"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 24 de enero de 2012

MI DROGA

José Antonio Nisa

    Llevo tres días sin ver a mi contacto. Desde la ilegalización no había dejado de suministrarme mis dos paquetes diarios. No sé qué le habrá pasado. La última vez que le vi me dijo que no había mucha mercancía, que la entrada estaba muy vigilada. El hombre no quiere asumir riesgos y terminar entre rejas. Lo comprendo. Pero ahora yo sufro: es mi droga.
Nunca pensé que pudiéramos llegar a este estado lamentable. El gobierno y su jodida campaña, las asociaciones antitabaco con su maldito aire puro, los escarabajos radiofónicos y las hienas en los platós de televisión salivando doctrinas salutíferas. Todos nos han reventado. Lo prohibieron todo de un plumazo y de la noche a la mañana nos convertimos en delincuentes. Y les importó un carajo los estanqueros prejubilados, los empleados de las tabacaleras, los cultivos desechados. Todo les importó menos que incluso nosotros los enfermos adictos. “Un país sin humos”, reza en la valla que hay frente a mi ventana. Yo dejaré mi ventana abierta para joder su campaña con mi humo. 
Ya casi todos dejaron de fumar. Aprovecharon la ocasión para no pasar media vida a escondidas, con ese miedo retro infantil a ser descubiertos en pecado. Ahora se congratulan de ello y me hablan de sus ahorros, sus monedas de oro amontonadas sobre la mesa de sus despachos secretos, su salud en cifras. La clase media ha de ser saludable. Está escrito.
Y en mi casa lo tirábamos todo por la ventana: todos excepto mamá nos pudríamos con el vicioso humo negro. Todos excepto mamá. Un disparate. Pero ahora sólo quedo yo, a solas con mi medicina, con mi dulce medicina que exhalo al aire puro en las noches de candor, en las horas de silencio, de soledad, de evasión. ¿Quién me podrá quitar alguna vez este placer?
Esta mierda no ha conseguido echarme atrás. Los analgésicos me alivian el dolor. Quiero morir fumando. Me convertiré en un mártir del tabaco, el defensor de la libertad de morir envenenado. Aunque sé que nunca nadie me honrará por ello.
En la oficina saben que me ocurre algo. No puedo ocultarlo más. Son demasiados días de médico. Mis compañeros ya conocen lo que hago en mis escapadas al retrete del sótano. Algunos me miran como un apestado. Basta con eso, no echaré más grano a las gallinas: de mi boca no saldrá una sola palabra. Ya he perdido demasiado, y ahora quiero estar tranquilo. He decidido morir en mi casa y a ellos no les importa un carajo.
Mañana saldré de viaje a ver a mamá. Aún no conoce lo mío. Ella me sigue queriendo. Me despediré de ella, aunque eso no lo sabrá. Entonces debo mostrarme como siempre, evitar pensar en que es la última vez. No vaya a ser que me dé por ablandarme y hacer tonterías. La imagino: “¿Qué te pasa hijo? ¿No eres feliz?”  No, no daré lugar a eso. Y, sobre todo, no fumaré delante de ella. Para no escuchar monsergas.

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