"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 28 de diciembre de 2011

A PIG ON THE ROAD

José Antonio Nisa
            Al fondo de la carretera la noche era cerrada, la oscuridad opaca. El halo de luz que la ciudad proyectaba en el cielo ya había quedado atrás, oculto tras las negras montañas, y ahora tan sólo las consumidas luces de los faros de la vieja furgoneta iluminaban un suelo en el que no brillaba nada. Sin líneas, sin ningún elemento reflectante, sus ojos se agrietaban al intentar encontrar los límites de aquella carretera desdibujada. Más allá sólo se veían tinieblas.
Había bebido algo más que de costumbre, razón por la cual su mente mezclaba lo real y lo imaginario, los hechos pasados y sus deseos más recónditos. Aquella noche había cerrado el bar demasiado tarde y ahora, aprovechando la flaqueza del cansancio, el sueño empezaba a hacer estragos en su mente. Las imágenes del día se le agolpaban una tras otra: su debilidad, su falta de coraje para afrontar la realidad con valentía, aquellos tres tipos... poco a poco iba sumergiéndose en aguas nauseabundas. Ahora acudían a su mente sus días en el matadero, y echaba de menos aquellas horas de tedio degollando y destripando animales. Su padre fue quien le había colocado en aquel lugar sangriento: “cuando aprendas a manejar el cuchillo entonces sabrás manejar a los hombres”, le dijo el día en que con tan sólo dieciséis años lo llevaba en el coche para presentarlo al encargado del matadero. Pero él no nació para manejar a los hombres.
Siempre evitaba los conflictos, porque tenía demasiado miedo al dolor. Su corazón nunca quiso exponerse a la tiranía de la fuerza, y por eso, cada vez que pensaba en esa debilidad que su padre siempre le había reprochado, se humillaba. “Los hombres tienen que pelear para ser respetados”. Él era un tipo bajo, ancho y sus ojos entristecidos sobre unas permanentes lívidas ojeras estaban hechos para aguantar la imposición de los fuertes, para resistir los envites del destino que su padre tan bien supo capear con su arrojo y valentía. Nunca quiso pensar en ello, y se respondía que aferrarse a la vida no significa tener miedo. Fuera lo que fuere, el temor a la inquina y desprecio que vislumbraba en algunos ojos humanos le habían hecho, con el paso de los años, envolverse en una profunda indiferencia en su modo de ser y de comportarse.
Aquel día que se agotaba en la oscuridad de la noche fue un día de infortunio, el final de una historia que había comenzado dos semanas antes, en una mañana de la que no se esperaba más que su final. Era poco más de mediodía cuando cuatro hombres entraron en el bodegón distraídos entre risas, y se colocaron al fondo de la barra. A tenor de sus vestimentas, le parecieron obreros de la construcción que quizá hacían un receso en su jornada de trabajo. Los atendió con su voz tenue y ronca. Sus movimientos parecían estar dominados por una inseguridad congénita, aunque él se sabía válido para aquella profesión, era servicial y se había ganado el reconocimiento de su clientela complaciendo más de lo que el servicio exigía.
Los cuatro hombres bebieron sin prisas, riendo y elevando a veces el tono de voz. De pronto, ocurrió algo desagradable, como así indicaban todas las caras del lugar que miraban con rictus de sorpresa al rincón donde se encontraban aquellos individuos. Uno de ellos, un tipo alto, delgado y de cabeza oblonga, tenía agarrado por el cuello a un vagabundo asiduo del bar que solía acudir todas las tardes a tomar su plato de comida, y le espetaba a voz en cuello: “No quiero verte por aquí nunca más, ¿entiendes?...¡Escoria!” Acto seguido se sacudió las manos y, escupiendo al suelo con un gesto de repugnancia, sentenció: “Una limpieza de esta escoria, eso es lo que hace falta en este país.” Pedro se acercó al grupo de hombres a interesarse en lo que había ocurrido, pero nadie quiso aclarar exactamente lo que había pasado; el desprecio aún permanecía latente en la cara de aquel individuo iracundo y ahora la emprendió contra el camarero: “¿Que si me ha molestado, me pregunta? Esta escoria molesta a cualquier persona decente. Si usted es una persona decente debería poner un poco de orden en su negocio.”
