"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 8 de junio de 2012

HISTORIA DE TERESA


José Antonio Nisa
En aquel tiempo en que aún no había descubierto los secretos del amor, soñaba con su príncipe, con su idealizado hombre, y así lo expresaba en las portadas de sus cuadernos, a través de versos jóvenes e inocentes, escritos de un puño que alguna vez sufrió más de la cuenta y que transmitió su dolor a otras chicas que también lo quisieron para ellas. Y mientras, se abstraía de la clase de matemáticas y soñaba con el baile del viernes por la tarde, con la primera vez, con el primer beso, con el primer roce, con la primera espina.
Aquel baile duró varios años, varios veranos, varios inviernos, y pasó cientos de días sentada en el mullido sillón de la espera, traicionero, venenoso como la flor por la que resbalamos hasta finalmente sucumbir ahogados en el alcohol de la primavera. Y al final todos ya se cansaron de bailar y los príncipes fueron consumiendo sus historias fantásticas, entre musas, sirenas y hechizos, entre lunas llenas y corazones bondadosos, entre malvados ogros y brujas subrepticias, y su corazón voló a la soledad, la soledad de ellos dos, los últimos, condenados a mirarse, condenados al número dos. “¿Bailas?” No había nadie más. Y aquel chico inesperado se convirtió en su príncipe, se adhirió a su destino y fueron felices entre las sábanas de la necesidad, hasta que más tarde, diez años o más, se apagó la llama de una historia sin elección, sin márgenes, sin arcén. Y entonces alguien dijo: “Necesita enamorarse”.
Fue el momento en que apareció el amor inesperado, con versos de perdulario, con canciones desalmadas, para dar una oportunidad a la duda, para ofrecer un poco de licor, un poco de ebriedad, un desvío repentino surgido en la autopista. Acelera, acelera, le decía su corazón.
Pero en su cabeza se encontraba el retrato de su padre. Todo lo que alguna vez tuvo llevará por siempre su nombre, el nombre de sus favores, de sus marchitos favores, y su espíritu enhiesto verá en ella siempre la luz opaca del deber y una promesa de eternidad. Y entonces quedó postrada sobre un manto de resignación, alejada del desvío que de la autopista alguien trazó para ella. Y ahora todos los días duerme contemplando las puestas de sol, contemplando las nubes que cubren el cielo al final de la tarde, e imaginando el rostro de alguien que pensando en ella lentamente cierra los ojos, soñando con ese día en que el destino la obligue a rectificar y reclame el miedo de los amantes a ser aplastados por la furia del cielo embravecido, y reclame el verdadero amor que brota de él.
Y en las tardes de invierno ella se sienta a contemplar tristemente el fuego de la chimenea, y en él no ve más que terribles caras que llamean escupiendo risas entre la consunción de un tiempo ya en rescoldos, agotado, desgastado entre las cuatro paredes de una fantasmal felicidad. En la habitación caldeada ella tiembla, alguien golpea el cristal de la ventana y surge una cara gris entre la nieve que rodea el cristal. ¿Quién será? , se pregunta. Y entonces una sombra de horror recorre su cara, cuando de pronto el timbre suena y ella se tapa la cara con las manos y reza: “Dios, no me dejes tener miedo. No me dejes creer en nada más otra vez”.
Entonces la puerta cruje, ella se encoge sobre el sofá, una mano se le acerca, le toca la espalda, lentamente ella se vuelve y sus ojos se empañan de nuevo en lágrimas que nunca nadie puede ver, al comprobar cómo de nuevo su padre acude para salvarla de la locura.

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