"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 5 de noviembre de 2011

PENITENCIA


José Antonio Nisa
Jon entró en la iglesia. No encontró a nadie. Sus pasos rebotaban de pared en pared, hasta llegar a sus oídos multiplicados. Aquel eco le puso nervioso. Caminó por el pasillo principal, entre los bancos, despacio, buscando con la mirada a alguien que saliera a su encuentro. Se desató el rojo pañuelo que llevaba al cuello, para dar salida al calor que le sofocaba. A pesar de todo, entre aquellos muros reinaba el frío. Llegó al final, frente al altar; echó las manos a su cinturón de cuero negro y se colocó el pantalón en su sitio. Sin esperar más tiempo decidió avisar:
- ¡Padre!
Esperó la respuesta durante unos segundos, antes de repetir.
-¡Padre!
Una voz que parecía ocupada surgió de alguna profunda habitación.
-¡Sí, enseguida! –se escuchó lejana.
El párroco acudió aprisa hasta asomarse un tanto agitado por la puerta lateral que daba a la sacristía.
- Hola, joven –saludó jovial, tranquilizado de repente al poner rostro a la voz llamante- ¿En  qué puedo servirle?
- He venido a confesarme. ¿He llegado en mal momento?
- No, por Dios, las puertas de la misericordia están abiertas en el cielo permanentemente. Pero, dígame, ¿tiene usted prisa?
- No, no tengo prisa, sólo tengo una carga demasiada pesada.
- Pues vamos a aligerarla. Ninguna carga es tan pesada que Dios no pueda poner su mano para echársela sobre sus hombros. Los hombros de Dios son más fuertes que todas las conciencias de los hombres juntas.  Dime, ¿quieres más intimidad?
- Creo que la voy a necesitar.
- Pasa al confesionario, voy a prepararme.
 Jon se acercó tímidamente al confesionario, se situó ante él, una enorme caja de madera, con las puertas abiertas y coronada por una cruz medio caída. La primera sensación que le sacudió fue tenebrosa: aquel cubículo oscuro tenía sus tablas impregnadas de una negra resina procedente de tantas y tantas lágrimas derramadas sobre su suelo, de tanto arrepentimiento y dolor de conciencia. Entonces le pareció repugnante aquella idea del dolor y la pena condensada en una materia pegajosa. Oyó entonces los pasos del sacerdote que se le acercaba por detrás:
- Venga hijo, acércate, ¿qué pasa? ¿es la primera vez que te confiesas?
- Ah, no, no es la primera vez.
Sus pensamientos se esfumaron rápidamente y al segundo se vio prosternado a un lado de la celosía.
- Padre, no me ha sido fácil dar este paso. Sé que puede parecer inoportuno que le diga esto pero quiero antes que nada que me diga si alguna vez en su vida de párroco ha guardado usted un secreto que comprometiera a alguna persona ante la justicia de los hombres.
- Hijo, la confesión es una redención divina. Quien alguna vez haya prestado a los hombres los pecados depositados en este sagrado lugar para ser purgados por la justicia humana, seguro que no lo ha hecho en nombre de Dios.
- Y usted, ¿habla en nombre de Dios?
- No lo dudes. Puedes confiar en Dios y en la mano que ha puesto sobre un servidor.
- Mi caso no es normal, padre. Seguramente le parecerá abominable, y puede que tenga que pararme a mitad de la confesión, pero es necesario. Últimamente no puedo dormir, estoy comenzando a padecer de insomnio. Las pesadillas me asaltan en cada ocasión. Y aun sin estar dormido, estoy muy mal. A veces me viene la idea de que estoy enloqueciendo.
- Hijo, comparte con Dios esos monstruos.
- Padre, yo he matado. He sido un vil asesino, he destrozado muchas vidas, de una forma fría y cruel. Y me arrepiento.
- Cálmate, cálmate. No todos los crímenes son iguales ante los ojos de Dios. Cuéntame cómo fue.
- El mío fue abominable. Pero yo vivía en otro mundo. La razón de mi vida era la guerra. Y así actuábamos, como guerreros. Pero en verdad no era un guerrero, porque los guerreros acaso ponen la pasión en la lucha. Yo era un simple soldado, un vil y miserable soldado que actuaba por miedo a mis superiores.
- Mira, hijo, aún no has entendido nada. El soldado es un obrero de la nación, y actúa para defender a la patria, como un deber y una necesidad bendecida por Dios. Dios nos manda defender a nuestra patria. El crimen en la guerra es un acto de defensa, tan necesario como inevitable, pero nunca un pecado cuando se hizo pensando en el cumplimiento de un mandato divino.
- No, padre, no. No era ese ejército el mío. El mío era un ejército inexistente, mis superiores decíanse amigos míos, mi patria, una utopía, y mis ideales, una sarta de mentiras.
- No entiendo bien, creo que necesito que me aclares todo desde el principio.
