"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 2 de diciembre de 2012

LA DICTADURA DEL CAPITAL



Estamos sumidos en una incomprensión total sobre lo que está aconteciendo a nuestro alrededor. La crisis nos ha desbordado. No atisbamos a entender quién puede ser el culpable de todos estos males que nos acechan; oímos que la economía se hunde, que España está en recesión, que el déficit nos hace agonizar, y tal vez no entendamos muy bien esos términos, sin embargo la realidad no necesita de palabras extrañas, ni de artificiosos argumentos, para mostrarse en su más cruda tragedia.  Miles de empresas cierran cada año, cientos de miles de trabajadores son despedidos y sumados a la vergonzosa cifra de desempleados, familias enteras son desahuciadas, quedando en la calle con la misma deuda que tenían y asistiendo atónitos  a la venta de sus casas por la mitad de precios a especuladores extranjeros. Hay hechos que no entienden de economía y hablan por sí solos. Lo vemos, lo sentimos, lo intuimos: esta sociedad se va hundiendo poco a poco, al igual que la economía, quizá, pero al mismo tiempo se comienza a percibir una crisis moral que acompaña a este hundimiento, la desigualdad y la injusticia se comienzan a palpar en el ambiente, y la indignación comienza a brotar, preguntándose cómo hemos podido estar tan ciegos durante tanto tiempo.
Pero somos hijos del capitalismo, y aún estamos envueltos en el humo de la fiesta de toda una década de locura capitalista que nos hizo vivir en un absoluto disparate. No sabemos cuántos azotes nos habrá de dar el sistema aún para darnos cuenta de que después de la muerte de Franco, no hemos hecho sino caer en otra dictadura, mucho más profunda, mucho más esquiva, mucho más atroz: la dictadura del capital.
El capital no nos deja opción: desempleo o esclavitud. Si Milton Friedman, el premio nobel de Economía que abanderó las doctrinas neoliberales, supiera el monstruo al que entregó sus teorías, probablemente hoy habría abjurado de todas aquellas ideas que le auspiciaron a lo más alto. El neoliberalismo como doctrina político económica ha alcanzado su máximo desarrollo en el mundo, y se ha convertido en un monstruo al que tan sólo puede detener el pueblo.
Es hora de levantar la mirada y contemplar el panorama político económico desde una perspectiva histórica, y conocer y valorar esta crisis como lo que es: una consecuencia natural de la corriente económica que domina el mundo: el neoliberalismo.
El neoliberalismo como corriente económica no representa sino los principios económicos de la alta clase empresarial. Originariamente, surge a lo largo de la primera mitad del siglo XX por oposición al keynesianismo reinante en la época. Como una hija del liberalismo económico, pero sin parecerse en casi nada a aquel, esta corriente económica se mantuvo latente durante gran parte del siglo XX, hasta que, después de la crisis del petróleo en 1973, en que se desmoronan los principios teóricos del keynesianismo, comienza a copar el ideario político de los partidos de derecha y centroderecha, llegando por fin a ejecutarse, por primera vez, con el gobierno de Margaret Thatcher en Reino Unido, y secundado por Ronald Reagan en Estados Unidos. Digamos que aquellas fueron las primeras ejecuciones de las doctrinas neoliberales. A partir de entonces estas ideas se fueron asentando en los idearios de todos los partidos europeos y americanos de centro derecha, hasta llegar a nuestros días, en que para confusión de la población, estas ideas han sido igualmente absorbidas por la izquierda socialdemócrata europea.
No podemos, sin embargo, entrar a valorar concienzudamente el calibre de la barbarie a la que estamos asistiendo si no conocemos, aun brevemente, los principios de la corriente neoliberal.
De entrada, bajo la bandera de la libertad económica, el neoliberalismo declara que el mundo y su economía deben crecer sin la intervención del Estado en la actividad económica, y que el Estado distorsiona las relaciones comerciales, hasta el punto de impedir el desarrollo de la verdadera democracia. En virtud de esta máxima, los estados deben salir de la economía productiva, deben privatizar todas las empresas públicas que posean y minimizar su actividad en la sociedad y la economía, relegando su papel a mera institución encargada de corregir los fallos del mercado.
En España, desde la transición hasta hoy día, el Estado ha vendido cientos y cientos de empresas. Rentables o no rentables, los distintos gobiernos han sucumbido a la presión del capital y han  privatizado incluso parte del sector estratégico, cual es, el sector de las telecomunicaciones y el de la energía. Actualmente el Estado español posee un parque empresarial residual y continuamente amenazado por los distintos gobiernos de ser privatizado.
Pero si la libertad es aplicada de principio en lo que a la intervención del Estado se refiere, no es argüida con menos fervor en el ámbito de la flexibilización laboral. Según las doctrinas neoliberales, el Estado no debe inmiscuirse en las relaciones contractuales entre el trabajador y el empresario, y deben ser ellos “libremente” quienes pacten las condiciones de trabajo. En este sentido el neoliberalismo se opone enérgicamente a la regulación del mercado laboral y al establecimiento de leyes normativas sobre contratos, despidos, salarios o convenios colectivos. Nada tenemos más cercano que este logro del capitalismo más perverso: los logros de la transición se han esfumado en los últimos veinte años, en que, reforma laboral tras reforma laboral, de uno y otro gobierno,  han acabado con prácticamente todos los derechos conquistados por los trabajadores de antaño. Libre salario, libre jornada, libre duración del contrato, libre despido: estas son las máximas del neoliberalismo, y a ellas casi hemos llegado después de la última reforma laboral de 2012, en la que la merma de la capacidad de los convenios colectivos y la multiplicación de las causas del despido, han dejado al trabajador español en un total desamparo.
