"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 31 de diciembre de 2011

CUESTIÓN DE FE

José Antonio Nisa

 “¿En qué creer hoy día? ¿Por qué creer?” Suenan estas preguntas como las cadenas arrastradas de un fantasma ululante que inquietan a la Razón y al que sólo podemos vencer con la palabra, aunque no es fácil agarrar palabras para lograr creer que lo vencemos. Sin embargo, nos conformaremos con creerlo.
No hay que haber vivido demasiado para comprobar que la fe del hombre no pertenece al terreno de la voluntad. El hombre no puede plantearse si creer o no creer; el individuo, sencillamente, cree o no cree, como un hecho que surge de las profundidades de su alma. Pensar que la fe es un acto de voluntad es caer en la tópica ilusión de que el hombre controla sus impulsos, sus deseos o sus sueños.
El hombre tiene la necesidad de creer en algo, como máxima expresión de lo único que lo mantiene vivo a pesar de todo: la Esperanza. Todas las personas confían en que un Algo que no depende de ellos los salve de la angustia existencial congénita: Dios, la Ciencia, la Razón, la Magia, la Justicia, el Socialismo,… sin embargo, estos dioses nunca se han podido mantener solos, sin una moral o doctrina que lo sustente, basada en unos valores que respondan realmente a lo que el hombre necesita. El paso del tiempo ha demostrado, no obstante, el fracaso de estas doctrinas, y, en definitiva, de estos dioses, porque ni el catolicismo ni el socialismo ni la ciencia ni el ateísmo, supieron responder a las necesidades del hombre, al deseo de ser amparado en la tierra por una patria, por una especie de Humanidad pura, porque todas ellas clavaron alguna vez la espada en la tierra para proteger su oro. Todas las creencias que alguna vez predicaron la salvación de la Humanidad fracasaron y ahora el hombre vaga por el mundo sin una clara idea siquiera de que la Humanidad exista, buscando ese sentimiento de fraternidad por algún sitio, la calidez humana, algún lugar al que pertenecer. La fe es para el hombre la posibilidad de una patria, un lugar donde depositar sus más profundas raíces humanas sin avergonzarse, una nueva patria para superar la decepción del Hombre.
Pero ¿hacia dónde camina el hombre errabundo? ¿Y cuál es la creencia que podría salvar a la humanidad? Más allá del debate, más o menos artificioso, que se establece hoy en día entre los diferentes dioses o religiones, entre las no-creencias y las creencias más consolidadas, existe en cada hombre una fe íntima que bien se cuida de guardar en su cuarto más oscuro.
Aun siendo consciente de su poder sobre la naturaleza, aun ostentando los principios más sólidos que caben en su consciencia, todo hombre en algún momento ha sucumbido a la imploración irracional: “Ojalá”, “Dios mío”. Aunque no crea en nada, aunque crea firmemente en el poder de la Razón, en la Ciencia, en el orden social y universal que ha construido, el hombre lanza su “Ojalá” en ese anhelo de que exista esa Voluntad universal que atienda a sus deseos, que sea capaz de perdonar, de hacer olvidar, de imponer una Justicia verdadera, que no es más que la justicia que desea para sí. Porque ¿quién no cree merecer algo que el mundo no le ha dado? ¿quién no cree que la Justicia de los hombres es injusta y espera que algún dios le resarza?
Calvero, el protagonista de Candilejas, lanzaba retos al destino con su “¡Viva la vida, viva sin esperanzas!”. Y, sin embargo, llegó el día en que tuvo que entregar su amor a una triste bailarina, y allí se encontró estragado tras las bambalinas, lanzando con toda su alma las palabras a algún rincón del universo “Por favor, dale fuerzas para que baile”. ¿Y no era aquello una oración? ¿Qué es la oración sino la expresión de un deseo? El hombre desea, y a veces el deseo egoísta le lleva a dotar a esa Voluntad que rige el mundo de una personalidad antojadiza, cruel y caprichosamente benévola, y una naturaleza egoísta, tanto como la suya propia, y así, según esa misma lógica, piensa: “Para que la Voluntad actúe a nuestro favor, es necesario entregarle algo a cambio. Como compensación, haré un Sacrificio”. Qué burda esa creencia de que el dolor compensa al placer. Quizá Dios se haya reído de nosotros al vernos prosternados durante horas en las iglesias, o al vernos sacar el corazón al cordero, o cumpliendo estoicamente las normas más severas de la moral, quizá ni siquiera haya dios que se ría de nada y sólo sea esto nuestra risa imaginada.
