"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 27 de junio de 2012

EL DIRECTOR


J.A. Nisa
                 
El bibliotecario había salido a tomar café y, sin percatarse de ello, había dejado su cuenta de correo abierta. Unos minutos más tarde, el director se acercó al equipo y observó aquella ventana abierta. Cerciorándose de no ser visto, se sentó y cliqueó el tercer mensaje, atraído por las señas “Fw: Rv: El azar no existe”. Entonces una música oriental comenzó a brotar por el pequeño altavoz del ordenador, acompañando unas imágenes celestiales y unas frases.
“Todos creemos en el azar, y pensamos que es el azar quien pone en el camino de nuestras vidas a esas personas que nos ayudan a ser mejores.”
- ¡Ja! –murmuró entre dientes- ¿Quién será entonces? ¿El espíritu de la navidad?
 “En realidad hemos sido nosotros quienes sin saberlo hemos buscado por el mundo a esas personas que respondían a nuestra necesidad de ser. De entre las decenas de miles de personas que pasaron por delante nuestra, solo a ellas les ofrecimos nuestra mano, porque eran ellas los seres que necesitábamos...”
- Qué barbaridad, dios mío. ¿Quién ha podido parir estas cosas? –seguía mascullando el director entre dientes.
De repente, se oyeron voces en el exterior de la sala. Se apresuró a cerrar el correo.
- Hala, fuera…-El ordenador comenzó a parpadear-. Qué melosos estos tipos, qué sensibleros. Alguien debería prohibir estas estupideces de la meditación y el budismo. – Comenzaba a impacientarse ante la lentitud del equipo. –Dios, con las cosas que hay que hacer. Así va el mundo. Trabajar, trabajar y trabajar: eso es lo que hay que hacer para salvar el mundo. Incluso para salvarse a sí mismo. ¡Trabajar! Nadie se entera de eso.
Se abrió la puerta de la sala y una frase golpeó bruscamente en los oídos del director: “Aquí no se salva nadie, créeme, nadie, ni siquiera el director.” Tras aquellas palabras aparecieron las figuras del auxiliar y del bibliotecario con sus gafas corridas sobre la punta de la nariz. Un silencio completo se hizo en la sala. El director disimuló hábilmente buscando algo entre unas mesas, antes de salir. Al cerrar la puerta, se oyeron unas risas que lo irritaron. “Yo sí me salvaré. Claro que sí”, se dijo, golpeando la mesa.

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