"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 2 de diciembre de 2011

SÓLO SE MUERE UNA VEZ


José Antonio Nisa
La primera vez que su madre murió tenía ocho años. Recordó entonces aquel día de blanco invierno en que, antes de que el sueño lo atrapara por completo, logró espantar un fantasma que le rondaba por el cabecero de su cama: “Mamá, prométeme que tú nunca te morirás”. Insospechadamente, su mamá le consoló por entonces con la promesa. Sin embargo, allí quedó él, solo con su papá en una casa solitaria y vacía de ruidos, voces, discusiones y miradas pálidas, mientras su mamá moría con una nueva juventud en casa del papá de otro niño para el que, lejos de morir, acababa de nacer una nueva mamá.
Antes de que su madre volviera a morir por segunda vez, le había prometido que nunca más le dejaría, que nunca más, nunca más, repitió con lágrimas en los ojos. Mas a fuerza de llorar, su mamá remozó su autocompasión con un nuevo capítulo de serial de sobremesa: un nuevo bandido se la llevó de casa con una flecha en su corazón, mientras ella lloraba la mala conciencia de su pasión. Lágrimas de cocodrilo, decía su papá. Tenía entonces doce años, y aquella vez su papá no le ayudó con las maletas, sencillamente porque ni siquiera se las llevó. De aquella segunda muerte de su madre, más tarde supo que un alemán calvo de gran fortuna le había embaucado el corazón.
La tercera muerte de su mamá ya la esperaba después de su segundo regreso, pues ya apenas se le escuchaba hablar con su padre tras la puerta de la cocina. Él tenía entonces quince años, y ya salía con chicas a las que decía que su mamá había muerto. Su madre se fue a vivir con un profesor de yudo, también calvo, de musculatura redundante y ojos rasgados. Los vio juntos del brazo paseando de tiendas por el centro y pensó que era un espejismo.
Al cumplir los dieciocho años su madre ya era un fantasma. No se había atrevido a volver a casa, quizá por temor a morir por cuarta vez, y había acabado arruinada en casa de sus abuelos. Cierto día, el chico acudió de visita ante una insistente llamada de su abuela. Fue entonces cuando la descubrió. Al cruzar la puerta del vestíbulo ella se aferró a su cuerpo y gimió. No derramó lágrimas, pues ya las había agotado todas. Su abuela, oscurecida por la vergüenza, volvió la cabeza. Pero ella, la mamá pródiga, cándida alma polvorienta, le hablaba arremetiendo contra su propia existencia: “¿Me quieres? ¿Podrás perdonarme alguna vez?” Él sentía que algo ocurría a su alrededor, aunque no lo podía definir demasiado bien: un marasmo extraño, un susurro incomprensible. Al fin y al cabo, es lo más que se puede entender cuando hablan los muertos.

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