"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 10 de noviembre de 2011

LUNA, UNA HISTORIA MUY SERIA

José Antonio Nisa

El día después de cumplir sus tres primeros años de vida, unas voces alteradas provenientes de la cocina penetraron en el cuarto de Luna. Aquello la despertó bruscamente; entonces se incorporó, recogió su peluche de la cama, se lo pegó al pecho y corrió hacia aquel alboroto. La niña se apoyó en la jamba de la puerta y vio a su madre llorando. Cuando su padre se percató de su presencia y la vio con la cara transfigurada, salió de allí sin decir palabra. Al día siguiente el padre acudió por primera vez a su despertar. Luna quedó extrañada. No tardó en descubrir la pequeña que su mamá no se hallaba en casa, y entonces preguntó por ella. Su padre le dijo que no estaba, que había ido de compras. A continuación la llevó a casa de su abuela quien, con lágrimas en sus ojos, la hundió entre sus brazos. Luna no abandonó la casa de su abuela en los siguientes trece años. Su madre había desaparecido y su padre se había declarado incompetente para la crianza de la niña y del hermano mayor, muchacho que portaba un retraso mental que los médicos nunca llegaron a averiguar si en verdad se trataba de subnormalismo. Ambos niños convivieron en casa de la abuela durante los dos siguientes años, pues al cabo de aquel tiempo, su padre reclamó al muchacho, según afirmaron las malas lenguas, para hacerse con una pequeña paga de discapacitado que el chico recibía.
No tardó demasiado el padre de Luna en saborear las mieles de la vida en pareja. Y así, tres años después de  la huida de su mujer, se reunió en contubernio con una mujer magrebí, quien le ofreció todas las atenciones y cuidados que un hombre como él, que sólo pisaba su casa para comer y dormir, podía necesitar. La situación económica de la nueva pareja de conveniencia era solvente: él trabajaba de agente forestal y ella se embarcaba en las campañas de recolección de la fresa. La pareja tuvo una hija, en la que la mora volcó todo el afecto que llevaba en su corazón desde que abandonó a su familia paterna en Marruecos.
El hermano de Luna, al que su deficiencia no impedía ir de parranda y gastar todo lo que podía, dormía en un lavadero en el ático de la casa. Allí lo había relegado la mora, cuyas austeras costumbres y moral atávica le escatimaban cualquier atención a los discapacitados. Los días más duros del invierno el muchacho no podía dormir a causa del frío que calaba las paredes de aquel soberado. Aquella calamidad le hizo adquirir la costumbre de bajar por la noche cuando todos se habían dormido, extendía entonces un grueso cobertor en el suelo de la cocina y se echaba a dormir tapado con una manta. Procuraba por todos los medios que la madrastra, que parecía estar despierta toda la noche, no lo escuchara, pues le tenía prohibido dormir en el sofá.
Los años pasaban en aquella casa solitaria y silenciosa. Al otro lado del pueblo, Luna ayudaba a su abuela y estudiaba concienzudamente con la esperanza de alcanzar la universidad.  Quería hacer estudios de psicología; aspiraba con ello a alcanzar alguna comprensión de la mente humana que tanto dolor era capaz de verter en el mundo, según su experiencia.
Pero la vida fuera de casa era cruda. En el instituto sufría la mofa de algunas desvergonzadas, que se reían de ella porque sacaba buenas notas, o porque no salía los fines de semana de lujuria como todas las demás chicas. Aquel pueblo era primitivo, los hombres rudos y las mujeres ancladas en unas costumbres que se iban modernizando al ritmo que marcaban las modas de televisión. Pero Luna pensaba entonces en otra cosa.
Cuando Luna cumplió los dieciséis años su abuela recibió una citación de Servicios Sociales. Algo malo, se dijo. Y allá, las dos mujeres, nieta y abuela, agarradas de la mano, se hallaron sentadas en un despacho en el que una señorita les explicaba que ya había finalizado el periodo de custodia para la abuela, y que si se daban las circunstancias favorables, Luna podía ahora ir a vivir con su padre. Pero Luna no lo entendió muy bien y, cerrando los ojos, vio a través de aquella puerta abierta un humo lejano que le anunciaba el lugar adonde tenía que ir para dar a su vida la forma que había decidido el destino. Su padre la acogió con indiferencia.