Pedro entendió que toda razón estaba de más en aquel momento y se volvió hacia el otro lado de la barra después de susurrar una disculpa. Ahora, sin embargo, mientras sacaba los vasos del lavavajillas y los secaba de cara a la ventana opuesta a aquellos tipos, sentía que las miradas se cernían sobre su espalda. Las palabras que saltaban de aquella conversación a su espalda llegaban a sus oídos como bolas de plomo cargado. Había notado el diálogo hostil y comenzaba a mirar el reloj con la esperanza puesta en que aquello acabara cuanto antes.
Pasada algo más de una hora, saltó la voz de uno de aquellos hombres pidiéndole la cuenta. Pedro acercó un enorme cuaderno en el que anotaba todas las consumiciones que acumulaban los clientes, pero el alcohol ya vibraba en la voz y guiaba las razones de aquellos hombres:
- ¿Cómo que cinco rondas? Han sido cuatro –interrumpió bruscamente el tipo alto del altercado.
- Mire, yo he apuntado cinco rondas –contestó con prudencia el camarero, enseñándoles el cuaderno.
- ¿Pero usted quiere cobrarnos una ronda de más? ¿Quiere engañarnos? ¿Cree que no nos damos cuenta de lo que tomamos? ¿Qué se cree usted?
- Yo no engaño a nadie.
Pedro no quiso dar terreno a la agresividad de aquel individuo, pero ya no había forma de parar la afrenta.
-¿Así trata usted a todos sus clientes? Mire, le voy a decir una cosa. Nosotros somos gente de bien y no vagabundos, y a personas como nosotros son a las que usted tendría que hacer volver procurándoles respeto. Le he dicho que han sido cuatro y usted sigue en sus trece, ¿qué nos insinúa con esa insistencia? ¿Eh? Dígame. –Entonces miró a los compañeros y con desaire dijo:
-Vámonos.
Y volviéndose de nuevo al camarero, insinuando una sonrisa maliciosa:
- ¿O querrá que, después de llamarnos ladrones, le paguemos lo que nos pide?
Pedro quedó completamente abrumado con aquella reacción y con cómo aquel individuo le había hablado y sólo atinó a balbucir: “No le voy a discutir si me he equivocado o no, sólo les he dicho lo que tengo apuntado. Ustedes hagan lo que quieran.”
- Sí, eso es lo que hacemos. –Y el tipo soltó una carcajada completamente impostada para salir de aquel escenario, buscando la mirada cómplice de los otros tres hombres. Los demás lo siguieron lanzándose miradas de soslayo sin ocultar al camarero una simple cara risueña de incomprensión. Antes de salir, el tipo alto se volvió de nuevo hacia Pedro y, apuntándose con el dedo la sien, apuró su salida: - No lo olvide.

“No le dije nada, te lo aseguro. Sólo los miraba porque se encontraban frente a mí, no puedo evitar mirar a la gente. Pero no les hice nada, Pedro. Créeme.”
El tono lastimero de Julio, el vagabundo del incidente, ocultaba quizá alguna verdad, pero Pedro no quiso insistirle porque ya lo había olvidado y esperaba que aquellos tipos no aparecieran nunca más por allí.  
Sin embargo, estas esperanzas ya incluso olvidadas se vieron desmoronadas cuando a los dos días de aquel primer incidente aparecieron por la puerta dos de aquellos cuatro tipos. Uno de ellos era el larguirucho que arrojó a Julio a la calle, el otro era un joven rubio con la cara encendida y picada de viruela. Cuando Pedro los vio entrar sintió que una especie de provocación insistente comenzaba a cernirse sobre él. Los miró de reojo y esperó que lo llamaran. Entonces el tipo alto lo hizo. El camarero acudió y les recordó que tenían una cuenta anterior sin abonar. El tipo lo miró fijamente y le contestó con una especie de furia reconcentrada en los ojos, con intimidación, pero sin alterar un ápice el tono de voz: “Le vuelvo a repetir, camarero. Pónganos dos cervezas.” Los cuatro ojos apuntaban seriamente al camarero, esperando una reacción hostil para saltar en pedazos y estallar en algo imprevisible. Pedro estuvo entonces a punto de romperse por dentro y no ceder a aquella cara de insidia contenida ni a aquella amenaza impronunciada, pero el coste le parecía demasiado alto, tanto más cuanto que no confiaba nada en su capacidad para frenar un brote violento en su terreno. Se volvió entonces y les colocó lentamente las dos jarras de cerveza sobre el mostrador.
