José Antonio Nisa
Si su padre hubiera vivido cuando su juventud, con su pragmatismo y su
rudeza sin duda habría arrancado la cizaña desde el principio, y habría
evitado que llegara a la edad adulta con la cabeza y el espíritu minado
de quimeras. Pero, precisamente a causa de tal ausencia, durante los
años de florescencia el muchacho se había entregado afanosamente a esa
abstrusa labor de incubar ideas y pensamientos fatales, como si no
esperara de ellos más que la instrucción paterna que nunca tuvo.
Y al final encontró aquello que parecía estar buscando desde su
orfandad, quizá un motivo para mortificarse el resto de su vida: tomó
querencia por las utopías. Y con en ellas se nutrió de
todos esos mundos posibles que esperan la desaparición del hombre de la
faz de la tierra para nacer. Año tras año fue envolviéndose en una fina
aureola de conocimiento que convalidaba en las más prestigiosas
universidades del mundo, entre cuyos libros perdió, casi sin darse
cuenta, la alegría por la vida.
De pequeño su padre le había inducido a ver la realidad de las cosas:
“Nosotros somos pobres, y estamos obligados a hacer fortuna”, le decía.
Pero él olvidó aquella obligación, para, al final de su periplo
universitario, comenzar a reconocer que, mal le pesara, la razón, su
razón, no estaba hecha para ser validada por las leyes de los hombres,
igual que toda la belleza del mundo, de la luna, del sol y de los mares,
jamás podría ser entendida por ninguna lógica humana. Y entonces, sin
poder soportar más la incongruencia del mundo, marchó a África, enrolado
en una organización humanitaria. Durante años, se dio un auténtico
atracón de penurias humanas y al mismo tiempo aprendió a disfrutar de la
belleza de las lágrimas, de la serenidad de la pobreza y de la
entrañable cercanía del calor humano. Pasados tres años, cuando ya el
tiempo transcurrido enlazado a la cálida sangre del trato humano le
había cargado demasiadas muertes en su alma, volvió. En los siguientes
meses quedaría envuelto en una gris melancolía que le impidió dejar de
pensar en la vida que había abandonado, enquistado en una desazón
maldita y degenerativa que le anclaba a una vida oscura, desconectado
del mundo.
Fue entonces cuando la necesidad llamó a su puerta. Había agotado todos
sus recursos y por primera vez en su vida sintió la urgencia de lo
material. Recordó entonces aquella frase con que su padre le había
atizado la voluntad y, al fin, entendió el sentido de la misma. Acudió
entonces a la Universidad de nuevo, donde había dejado algunos buenos
amigos y otros tantos proyectos inconclusos. Pero allí encontró, sobre
todo, a un olvido inmisericorde con el pasado y con las oportunidades
perdidas, y un vacío por respuesta. En aquel momento de su vida, un
desesperante presagio de tragedia comenzó a rondarle la cabeza día y
noche: la tragedia que agota las fuerzas en el hombre al saberse inútil,
al pensar que desde que comenzó su vida no había hecho más que perder
el tiempo en pensar y estudiar, entregado a un destino que hasta aquel
momento lo había mantenido en la inercia de una despreocupación por lo
material, gracias a los gratificantes emolumentos que el mundo
universitario le había dispensado. Las reservas se agotaron y se vio
impelido a salir a la calle a buscar un trabajo con el que poder
sobrevivir. Un periódico provincial le dio la oportunidad de probar el
trabajo de reportero de calle. Y la calle lo atrapó. Como si comenzara a
vivir una nueva vida, cada día que pasaba en contacto con la gente de
la calle le parecía un día que ayudaba a subsanar aquella enorme herida
que le habían causado tantos años aislado del mundo. Descubrió las
pasiones y la irracionalidad del vulgo, conoció la entrega de los
hombres que nada tienen, conoció la lascivia, el egoísmo, la crueldad
más descarnada del hombre, y descubrió la facilidad con que el hombre se
entrega a lo desconocido. Poco a poco fue introduciéndose en ambientes
decadentes, donde mejor apreciaba la naturaleza de los comportamientos
humanos: las tabernas, las vecindades de los suburbios, los ambientes de
droga y delincuencia, los prostíbulos. En uno de estos conoció a María,
de la que se enamoró. Al cabo de unos meses logró hacerse con una
habitación anexa a la mancebía, donde convivió con ella durante lo que
serían los días más felices y alegres de su vida. Durante algo más de
seis meses ambos vivieron un idilio, poseídos de una especie de frenesí
dionisíaco. Él desconocía aquella pasión que brotó de sus entrañas de
repente, lo que, además, le impulsó a escribir de nuevo sobre el mundo.
Pasaba las noches en vela escribiendo a la luz del farol que desde fuera
se proyectaba sobre una mesita de la habitación y dormía escasamente,
cuando los primeros anuncios del alba clareaban el cielo.
Cuando una víspera de miércoles de ceniza, él apareció muerto en el
portal del burdel como consecuencia de un atraco, María ya había
descubierto las caligrafías que él hacía en aquellas noches de desvelo, y
se había prendado de las historias que él narraba en sus cuadernos.
Durante muchas mañanas, mientras él aún dormía, ella había leído los
hermosos y apasionantes relatos cargados de erotismo y lujuria que había
plasmado en las horas de insomnio de aquellos días de arrobamiento.
Pasado el duelo, y tras retomar aquellas historias y regocijarse con el
recuerdo de él en sus lecturas, María comprendió que, todo lo que él
había desgranado en aquellos relatos no eran sino las secuencias de su
propia vida. En un afán por conocer al hombre que había amado, releyó y
releyó aquellas historias hasta descubrir que la mujer cuyo nombre en
ningún momento se mencionaba era ella misma, que el viejo que angustiaba
en sueños al protagonista no era otro que su propio padre, y que el
hermano hostil al que consiguió poco a poco envenenar representaba su
otro yo. Entendió que el tiempo que había permanecido con ella había
vivido con la dolorosa conciencia de esta muriendo en vida y renaciendo
al mismo tiempo, después de lo cual, las dos hendiduras que el acero
abrió en su pecho aquella mañana de invierno no fueron más que unos
minutos de desaire del destino, un destino que lo mató dos veces. Ante
aquel pensamiento María no pudo contener las lágrimas que le desgarraban
el alma, una de las cuales cayó en la página en blanco que cerraba un
capítulo. Tras aquella húmeda gota María adivinó una mancha de tinta.
Volvió la página y encontró unas palabras escritas que no entendió muy
bien y que fueron, a la postre, las que dieron título a la obra:
“Patología del idealismo”.
Meses más tarde el jefe de redacción de su periódico decidió publicar
aquella obra a través de una sección del periódico, obra que tuvo una
entusiasta acogida entre el público de la ciudad pero que sus antiguos
amigos en la universidad siempre soslayaron, por precaución.
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