- El principio de todo, padre, creo que está en mi nacimiento. La vida con que uno se encuentra no es más que un continuo salvarse de caer en la miseria y en la muerte precoz. Uno se halla de repente con un haz de cuerdas y con ellas ha de sostenerse. Las va lanzando a uno y otro lado, a su padre, a su madre, a los hermanos, a los amigos, a los héroes, y con todas ellas bien atadas construye una red sobre la que se mueve como una araña en su tela. A veces uno de los cabos se suelta, y entonces la araña se tambalea, y se conmueve, y ha de esforzarse para reparar aquel estropicio. Yo, en un momento de mi vida me vi pendiendo de un solo hilo, ¿sabe? Fue un amigo, quien ya tenía trenzada su telaraña para que yo me moviera por ella. Pero aquella no era mi red, no era mía. Yo aquello no lo comprendí. Así acabé integrado en los grupos juveniles revolucionarios por la independencia, los alevines de la GRI. Llegué rápidamente a entender que para funcionar colectivamente era necesaria la disciplina y el orden, y que las obligaciones había que cumplirlas. Y así me fue, maldita sea. Llegó el día en que tuve que demostrar mi disciplina y mi compromiso con el grupo. Fue una preparación fría y minuciosa, había que dar un golpe que nos pusiera en el panorama político de lleno, teníamos que dar muestras de estar ahí, y con ello reivindicar nuestras ideas, tan justas, tan prósperas, tan humanas. Sí, padre, fue el atentado del centro.
- Oh, por Dios.
- Teníamos prohibido ver la televisión, escuchar la radio y los testimonios, habíamos previsto irnos a la montaña durante una semana, y evadirnos de cualquier contacto con el dolor causado. Yo tenía intención de hacerlo, pero todo sucedió de una forma imprevista. Estaba en el coche cuando accioné el mando y se produjo la explosión, entonces intenté arrancar para irme. Pero el coche no arrancó. El nerviosismo se apoderó de mí, bajé del coche y comencé a caminar con la bolsa del detonador al hombro, y a alejarme. Pero aquellos fueron unos pasos que di sobre el infierno. Lo que vi me trastornó, me llenó de horror, me hizo temblar, me dejó una huella imborrable. Cuando llegué al lugar convenido a reunirme con los otros rompí en gritos y lloré desconsoladamente. Desde entonces me siento vigilado, ¿se da cuenta, padre? ¡Mis compañeros me vigilan! Pero lo peor son aquellas imágenes horribles que me acompañan, aquel estruendo que día y noche se me repite cada vez que oigo llorar a alguna mujer, cuando veo a algún niño agarrado de la mano de su madre, cuando pasa por mis  oídos la satánica melodía de las sirenas. Padre, siento miedo, siento vergüenza, siento que me quiero morir.
- Tranquilo, hijo, tranquilízate y reza. Yo también rezaré por ti, eres demasiado joven para estar así.
Una respiración acelerada y un lamento apagado invadieron el silencio. El sacerdote no esperaba aquella confesión tan terrible, y aguardó a que una voz divina le dijera qué debía hacer en aquel preciso momento. Mientras tanto, caminó por el sendero que frecuentan los hombres:
- Aquello fue terrorífico. Lo sabes. No pude entenderlo, ni lo entiendo aún. El mal es muy poderoso, y es capaz de penetrar en las almas más cándidas. Aquella vez se adueñó de ti. Fue terrible. ¿Viste entonces la cara del dolor?
- Desde entonces no veo otra cosa, padre.
- Siéntate y reza, hijo, reza todo lo que puedas, y convence a nuestro padre de que mereces el perdón. Yo ya te he perdonado.
- Padre, necesito que me comprenda, necesito liberarme de esto.
- Reza y habla con Dios. Acude todos los días a la misa de tarde, ven a escuchar la liturgia, lee la Biblia. El camino hacia el perdón no es fácil.
- Gracias, padre. Así lo haré.
Fue otro martes. Era por la tarde, la iglesia estaba más concurrida de lo habitual. Un autobús de turistas estaba aparcado en la plaza. Era extraño que el párroco no advirtiera a los visitantes, como solía hacer, de la seriedad que debía imperar en la casa de Dios. La lectura fue de San Mateo, rematada con una frase que le hizo pensar que había elegido el buen camino:  “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” Ensimismado en estos pensamientos, Jon vio cómo un rubio turista con chaqueta de explorador y gafas de sol se le acercaba de una forma extraña. Frente a aquel otro turista lanzó un flash hacia su cara. De pronto se azoró, comenzó a mirar las caras a su alrededor, y notó que los turistas estaban todos vestidos con la misma cazadora. Todos tenían cámara de fotos en la mano. Aquel espectáculo le puso en alerta. Salió rápidamente del templo. A la salida varias personas hacían fotos a la fachada del edificio. Caminó rápidamente, tenía que desaparecer de allí. Al girar la calle vio un coche aparcado frente a un hotel en el que dos tipos con americana y auriculares lo observaban atentamente. Al final del callejón que tomaba hacia su apartamento vio un furgón de la policía. “Sólo Dios está facultado para la misericordia y el perdón” había pronunciado días antes el sacerdote. Entonces empezó a entender el verdadero sentido de todo aquello en lo que había empezado a creer. De pronto una palabra acudió a su mente, para descubrir la increíble ingenuidad que le había ocupado durante tanto tiempo: “Penitencia”, exclamó el eco de su voz.
Jon no ofreció resistencia.

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