La Mora, como Luna empezó a llamar a la madrastra, siempre le hablaba muy serenamente, sin alterar el tono de voz, con mucha corrección, pero se negó desde el principio a hacer de criada de su hijastra, así que Luna tuvo que hacerse más mujer aún: lavaba, planchaba, cocinaba, compraba y cuidaba de que el hermano vistiera decentemente, pues ya todos en el pueblo lo tenían por una especie de vagabundo borracho y enfermizo que había sido desechado por el mundo.
La primera discusión con la Mora en la que tuvo que intervenir su padre desquició a Luna. La madrastra se negaba a que Luna utilizara la máquina lavadora de la casa, pues, según decía, la niña no aportaba nada en casa como para hacer tal despilfarro. El padre condescendió a la razón de la Mora y salió por la puerta sin decir palabra. A partir de aquel momento Luna comprendió en qué infierno se había metido sin darse cuenta. Durante meses tuvo que combatir el poder en la sombra de su madrastra, y chocarse contra la cruel indiferencia de su padre, completamente subyugado por la Mora.
Mientras tanto Luna seguía sacando tiempo para estudiar su último año de instituto, la miseria le daba cada vez más fuerzas y ya en Navidad había conseguido el mejor expediente de su promoción, lo que le inundó de una brutal alegría. Sin embargo, aquella alegría no podía sino caer en la sombra de su desgraciado destino. Pese a sus insistencias, Luna jamás había visto a su padre pisar el colegio, pero aquella navidad le rogó encarecidamente que acudiera a aquella recepción. Luna intentó hacer ver a su padre la importancia de aquel momento, de su reconocimiento en el centro, pero el sujeto encontró una excusa para eludir aquel aprieto. El día de la entrega de notas, de nuevo Luna tuvo que argüir que su padre se encontraba enfermo; mientras, el susodicho viajaba con la Mora hasta la capital para cobrar la paga del mes.
Entre aquellos designios Luna se abría paso en la vida, cuando ocurrió lo que le rompió la vida por completo, como caída a plomo: el día de nochebuena de sus diecisiete años, Luna regresaba al pueblo de un viaje que acababa de realizar con su novio. Era este un chico de buenas entrañas y de familia honrada al que conoció en sus primeros años de instituto. Ahora su familia vivía en la costa, donde también Luna había encontrado un refugio para protegerse del monstruoso destino que la acechaba. Inusitadamente, aquel día su padre la esperaba frente a la puerta de casa, franqueando la entrada. Bajaron ambos novios del coche para entrar en casa, pero al pasar por su lado, después del saludo, su padre le advirtió que había llegado su madre y que se encontraba dentro. Como si hubiera oído mentar al diablo, Luna tomó a su chico por el  brazo y tiró de él hacia atrás. Se subieron al coche y se alejaron de allí. Durante dos semanas su padre le insistió para que viera a su madre, pero ella siguió huyendo de él. Aquel momento le cambió la vida por completo. Un dolor ancestral que había sido sepultado durante catorce años por toneladas de granos de supervivencia, hasta el punto de llegar a olvidarlo por completo y convertirlo en una especie de resignada alegría, de repente, se le había aparecido crudamente descubierto, para hacer inútil todo el sufrimiento restallado del tronco de su vida. Luna estuvo vertiendo lágrimas sobre su vestido durante cuarenta días.
Al cumplir la cuarentena, Luna acudió al instituto con los ojos rojos aún, se dirigió al director y pidió entrevistarse con la psicóloga del centro. Esta la atendió urgentemente. Luna vació todo su dolor ante ella, exprimiéndose las lágrimas. La familia de su novio la quería y le había abierto las puertas para que se fuera a vivir con ellos. Luna le dijo que no podía más, que había llegado a una saturación de dolor y que no sabía qué hacer: había pensado en la posibilidad de irse a vivir a casa de su novio y abandonar a su familia. Pero también barajó otra opción: el suicidio. Al día de hoy Luna aún sobrevive.

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