motivo ignoto, quienes, sin la más mínima consciencia de sus actos, son movidos por una búsqueda incesante de algo que hasta ellos mismos desconocen, y que, no conformes con esa carencia indeterminada que les conduce amargamente en el pensamiento, se lanzan a la calle sin buscar pero con la ilusión de que hay algo que encontrar. A veces esos seres pueden parecer demasiado egoístas, demasiado raros o incluso demasiado ingenuos, pero se trata sólo de manifestaciones acuñadas por el hombre para el hombre, y por tanto dentro de la ley. Si miras alguna vez hacia algún lado y ves unos ojos perdidos en busca de algo que parecen no encontrar, no dudes que se trata de esa especie referida de hombres, aunque probablemente si tú lo detectas es porque también tú eres uno de ellos. Pero lo más importante de todo es saber que entre la frondosa humedad de la ciudad, entre los vaivenes de los cuerpos entre la multitud embelesada con lo cotidiano, entre el silencio de la humedad reflejada en la vegetación que absorbe el humo de los coches, estos seres de ojos abiertos desconocen el desconsuelo del futuro, y por más que la evidencia les caiga sobre sus cabezas, seguirán buscando aquello que, sin saberse perdido y lejos de su existencia, les hace incomprensiblemente dichosos.

jueves, 29 de mayo de 2014

UN POCO DE SANGRE



Los brazos caen abajo, las manos escapan hacia los bolsillos, la persistencia de la necedad ha hecho mella en el ánimo exhausto de los más entusiastas, como si el sistema se empeñara en desesperar. Robados los últimos céntimos de ilusión, ¿qué queda? Si ya el imperio de la ignorancia domina el mundo de la comodidad, de la dependencia enfermiza, de la obscena gloria de los símbolos de la muerte, qué nos queda: la danza de la inconsciencia que se deleita con la destrucción, con el afanoso ruido de la pandereta académica, las vidas agostadas en cuerpos acomplejados, escuálidas almas robadas a la esperanza, seres antojadizos royendo la puerta del mal, cual ratas inmunes a la estulticia, a la miseria moral, al hambre de la pasión que enamora. 
El verde rencor de la primavera suspira por sangre, ¿dónde? Sangre, hagamos sangre antes de que se pierda el lugar hacia dónde escapa la vida. Sólo para orientarnos. Quizá alguna forma de arte, algún escenario diáfano donde se derramen lágrimas de alegría y de dolor, algún ídolo facineroso que nos saque el rostro rebelde y diabólico. Sólo hacer un poco sangre, y seguirla hasta el mar.  

sábado, 24 de mayo de 2014

EL MAESTRO LUDÓPATA

En verdad, el maestro no pasa de ser más que un simple ludópata: sacrificar su tiempo, sus pensamientos libres y sus fuerzas en un impulso ciego por ganar algo en este juego de la educación no lo hace diferente de un ludópata de otro género.
El maestro se ilusiona, sueña con que el tiempo empleado en sus alumnos sirva para algo, a saber: que en cualquier momento cercano, el alumno sufra un cambio en su conocimiento o en su forma de ver el mundo; sueña, en definitiva, con contagiar su ser a sus alumnos en alguno de los sentidos en que esto pudiera suceder. Una y otra vez repite la operación: mira a los ojos del muchacho, comprende su necesidad y ¡zas! se lanza a la tarea, con esa ciega ilusión del jugador compulsivo, esperando el premio mayúsculo que lo llene de regocijo y satisfacción, que lo haga, en suma, un gran jugador. Sin embargo, el juego no sería tal si el premio estuviera cercano, si el temor a perder no fuera el hilo que tensa la emoción, y por eso quizá la derrota no sea más que una necesidad de su propia naturaleza.
Si tan sólo una vez la objetiva obviedad del mundo que le rodea pudiera por unos segundos hacerle comprender que todo eso no es más que una  mera ilusión, el maestro quizá comenzaría a saber que se encuentra enfermo, y que más allá de sus vanos intentos por domar la naturaleza indómita de sus alumnos, sólo puede conseguir consumirse en los intentos, sin que jamás la suerte le sonría más que en algunos reintegros.
Quizá habría que pensar en primer lugar en unos planes educativos contra este tipo de enfermedad tan nociva para el resto de la sociedad y, sobre todo, para esos otros impostores de profesión. Aunque se sabe que hay delegaciones trabajando desde hace tiempo en este sentido.

sábado, 26 de abril de 2014

CIRCO

Día tras día, semana tras semana, año tras año, los fatales vaticinios de los más pesimistas se iban cumpliendo, como gotas de rocío que caen de las hojas melancólicas de la noche. A veces una cuchillada penetraba en la carne de aquel pueblo insensible, y por un lado un grito tenue salía en dirección al cielo. Era la Desesperación. Pero inmediatamente allí llegaba su inseparable hermana, Resignación, derramando cordura sobre aquel terreno sembrado del dulce y placentero veneno de la infamia, evitando mayores estropicios.
Entonces aparecía el filósofo maldiciendo el círculo del Destino, la rueda que ordena el mundo según la comodidad y la pereza, y se levantaba de su asiento mullido y en un arrebato blasfemaba contra los hombres poderosos, contra el tiempo, contra los muros indecentes de la injusticia, en una expresión de ira irreversible.
El ínclito poeta escribía versos incomprendidos, llenos de belleza eterna, ardientes, en un afán desorbitado por crear un esbozo de imaginación colectiva, y en ellos reflejaba un retablo tenebroso en el que el pueblo sucumbía a los monstruos que caminan hacia el infierno sobre una carreta de heno.
Las masas humanas que llegaban del séptimo círculo del infierno rugían con sus antorchas inclementes e iban iluminando punto por punto el cielo oscuro de la noche, pero el hombre no veía nada porque otra luz más poderosa le tenía obnubilado, y reía de su propia comedia, y la música atronadora y procaz llegaba a sus oídos como una bella melodía que desafiaba las ondas beligerantes con un mágico encantamiento.
El político rompió la botella virginal y cortó el cordón tensado por la mesura, y todos los clamores llegaron al cielo, de donde cayeron relámpagos de emoción para sellar otra costumbre imperecedera. Y el hombre siguió obstinado en la amistad y, pertrechado con todas las viandas y licores requeridos para la ocasión, sucumbió al  hechizo de Baco, y desplegó la pasión desmesurada de su finitud, representando su miseria y su locura en un circo que sólo él reconoce.

