J.A. Nisa
El bibliotecario había salido a
tomar café y, sin percatarse de ello, había dejado su cuenta de correo abierta.
Unos minutos más tarde, el director se acercó al equipo y observó aquella
ventana abierta. Cerciorándose de no ser visto, se sentó y cliqueó el tercer
mensaje, atraído por las señas “Fw: Rv: El azar no existe”. Entonces una música
oriental comenzó a brotar por el pequeño altavoz del ordenador, acompañando unas
imágenes celestiales y unas frases.
“Todos creemos en el azar, y
pensamos que es el azar quien pone en el camino de nuestras vidas a esas
personas que nos ayudan a ser mejores.”
- ¡Ja! –murmuró entre dientes- ¿Quién
será entonces? ¿El espíritu de la navidad?
“En realidad hemos sido nosotros quienes sin
saberlo hemos buscado por el mundo a esas personas que respondían a nuestra
necesidad de ser. De entre las decenas de miles de personas que pasaron por
delante nuestra, solo a ellas les ofrecimos nuestra mano, porque eran ellas los
seres que necesitábamos...”
- Qué barbaridad, dios mío. ¿Quién
ha podido parir estas cosas? –seguía mascullando el director entre dientes.
De repente, se oyeron voces en el
exterior de la sala. Se apresuró a cerrar el correo.
- Hala, fuera…-El ordenador
comenzó a parpadear-. Qué melosos estos tipos, qué sensibleros. Alguien debería
prohibir estas estupideces de la meditación y el budismo. – Comenzaba a
impacientarse ante la lentitud del equipo. –Dios, con las cosas que hay que
hacer. Así va el mundo. Trabajar, trabajar y trabajar: eso es lo que hay que
hacer para salvar el mundo. Incluso para salvarse a sí mismo. ¡Trabajar! Nadie
se entera de eso.
Se abrió la puerta de la
sala y una frase golpeó bruscamente en los oídos del director: “Aquí no se
salva nadie, créeme, nadie, ni siquiera el director.” Tras aquellas palabras
aparecieron las figuras del auxiliar y del bibliotecario con sus gafas corridas sobre
la punta de la nariz. Un silencio completo se hizo en la sala. El director
disimuló hábilmente buscando algo entre unas mesas, antes de salir. Al cerrar
la puerta, se oyeron unas risas que lo irritaron. “Yo sí me salvaré. Claro que
sí”, se dijo, golpeando la mesa.
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