Se volvió de nuevo frente al ventanal opuesto y calló. Su cara estaba tensa, sus movimientos eran torpes, sensibles, se encontraba atenazado ante la posibilidad de un escándalo. Nunca había sufrido escándalos de aquel tipo en su local. Más tarde, puso la segunda copa a los individuos, que entre la conversación que mantenían en voz tranquila y baja, no despegaban la mirada del camarero. Después de apurar la segunda bebida, los dos hombres se apartaron de la barra y salieron sin pronunciar palabra. Pedro vio cómo escapaban y, a pesar de la tensión que había mantenido, sintió cómo su dignidad era pisoteada: “¡Eh, oigan!”, les gritó. Pero los dos hombres hicieron oídos sordos y salieron. Cuando el camarero se disponía a cruzar la puerta tras ellos, no sabía muy bien con qué intención, en aquel mismo instante, inoportunamente,  topó de frente con Julio. Una mezcla de pensamientos desagradables le hizo pararse.
- Tienes mala cara, Pedro. ¿Te ha ocurrido algo?
El vagabundo tomó su plato de comida mientras escuchaba a Pedro declarar que era la última vez que pisaban aquel lugar.
Y sin embargo, ocurrió como estaba escrito en el destino, su destino. Lo percibía con total nitidez a medida que la furgoneta, con su maquinal ronroneo, ayudaba a aumentar sus ganas de dormir. La carretera ya había dejado las curvas y ahora todo era una enorme recta infinita y eterna, y sus recuerdos volvían sobre sus pasos. Lo ocurrido esa tarde le había invadido las vísceras de una maligna inquietud y todo su deseo era borrar aquel día de su memoria.
Aquella misma tarde lo había vuelto a ver: había entrado acompañado de dos hombres desconocidos imbuidos de alguna conversación que parecía impedirles mirar el lugar donde entraban. Ya apostados en el mismo rincón, el tipo paró la conversación, se volvió hacia la barra y esperó la presencia del camarero. Había adelantado los hombros y ahuecado el pecho sobre la barra, ocultando un billete de cincuenta euros. Los otros dos hombres callaron por un momento y comenzaron a percatarse de lo anodino de aquel recinto, mientras esperaban para proseguir la conversación. Entonces surgió delante de él el camarero, con rictus tenso y mirada indescifrable, que ojeó a los dos individuos expectantes y vio en sus caras alguna señal de no saber nada. Entonces comprendió que el escenario en el que se desenvolvía aquel individuo era muy distinto al de días anteriores. Aquellos hombres iban vestidos de traje y tenían aires de ejecutivos.
-Oiga, acérquese, hombre –dijo, mostrándose sonriente y falso. Pedro no podía entrever ninguna sinceridad en aquellas palabras. Le acercó entonces el billete que ocultaba en la mano y le dijo, tocándole el hombro:
- Se lo debo, quédese lo que sobre.
Se volvió hacia los otros y pidieron.
Por un instante Pedro miró aquel billete y vio en él el vil reflejo de un cúmulo de nuevas deudas, nuevos equívocos, nuevas humillaciones, nuevas licencias para matar y agredir, todas pagadas por adelantado. Se dijo que no iba a tolerar nada de aquello. Sin embargo, introdujo el billete en la caja.  En aquel momento tenía la convicción de que nada bueno podía resultar de la disposición de los astros que había creado aquel escenario.
La cruel conciencia que se burlaba de su miedo le llevó a la cocina, cogió el primer cuchillo de más de una cuarta que encontró y se lo metió bajo la cintura, atándolo con la cinta sobrante del delantal; lo tapó y volvió a la tarima de la barra a servir. Sus ojos se volvieron entonces hacia la mesa que había bajo la ventana que quedaba detrás de aquellos hombres. Allí Julio se despachaba jugando a las cartas con otro mendigo, un tipo despelucado y astroso con la cara enrojecida por alguna enfermedad. Habían ingerido dos botellas de vino tras el almuerzo y ahora parecían tranquilos e impermeables a todo lo que había alrededor, así que se olvidó de ellos. Seguramente caerían dormidos sobre la mesa.
