"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 8 de enero de 2012

DE UN GOLPE A LA ETERNIDAD

José Antonio Nisa
Encontré algo que me permitió pasar a la eternidad. No sé qué designios se escribieron para mí,  pero el caso es que así fue.
Se extinguía poco a poco el día. Yo pasaba por la cima de la montaña, bordeando el desfiladero,  cuando de repente vi un precioso objeto, apenas atrapado por la arena, que metí en mi bolsillo. Estaba un poco manchado, algo así como sangre seca, pero bajo aquella suciedad el objeto irradiaba un dorado esplendor entre sus maravillosas incrustaciones pétreas. Continué sin más hasta que llegué al borde del abismo. Era mi último día y, la verdad, pocas esperanzas tenía. Allí apareció el guardián, con su aspecto sórdido y grisáceo. Sus hombros eran poderosos, sus musculosos brazos llegaban al suelo. Daba verdadero miedo. Abarcaba, digamos, toda la puerta principal, y en sus ojos brillaba una sonrisa extraña. Entonces me acerqué. El guardián sólo dijo dos palabras: “La entrada”. Bruscamente. Pero entonces yo, sabiendo que estaba perdido, que no podía reclamar mi derecho a  entrar en el palacio de los elegidos por la posteridad y que, sin remedio, iría a parar al fondo del abismo, probé y saqué el objeto. Entonces el rostro del guardián se trocó serio y estupefacto. Su mirada se volvió temerosa y, sin pronunciar palabra, me hizo un gesto con la cabeza para que entrara. Rápidamente penetré en el palacio. Las escaleras de mármol, la puerta dorada, abierta de par en par. Pasé al interior. Tras cruzar un oscuro y amplio vestíbulo, me dirigí de frente al enorme atrio. En él sorprendí a un grupo de personas que hablaban amenamente. Sus caras me eran conocidas. De pronto, al percatarse de mi presencia, la conversación cesó y miraron hacia mí. Uno de ellos, un eclesiástico con tiara e ínfulas, se me acercó. “Buenas tardes, buen hombre, ¿a quién tenemos el gusto de dar la bienvenida?”, me dijo. Aquellas palabras eran magnánimas, tanto como los personajes que yo veía y que apenas reconocía. Entonces, al no tener una respuesta estricta que me orlara en aquel cuadro ilustre que presenciaba, saqué de nuevo la daga que enseñé al guardián. Como deslumbrado por el objeto, el hombre de la tiara volvió la cabeza de repente, y gruñó. Se dirigió con diligencia hacia los demás hombres del grupo y comentaron algo entre susurros, enviándome miradas furtivas. Al punto, el eclesiástico vino a mi encuentro de nuevo, con determinación, con los hombros levantados y la cara enfadada. “Maldito, cómo te dejaron pasar. Hiciste tanto daño. Tanta gente que quedó en el mundo sin esperanzas”, me dijo con cierto despecho. Un poco aturdido me quedé, y sin palabras, mas no podía creer en esa maldad que inopinadamente me atribuían. Entonces intenté indagar entre sus argumentos: “No conozco persona viva sin esperanzas”, dije por decir, como una mera réplica a aquella acusación. Pero, entonces, antes de que el otro me respondiera, alguien apareció por una puerta lateral. Era un tipo con mostacho y cara de perturbado. Me sonaba su cara. “¡Ah! ¡El filósofo!”, exclamé.  Y entonces los demás se apartaron y se alejaron de aquella figura quijotesca. Cuando este se acercó hasta mí y vio la daga en mi mano, se sonrió, me tomó del brazo y me dijo: “Por fin, el hombre superior”. En aquel momento entendí el deicidio del que se me acusaba y que aquella daga no había sido más que el arma insigne con la que se cometió tamaño crimen. Y entonces no pude más que soltar una carcajada inmensa, tras la cual me dirigí al filósofo con unas palabras: “No, se equivoca: el hombre superior será el que acabe con el último dios.” “¿El último?”, me preguntó extrañado. “Sí, si existe el último”, y me fui hacia el interior, alegremente, convencido de que me restaba una vida deliciosamente divertida entre aquellos absurdos personajes, en aquella absurda eternidad.

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