José Antonio Nisa
Siempre
había oído decir que momentos antes de la muerte toda tu vida pasa por delante
de tus ojos en tan sólo unos segundos, como el muelle de un reloj que se suelta
de repente tras haberse pasado la cuerda, regresando así al inicio del tiempo. Al
principio, yo mismo pensaba que era una broma como otras veces hice: una
chiquillada de esta cabeza de niño que no sabe aceptar y que pasa toda la vida
esperando. Nada serio, un juego entre yo y mis límites. Sin embargo, de
repente, apareció el perro, y tan sólo un ladrido bastó para que todo se me
revelara real. El juego dejó de ser jugado y, de paso, se me hizo patente mi
incapacidad para superar aquel miedo ancestral a los canes.
De
repente, volaba. El viento me presionaba los oídos como un huracán fornido que se
aferraba a mi cabeza. De pronto una serie de imágenes se sucedieron ante mis
ojos: la maceta de geranios sobre el alféizar de la ventana del décimo, la harpía
del octavo riñendo con su marido, María soñando sobre su pupitre, la pipa del
indio que me miraba pasar con ojos pétreos, la persiana enmohecida del cuarto, la
dulce trompeta del chico del tercero, la rubicunda adolescente descifrando sus
piercings a ritmo de heavymetal, el segundo del desahucio con su pintada
indignada, el detective privado desconocido del primero, la tienda de
electrodomésticos con su toldo a rayas rojas y blancas, todo se me hizo tan
rápido que creo que jamás en mi vida cuatro segundos habían dado tanta cantidad
de imágenes y pensamientos reconcentrados en ellas. Entonces se me reveló que
todas las vidas que allí había visto en aquellos cuatro segundos habían sido
parte de mí mismo, de mi propia existencia, y que sin ellas y sin otras
existencias como aquellas, mi vida no habría sido más que una línea circular,
serenamente desquiciada en la espera de la hora final. Me alegré de aquel
descubrimiento. De lo otro, ni rastro: de nuevo la inocencia del niño que cree
en los puntos de acumulación de energía, en la regeneración del infinito dentro
de la finitud de tan sólo cuatro segundos.
Finalmente
me he convencido de que en mi interior no había nada, y que las experiencias
son imposibles de recrear. Un señor se acercó a mí, se llevó las manos a la
cabeza y gritó. Otras caras descompuestas se acercaron intentando comprenderme,
o más bien, identificarme. Tal había sido mi locura. La vida había volado y
¡zas! se había evaporado, así sin más, como el globo de agua que explota al
caer. Oí hablar a una señora de desesperación, algo que me contrarió: ¿Quién
había sido víctima de la desesperación? No, no había sido yo de esos que tienen
un motivo para saltar. La policía buscará rastros en mi ordenador. De seguro
que molestarán a Irene.
Por
fin, un hombre me reconoció: “Es el que ya intentó tirarse hace dos semanas.”
Maldito. Ahora dirá alguna bobada. Ya me podría haber avistado allí arriba como
entonces. Toda la calle se llenó de mirones, los bomberos subieron a recogerme,
mis lágrimas saltaron de la emoción. Pero ahora, ¿de qué filosofar? Ya lo he
comprobado todo: cuando nadie te mira, terminas cayendo al vacío de cualquier manera.
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