No pasaron, sin embargo, más de veinte minutos cuando, de repente, se rompió la tranquilidad del recinto. En el ignominioso rincón ocupado por los individuos, el camarero pudo contemplar cómo el mendigo que acompañaba a Julio se encontraba de pie frente al mostrador, al lado de aquel grupo de hombres, y el tipo alto le gritaba a voz en cuello, blandiendo el dedo frente a su cara: “¡Me has faltado al respeto y eso no lo consiento!”. Los otros intentaban tranquilizarlo tomándolo por el brazo. Entonces, de la forma más inesperada, irrumpiendo en la escena, Julio se levantó de su silla y, apoyándose en la mesa para no caerse, cogió una de las dos botellas vacías, dio un golpe sobre el respaldo de la silla e hizo del cristal roto un arma con el que dio dos pasos en dirección a aquel individuo amenazante. Un cliente logró retenerlo por detrás e inmovilizarlo, cuando la ira del tipo alto salía de su boca en unos rugidos templados pero letales.
-¡Dejadme, voy a hacer limpieza! ¡Esto es lo que este país necesita! ¡Dejadme, sólo le voy a abrir la cabeza!
Pedro actuó rápidamente: salió fuera del mostrador y, con un par de palabras apaciguantes, logró sacar del local a los dos vagabundos. Cuando volvió a entrar, los dos acompañantes sacaban al tipo iracundo del bar, intentando tranquilizarle y dejar la revuelta tal como había quedado. Sin embargo, el tipo se desprendió de los otros dos y, al pasar por el lado, agarró por la camisa a Pedro.
- Esto es lo que me tenías preparado, ¿no? ¿Es esto lo que me he de encontrar la próxima vez? ¡No, no quedará esto aquí! ¡No lo dudes!
Pero el camarero no sabía de qué hablaba, no sabía nada de lo que había motivado el altercado, no había visto nada, ni oído nada, y así lo quiso decir, pero de su boca no salió ninguna palabra cuando el tipo lo tenía prendido de las ropas.
La policía llegó no más de media hora después. Unos clientes declararon a la policía que uno de los vagabundos había atacado con una botella rota a un cliente. Los agentes se llevaron a los dos indigentes en el coche.

Ahora, después de recordar ligeramente y una vez más la escena del día, se sentía de nuevo humillado. ¿Para qué había cogido el cuchillo de la cocina?, se preguntaba, y se enojaba consigo mismo al pensar que aún lo llevaba bajo el pantalón.
La noche ya se le hacía demasiado larga. Por un momento, miró por un momento hacia arriba: no había estrellas en el firmamento. Entre las luces del salpicadero vio que, tal vez por efecto de la somnolencia, había disminuido la velocidad e intentó pisar el acelerador a fondo sin éxito. Intentó mover la cabeza para despabilarse, pero justo en aquel momento algo surgió en la carretera. Frenó de golpe y, tras un momento de conmoción, se quedó observando, atónito sobre el volante, allá en el cono de espacio que proyectaban los faros de la furgoneta, lo que parecía una enorme masa de animales de pelo ralo. Metió una marcha y dejó caer el vehículo hacia el arcén.
Eran cerdos. El gruñido de los animales era nervioso, en el centro de la carretera se movían todos alrededor de algo que no dejaban ver, como si esa presa o lo que fuera les impidiera dispersarse y seguir su camino. Pedro tomó una correa de la guantera de la puerta de la furgoneta y, un tanto temeroso, bajó del coche. Se acercó, dio un grito, blandió la correa y el grupo de animales se abrió apartándose  hacia el otro lado de la carretera; de pronto la oscuridad ocultó tímidamente a los gorrinos. En medio del asfalto quedó al descubierto un cerdo moribundo que movía la cabeza en intermitentes espasmos. Una sangre espesa y renegada brotaba lentamente de una brecha en la testuz. Todo apuntaba a un atropello. Tras un minuto contemplando el animal, obnubilado, reaccionó e intentó arrastrarlo hacia el arcén tirando de las patas, pero el animal se removió bruscamente en un arrebato nervioso e hizo que se cayera hacia atrás. Se repuso rápidamente e intentó sosegar al animal. A pesar de su inconsciencia, el animal se aferraba a la vida con todo su instinto.
