Esto es un tren imparable. De
vez en cuando oímos los altavoces de los vagones que anuncian la próxima
estación; algunas veces no sabemos nada de la ciudad que se avecina, de otras
ya tomamos nuestra porción. Aquí adentro vamos, felizmente sentados, gozando de
la vida que nos pasa, de los paisajes que dulcemente se esconden tras las
ventanillas, de las feroces nubes negras que abren la boca gritando y levantan
sus brazos para entrar al abordaje de un cielo azul que se deja vencer. Y
contemplamos las caras sonrientes de la gente que de pie en la estación ven
bajar a los suyos, cargados con maletas modernas, con ruedecillas que maltratan
la vida de su interior; y las risas de tristezas contenidas que dicen adiós a
aquellos que les importan: hasta pronto, hasta luego, hasta cuándo. Toda la
vida despidiéndonos. “Adiós”, qué palabra más odiosa. A Dios dedicamos la despedida,
la esperanza, la verdadera ruina de la ilusión. Y si creemos en Dios es porque
creemos que al final todo esto va a algún sitio del que nos será devuelto con
alguna justicia sobrehumana. Incluso el tiempo se espera en retorno. Qué graciosa
esperanza. Pensándolo bien, quizá sea esta misma una tonta y simple razón para volverse
ateo.
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