"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 24 de enero de 2012

MERECER

José Antonio Nisa
“Merecer es el engaño de la necesidad. Merecer es, es… es como creer en Dios. Justamente”, se deleitaba con sus pensamientos mientras caminaba. En las calles el eco de sus tacones sonaba bajo el silencio. Las luces de las lámparas de gas hacían brillar la humedad del suelo. La luna llena brillaba arriba, al frente, en el rectángulo de cielo que delimitaban las dos hileras de edificios altos.
Se acercaba al puerto. El olor a pescado, el murmullo del mar agitado contra la escollera, el malecón. Las calles le parecían elásticas: por mucho que caminaba, la calle avanzaba aún más. Sin darse cuenta llegó al lugar. En una esquina sonaba apagado el griterío del gentío. Entonces abrió la puerta. El ruido le golpeó y la devolvió a la realidad. Buscó con la mirada y se dirigió al fondo, donde ya un grupo de hombres había detectado su presencia y había dejado de hablar, esperando su llegada con cara expectante. Oculto entre el grupo, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba él, hecho un trapo. Ella lo miró y esperó que él se levantara. Así lo hizo, aunque apenas podía mantenerse en pie. Entonces, al acercarse, ella sacó del bolso unas llaves y se las puso en el bolsillo. “Para que no las pierdas. No las necesito.” La cara del hombre no conseguía asumir la gravedad que él sabía que tenía aquel encuentro. Al final, no logró articular palabra. Ella se despidió entonces: “Hasta aquí hemos llegado. No me merezco esto.” Y salió del local con paso ágil. Cerró la puerta y volvió al silencio de la noche. Continuó caminando por las calles elásticas hacia el puerto. Llegó hasta la dársena. Desde allí llamó a casa. Su marido cogió el teléfono. “¿Fredo? Soy yo.” Intercambiaron palabras de paso. “¿Crees que merezco una oportunidad?”, dijo finalmente.  Por un momento se hizo el silencio. Pero él respondió: “Y tú, ¿crees que la mereces?”. Ella sintió caer el cielo sobre su cabeza. La luna, el pasado, los placeres de la carne, la pasión. Y por un momento, por primera vez desde hacía años, pensó verdaderamente en él. Se estremeció ante aquel sentimiento de vergüenza sobrevenido. Entonces, colgó el teléfono.
Se adentró de nuevo en las calles elásticas del centro. El eco de sus pasos rasgaba el silencio de la noche inagotable. “Dios sabe que lo merezco. ¿Verdad?”, se decía mientras caminaba.

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