-Tranquilo. Tranquilo. No te voy a hacer nada. –dijo Pedro al animal, mientras lograba prenderlo por las patas derechas y mandarlo a la cuneta en dos empellones.
La piara seguía gruñendo sordamente en la cercana oscuridad del otro lado de la carretera. Pedro acercó la cara a la herida del animal, de repente vio sus ojos brillantes y negros, y por primera vez en su vida, a pesar de los cientos y cientos de puercos que había degollado en tantos años en el matadero, sintió a través de aquellos ojos el sufrimiento del animal. ¿De qué le sirvieron entonces tantos años de matanza? El sufrimiento de aquel cerdo era inútil, acabaría muriendo antes que después. Podía acabar con él: una tajada en el cuello y toda aquella pena habría acabado. Pero no lo haría. Por alguna razón lo había decidido así. Se dirigió entonces a la furgoneta en busca de una cuerda, volvió y comenzó a atarle las patas al verraco para inmovilizarlo.
En la oscuridad ya no se oía a los otros cerdos, se habrían separado o tomado alguna vereda en busca de algún refugio, huyendo de su propio miedo. Era verano y los pastos acechados por el relente impregnaban la noche de un olor a tierra revuelta. Los grillos cantaban. A lo lejos el eco de un coche rodando por la carretera comenzaba a tomar presencia lentamente, hasta que, por fin, se hizo real. Pedro esperaba que pasara de largo, pero, de repente, el ruido del motor comenzó a decaer: el coche deceleró suavemente después de rebasar unos metros la furgoneta. Finalmente se detuvo. Los faros del coche quedaron encendidos, el motor en ralentí. Pedro sabía que no había sido visto pues se encontraba resguardado por la furgoneta. Entonces, una prisa nerviosa le urgió y se apresuró a  arrastrar el cerdo hacia la parte trasera de la furgoneta, con todas sus fuerzas, pero el gorrino ya había convertido su gruñido en un grito estridente. A pesar de que sabía que finalmente el estrepitoso griterío del animal le delataría, siguió empleándose a fondo para ocultar al animal. A lo lejos se escuchó el sonido apagado de la puerta del coche al cerrarse. Por fin, dio el último impulso al animal hasta lograr alzarlo y depositarlo en la bandeja del vagón de la furgoneta. Quedó exhausto, su cuerpo buscaba el aire, y sus miembros temblaban del esfuerzo. Pero entonces su mente extenuada fue interrumpida.
- Hola, amigo.
No lo había esperado por detrás. Ahora se hacía consciente del tiempo que había tardado en querer ocultar el cerdo en el vagón, lo que le abochornó, como a un niño al que pillan robando. Miró hacia atrás y entre la oscuridad no vio bien quién le hablaba. Con un par de pasos abandonó el espacio entre las puertas abiertas del vehículo y respondió al saludo. En aquel momento quedó de piedra al descubrir quién era aquel hombre que le hablaba. Se quedó mudo. Fue el tipo del bar, plantado frente a él con las piernas abiertas, quien, como si no lo conociese de nada, rompió el silencio.
- He visto cerdos por la carretera. Supuse que habían escapado de algún sitio. Y ahora al toparme con su coche, pensé que podía ayudarle.
Sabía que mentía. Sus palabras tenían un cerco de falsedad que lo hacían rozar el ridículo. Pensó en seguir su tarea y partir de allí cuanto antes. No tenía nada que hablar con aquel hombre. Salvo que el otro quisiera algo de él.
El tipo se acercó unos pasos y le miró a la cara. Él retrocedió un paso inconscientemente.
-Usted es el camarero de…
-Sí. Nos hemos visto hoy –dijo, no pudiendo controlar el espasmo que le palpitaba en el labio inferior-.
- No hubo suerte, ¿verdad? A veces las cosas suceden así porque los hombres somos imperfectos. Pero no tiene nada que temer de mí. Soy hombre de buena familia. Yo soy Andrés Bunardi. Mi familia lleva más de un siglo en estas tierras.
Y le alargó la mano. No supo negarle el contacto, aun sin ofrecer ningún apretón. Luego el camarero apostilló.
- Sí, me suena de algo ese nombre.
Aunque en realidad no había oído aquel apellido jamás, Pedro se mantuvo erguido, pensando aún que aquel hombre estaba mintiendo o fingiendo, no sabía con qué pretensión, pero imaginó que aquel guardaba aún algún rescoldo de la ira que le había brotado aquella tarde.
