"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 6 de junio de 2012

CUATRO SEGUNDOS


José Antonio Nisa
Siempre había oído decir que momentos antes de la muerte toda tu vida pasa por delante de tus ojos en tan sólo unos segundos, como el muelle de un reloj que se suelta de repente tras haberse pasado la cuerda, regresando así al inicio del tiempo. Al principio, yo mismo pensaba que era una broma como otras veces hice: una chiquillada de esta cabeza de niño que no sabe aceptar y que pasa toda la vida esperando. Nada serio, un juego entre yo y mis límites. Sin embargo, de repente, apareció el perro, y tan sólo un ladrido bastó para que todo se me revelara real. El juego dejó de ser jugado y, de paso, se me hizo patente mi incapacidad para superar aquel miedo ancestral a los canes.  
De repente, volaba. El viento me presionaba los oídos como un huracán fornido que se aferraba a mi cabeza. De pronto una serie de imágenes se sucedieron ante mis ojos: la maceta de geranios sobre el alféizar de la ventana del décimo, la harpía del octavo riñendo con su marido, María soñando sobre su pupitre, la pipa del indio que me miraba pasar con ojos pétreos, la persiana enmohecida del cuarto, la dulce trompeta del chico del tercero, la rubicunda adolescente descifrando sus piercings a ritmo de heavymetal, el segundo del desahucio con su pintada indignada, el detective privado desconocido del primero, la tienda de electrodomésticos con su toldo a rayas rojas y blancas, todo se me hizo tan rápido que creo que jamás en mi vida cuatro segundos habían dado tanta cantidad de imágenes y pensamientos reconcentrados en ellas. Entonces se me reveló que todas las vidas que allí había visto en aquellos cuatro segundos habían sido parte de mí mismo, de mi propia existencia, y que sin ellas y sin otras existencias como aquellas, mi vida no habría sido más que una línea circular, serenamente desquiciada en la espera de la hora final. Me alegré de aquel descubrimiento. De lo otro, ni rastro: de nuevo la inocencia del niño que cree en los puntos de acumulación de energía, en la regeneración del infinito dentro de la finitud de tan sólo cuatro segundos.
Finalmente me he convencido de que en mi interior no había nada, y que las experiencias son imposibles de recrear. Un señor se acercó a mí, se llevó las manos a la cabeza y gritó. Otras caras descompuestas se acercaron intentando comprenderme, o más bien, identificarme. Tal había sido mi locura. La vida había volado y ¡zas! se había evaporado, así sin más, como el globo de agua que explota al caer. Oí hablar a una señora de desesperación, algo que me contrarió: ¿Quién había sido víctima de la desesperación? No, no había sido yo de esos que tienen un motivo para saltar. La policía buscará rastros en mi ordenador. De seguro que molestarán a Irene.
Por fin, un hombre me reconoció: “Es el que ya intentó tirarse hace dos semanas.” Maldito. Ahora dirá alguna bobada. Ya me podría haber avistado allí arriba como entonces. Toda la calle se llenó de mirones, los bomberos subieron a recogerme, mis lágrimas saltaron de la emoción. Pero ahora, ¿de qué filosofar? Ya lo he comprobado todo: cuando nadie te mira, terminas cayendo al vacío de cualquier manera.

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