No deja de sorprender la vigencia que tienen aún hoy los dilemas filosóficos sobre esta cuestión que creaba el escritor Feodor Dostoievski a través de sus personajes. En todas sus grandes obras aparece la figura de ese individuo con “ausencia de juicios” o con una “comprensión absoluta” de todos los actos humanos. Aliosha, en Los Hermanos Karamazov, Marcar Ivanovich, en El adolescente, o el príncipe Mishkin en El Idiota, son personajes que encarnan ese arquetipo de ser humano: hombres absolutamente ridículos en una sociedad urgida por los valores materiales y por una moral llena de hipocresía. Cuando estos personajes se aferran a la divinidad como único modo de salvarse están declarando al mismo tiempo el fracaso del hombre como ser racional, el fracaso del hombre como individuo más allá de su animalidad. Toda la construcción social que hace el hombre para poder convivir con sus semejantes se basa en la razón y en la ciencia, y al frente de esta artificiosa construcción, como fin último que mueve y dirige al hombre por los caminos de la vida, se encuentra la idea de la conservación y prosperidad de la especie humana (el patriotismo y los ideales políticos no son sino las caras más perceptibles de esto). Sin embargo, el ser moral, resultado de esa construcción social del hombre, no sobrelleva muy bien sus impulsos más irracionales y, consecuentemente, hace el mal, mata, roba, difama,… Parece que en este sentido el hombre moral ha demostrado no tener remedio. La moral rígida ha generado odio entre los seres humanos, guerras, malquerencias, horrores; la bondad ha quedado como algo meramente formal, como una licencia para ser reconocido y aceptado, pero muy lejos de ser una bondad auténtica, emanada del alma. El amor es un concepto que queda en el ámbito de lo privado, de las pasiones amorosas, o de los afectos familiares, pero casi siempre es algo ajeno a toda ley moral. Así, esos personajes de Aliosha o Makar Ivanovich encarnan ese pensamiento rebelde con el que Dostoievski quiere romper la moral basada en la razón y en la ciencia, y en el que desea con todas sus fuerzas que el mundo deje de juzgar y comprenda que lo único que nos puede salvar de este tormento de la vida es el amor incondicional, al día de hoy un amor ridículo a los ojos de la moral establecida, como los mismos personajes que lo encarnan. Para Dostoievski ahí es donde interviene Dios, ese es el sentido de la fe: el hombre no puede anteponer ninguna idea al amor incondicional, a la compasión, el valor de la bondad cristiana como bondad que nace de un puro sentimiento humano es el valor que coloca por encima de todos los demás valores de los hombres a través de estos personajes. Todo lo cual le lleva, además, a realizar una dura crítica a la institución de la Iglesia como institución que ha aniquilado los verdaderos valores del cristianismo e instaurado una moral basada en el miedo y cuyo objetivo último siempre fue la conservación de su poder.
En un mundo en el que ya quedan pocos lazos humanos por romperse, existen almas que han perdido la fe en todo, y a las que sólo queda entregarse al presente y a lo material, porque la vida los ha convencido de que todos los deseos se pueden satisfacer con ello. Los esfuerzos de un alma así cincelada se obstinan en el placer y el dinero, los dioses bien avenidos del siglo, mostrando el síntoma de una enfermedad: la pérdida de la Esperanza. ¿En qué creer? ¿Por qué creer?, suenan las cadenas de nuevo. Cuando el hombre ha muerto ya tantas veces, a causa de los fracasos de tantos y tantos dioses, cuando el calor humano le ha abandonado, ya no le queda más remedio que entregarse a sí mismo y al puro hedonismo.
Y sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, al final de la tragedia, en el último episodio, siempre surgió aquella fe que salvó de la ruina a la especie humana. Una fe tan ancestral como el arrullo de una madre, de la que se quiso impregnar el cristianismo, o el socialismo, o las primeras almas cándidas que volaron hasta la mano de Charles Manson. Aquella fe que movió al hombre hacia el alma del otro e hizo que se apoderara de su tristeza, de su alegría, y poder conocer así el dolor ajeno, aquella fe siempre estuvo ahí, esperando para salir al rescate.
Pero eso sólo al final de la tragedia. Mientras tanto seguiremos mejorando Facebook.




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