- ¿Y el cerdo? – pronunció de repente el tipo. Desde que apareció no había quitado ojo al animal, que al parecer era lo único que le interesaba. Dio entonces dos pasos y se adentró entre los dos portones abiertos del vehículo, ojeando a cierta distancia al puerco. Ahora se encontraba a escasos palmos de él, justo al lado. Su corazón comenzó a palpitar y precipitó sus palabras:
- Está malherido, habrá sido atropellado. El conductor ni siquiera se ha parado. Lo encontré rodeado de los otros cerdos que habrán escapado dios sabe dónde.
- Está sufriendo. Esos gritos… ¡dios! ¿Cómo puede usted soportarlos?
- Lo llevaré a un veterinario, conozco a uno que lo podrá atender de inmediato.
El tipo se volvió gravemente hacia Pedro. Su rostro había cambiado repentinamente. Era el mismo rostro que lo había prendido por el cuello de la camisa horas atrás.
- No puede hacer eso. ¿No se da cuenta de su estado? Este cerdo está condenado, no vivirá más de unas horas. Hay que acabar con esta locura.
- He visto curar animales malheridos como este. Lo llevaré a ese veterinario sin más demora.ç
            Pero el otro comenzó a imponer un tono de voz autoritario. De pronto comenzó a hablar lentamente, con gravedad.
- Es usted cruel. ¿Es que no oye los gritos? Pero… Sí, creo que ya lo voy conociendo. Y no puedo esperar nada de usted. Si usted no puede hacerlo, lo haré yo.
Entonces, prendiéndole por el antebrazo, miró al camarero fijamente, durante dos segundos, en un silencio que se hizo demasiado denso. Luego se apartó y dijo: -Espere aquí, no se mueva. –Y no dijo nada más.  
El tipo bordeó la furgoneta y comenzó a caminar adonde se encontraba aparcado su vehículo aún en ralentí. El miedo de pronto se apoderó del camarero hasta el límite en el que no hay más opción que actuar para sobrevivir. Así que se armó de valor, se movió fuera de la furgoneta y gritó al tipo que se parara. El otro se detuvo, miró hacia atrás y tras unos segundos de duda comenzó lentamente a desandar los pasos dados. El cerdo seguía gritando. Pedro sudaba, se miraba las manos, había soltado la cinta del delantal y, fuera de la luz de la furgoneta, se había escondido el cuchillo en la espalda. –Yo lo haré. Sé cómo hacerlo –le gritó escuetamente. Aquellas palabras quedaron solidificadas en el silencio de la oscuridad, como si el olor a tierra y la brisa que ahora empezaba a moverse las hubieran atrapado como una pluma en el hielo.
Los dos hombres primero frente a frente y luego uno tras otro se adentraron en el umbral luminoso que se había creado entre las portezuelas. El cerdo seguía gritando. –¿Sabe una cosa? –dijo el tipo alto- yo sé manejar el cuchillo - y se agachó para sacar algo del interior de su pernera.

- Se lo comerán los buitres. Lo escondí entre la retama del monte, en la cima –le diría a ella. O tal vez callarlo para siempre.

Regina siempre lo esperaba despierta. Aquella noche eran las cuatro de la mañana cuando la furgoneta irrumpió entre sus nervios para apaciguarlos. Era entonces cuando todo el cansancio se desataba y caía sobre sus ojos bruscamente. Pero aquella noche, al entrar Pedro por la puerta, no oyó el sonido de esta al cerrarse, aquella falta se introdujo en su sueño de la misma manera que la ausencia del padre en el miedo de los niños. Entonces, como si hubiera estado esperando esa misma señal de alarma, notó la presión en su brazo.
- Re, necesito tu ayuda.
Y salió de casa, tras él, bajando las escaleras comunes, pisando peldaño a peldaño lentamente el miedo a algo inequívoco e inexorable. Ya abajo, él se adelantó en un movimiento decidido. Abrió los portalones del furgón y un animal negro surgió de las tinieblas del vagón. Tenía un lazo en el hocico. Se movía levemente. Entonces él penetró en la cavidad, arrastró hacia sí el animal, le cogió por las dos patas delanteras y dijo:
- Vamos a subirlo. Mañana haremos matanza.  


  

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