Nadie cree ya en la redención, nadie cree que haya algo de verdad en esta burda representación, porque el hombre ha aprendido a conocerse, y a temerse cuando el mar de la locura se alza amenazante. Pero la risa es un licor tan embriagador.

domingo, 20 de abril de 2014

AHORA QUE EL NEGOCIO VA BIEN

Ahora que el negocio va bien, Ana María ha vuelto a la soledad. Y ahora recuerda continuamente aquella frase que Jorge decía al salir a altas horas de la noche del Horno: “Algún día yo seré mi propio jefe”. Porque hace ya unos meses que es jefe de cinco trabajadores, y parece como si disfrutara con ello. Pero a Ana María le parece que al mismo tiempo él se ha convertido en su propio esclavo.
Entre sus empleados está Angelita, la pobre, con su barriga de cinco meses. Él se lamenta y cree que ella le engañó, pues no se le notaba nada cuando entró en el Horno. “Y luego vendrán los días de permiso, y los días de enfermedad, y la lactancia…maldita ruina”, gruñe Jorge cuando Ana María le pide que cuide de ella y no le haga cargar peso.
A veces Ana María ayudaba a hacer masa. Pero sabía que a Jorge no le gustaba que fuera porque su ritmo era demasiado lento, y se entretenía demasiado hablando con Angelita de niños y del futuro. Entonces él comenzó a decir que no había trabajo para ella, para que no acudiera al Horno a entretener a sus empleados, y para que no sintiera pena de ellos, pues Jorge detestaba aquella mirada compasiva con que Ana María les trataba.
Cuando Ana María regresa de acompañar a los pequeños a la escuela, pasa por el Horno y recoge unos churros que luego desayuna en casa, a solas, pues desde que se casaron Jorge siempre madruga.  Cuando aún todos duermen, él se levanta y, sin hacer ruido, se marcha. Luego ella lo visita y le da los buenos días, y un beso. Y vuelve a marcharse.
Ana María nunca había dicho a nadie que estaba sola. Es una mujer muy introvertida. Pero un día rompió su silencio con su mejor amiga. Le confesó que llevaba dos semanas llorando todos los días y que creía necesitar ir a ver a un psiquiatra. Se abrazaron y su amiga le susurró al oído que siempre la tendría a ella.
Ana María pasa las tardes en casa con sus hijos, ambos hiperactivos, tal vez como Jorge. Le preocupa el mayor, pues es muy introvertido y apenas sale de su habitación. El pequeño no tiene querencia por los estudios, y ella le ayuda a estudiar. Desde que el negocio va bien, ella les habla constantemente de papá. Ellos la miran con cara extraña y no responden. Cuando Jorge llega por la noche, ellos ya duermen.
Ana María sabe que ya no son una familia pobre, y cada vez le cuesta más decir no a los chicos. Cree que el mayor tiene demasiados aparatos en su habitación,  y que ese es el motivo de que no salga de allí. Es un chico educado y saca buenas notas, pero no sabe por qué, ella cree que ha fracasado con él.
Ana María también era buena estudiante, pero dejó de estudiar a causa de sus fobias y pánico a la gente y a los lugares extraños. Desde que el negocio va bien, apenas se relaciona con nadie. Cuando vuelve del Horno, pasa por la Academia de Arte, y sueña con dar a conocer sus pinturas y sus dibujos, pero al punto una angustia galopante le oprime el pecho.
Ana María está sola y es incapaz de moverse entre la multitud. Hoy ha decidido ir a ver a un psiquiatra. Piensa que quizá con unas pastillas pueda salir de sí misma. Pero justamente hoy Jorge la ha llamado por teléfono para pedirle ayuda, pues necesita alguien para amasar.
Ana María acude al Horno y comprueba que su mejor amiga está ausente. Entonces llama y el teléfono no salta. Pregunta a Jorge y no encuentra respuesta. Ana María se lava las manos, toma unos churros y se marcha. Jorge la mira alarmado desde el otro lado de la vitrina.
Angelita se encuentra por fin en el hospital de Santa Ana. Se ha roto y ya todo es en vano. Ana María la abraza fuertemente y llora por ella. Pero Angelita es fuerte y hace acopio de palabras para decirle en un frío suspiro que quizá sea mejor así, pues ya no preocupará a Jorge con su futura maternidad.
Ana María escucha un eco de aquellas palabras y recuerda, de repente, con lágrimas en los ojos, que Angelita no tiene pareja. Porque ella siempre respetó que no quisiera hablar del padre de aquel bebé. Su mejor amiga, su gran amiga, su íntima, a quien ella tanto quería. Angelita, Angelita, ... dice, antes de volver a abrazarla, ahora con más fuerza aún. Como si fuera el último.
Ana María viaja en el tren de las nueve de la mañana. El psiquiatra le dio una caja de pastillas. 

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