"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

LA GATA

José Antonio Nisa
 
            El cañaveral se ceñía al curso del arroyo, enmarañando la ribera y haciendo el camino intransitable. Allí, en la oculta ladera, algo más alejadas del agua, se encontraban las tres madrigueras, bien ocultas entre la maleza. 
La astuta gata ya había notado la presencia de conejos por aquella zona, así que, con el paso de los días y la paciencia que Dios le dio, saltando la valla y moviéndose oculta y sigilosamente por entre los arbustos, logró encontrar la morada de aquellos roedores.
Cierto día la gata observó que la hinchada coneja llevaba dos días sin salir de la madriguera. Supo entonces que la camada de conejitos estaba ya en el mundo. Ese hecho excitó su instinto y aguzó su atención e interés sobre aquellos nuevos roedores. El viernes por la tarde, cuando ya la coneja madre se ausentaba largos momentos de la zona en busca de comida para sus gazapos, la gata atravesó el arroyo por un vado de piedras altas, entró rápidamente en la madriguera, sacó sus uñas y allí dio caza y muerte a un inocente conejo. El recorrido de vuelta fue veloz; con el gazapo entre los dientes no tuvo tiempo que perder: saltó la valla de nuevo, entró en el huerto y entre dos plantaciones hundió el animalito en el suelo, cubriéndolo con tierra.
Lo que resultaba verdaderamente curioso era que los perros nunca hurgaran con su divino olfato en aquellos túmulos, pero lo cierto es que estaban aquellos animales demasiado bien acostumbrados a la buena comida de mesa bien servida que el hortelano les ofrecía puntualmente todas las tardes.
Dos semanas más tarde el gato salvaje ya había repetido la operación una docena de veces: doce raptos, doce muertes, doce sepulturas. Fue entonces cuando el campesino, al encontrar la tierra ligeramente levantada, descubrió el primer gazapo enterrado. De repente, el hombre miró al gato que descansaba sobre una vieja mesa moviendo reptilmente su cola, y entonces tuvo miedo de aquel animal tan enigmático, tan astuto y tan pérfido. Evocó el tiempo en que llegó a tener a veinte gatos bajo su amparo y manutención, y cómo habían desaparecido todos de aquel recinto tan limitado y escaso. Todos salvo la madre. A la progenie nunca más la volvió a ver por allí. Fue ese el momento en que entendió la verdadera naturaleza salvaje de aquel animal y el instinto de supervivencia tan desarrollado con que se maneja.
Pasaron varias semanas en las que aquel miedo no le dejaba apartar la vista de aquel animal, en una apasionada y oculta adoración. Cada día el campesino veía la tierra un tanto levantada por aquel rincón del huerto, sabía las artes a las que se dedicaba el animal por aquel rincón, pero no quería intervenir. Al cabo de diez días, el hortelano se rebeló contra el inusitado respeto que profesaba a aquel animal y, en un arrebato, decidió descubrir todo lo que el animal había ocultado en aquel espacio, firmemente dispuesto a poner fin a aquella tenebrosa costumbre felina de continuos enterramientos. Se dirigió al lugar, con la azada, comenzó a remover la tierra, cavando cada vez con más ímpetu, profundamente. No encontró nada. Entonces miró hacia la casa: el gato yacía de nuevo sobre la vieja mesa, al acecho de todos sus actos, con los enigmáticos ojos grisáceos fijados en él, moviendo la cola con repticia.

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