Otra característica del neoliberalismo ha sido el principio de libertad de movimientos. Libertad de movimiento para las empresas y los capitales, ausencia de aranceles para que las primeras puedan instalarse allá donde les convenga y para que los segundos puedan invertir libremente en los lugares donde haya algo con qué especular. Y por tanto, según este principio, las regulaciones medioambientales, las regulaciones de seguridad o las leyes de la competencia, deben desaparecer, pues no son más que obstáculos para el desarrollo de la economía y de la democracia. ¿No hemos visto con nuestros propios ojos cómo se ha desmantelado la industria textil de Europa para instalarse en China? ¿No hemos visto cómo se llevan las fábricas de nuestro país a Marruecos para minimizar los costes de mano de obra? ¿No hemos visto cómo el capital financiero hizo su agosto durante el boom inmobiliario y aun hoy especulando con la deuda pública? Aquí y en Grecia, y en Portugal, allá donde haya necesidad, acudirá la usura con su inmoralidad a sacar tajada, pues el sistema así lo permite, por principio.
Las doctrinas neoliberales no dejan, además, dudas en sus postulados: se deben suprimir los impuestos a la renta empresarial, al beneficio y a la producción, pues sólo estos generan riqueza y hacen crecer la economía. Son los ciudadanos, aquellos que se benefician de los servicios del Estado, quienes deben pagar impuestos, dicen. Y nuestros gobiernos neoliberales suben el IVA y el impuesto sobre la renta del trabajo. Y establecen bonificaciones y deducciones al impuesto de actividades económicas, para que tal o cual entidad bancaria o acaso esa otra multinacional quede contenta y pague lo menos posible, o acaso no pague.
Y, conociendo esta descripción somera del sistema: ¿Cómo entender todo esto en un sistema llamado “democracia”? ¿Cómo entender que haya unos gobernantes que asuman estos principios y olviden que se deben a unos intereses generales? ¿Cómo es posible que nuestros ministros sigan a pies juntillas los principios del capital y sirvan a los intereses de los poderosos? Nos preguntamos y no sabemos contestar, además, cómo es posible que unos señores que representan al pueblo y se deben a unas promesas hechas a sus votantes, se olviden de ellas con tanta facilidad, impunemente, sin sentir el más mínimo rubor, sin el más mínimo remordimiento.
Y estas preguntas tienen una respuesta, tan nítida, tan clara, tan vergonzante como lo que sigue y que no es otra cosa que la mayor escala de la corrupción, no la del alcalde que se embolsa los diez mil euros, no la del presidente que enchufa a su familia: es otro nivel de corrupción: corrupción moral:
Elena Salgado, ex ministra de Economía y Hacienda: asesora de Endesa, empresa que fue privatizada bajo su mandato.
José María Aznar: trabaja como consultor para Endesa.
Isabel Tocino, ex ministra de Medio Ambiente y Abel Matutes, ex ministro de Industria, gobierno Aznar: consejeros del Banco de Santander.
Eduardo Zaplana, ex presidente de la Generalitat Valenciana: salió del consejo de administración de Telefónica, pero aún tiene contrato con la empresa.
Josep Borrell, ex parlamentario europeo y ex ministro de Hacienda: consejero de Abengoa
Rodrigo Rato, ex ministro de Economía y Hacienda: ex presidente de Bankia.
Ángel Acebes, ex ministro de Justicia, Interior y Administraciones públicas: consejero de Bankia.
Josu Jon Imaz, ex consejero de Industria del País Vasco: presidente de Petronor.
Pedro Solbes: ex ministro de Hacienda:, asesor de Barclays Bank, grupo financiero.
Narcis Serra, ex ministro de Defensa, ex vicepresidente del gobierno: presidente de Caixa Catalunya. En 2010 se sube el sueldo, justo después de haber sido intervenida la entidad con fondos del FROB. Consejero de Repsol , Telefónica, entre otras empresas.

El neoliberalismo es perverso. Su objetivo es el crecimiento económico y los beneficios empresariales. Poco le importa el desarrollo del hombre, al que considera tan sólo un medio para conseguir sus objetivos. Y por eso el sistema no habla de ciudadanos, sino de consumidores, o de trabajadores, o de contribuyentes. Y la educación no es más que unos métodos para hacer al hombre sumiso y cualificarlo para su uso en mano de obra para el capital. Y sus medios son medios de propaganda del propio sistema, para controlar la mente del hombre y hacerle entender que no hay más sistema que este, hijos del capitalismo, y convencerles de que necesitan lo que no necesitan, de que aman lo que en realidad odian.
Pero no hay más engaño que el de pensar que este sistema se mantiene por sí solo. No. Este sistema se sustenta en el imperialismo. Necesita del enfrentamiento norte-sur, de un continente en el que pueda encontrar mano de obra barata, tal como Asia, y de un continente del que pueda expoliar sus recursos naturales, llámese África. Y de una industria armamentística que lo sustente y que se beneficie de las miles de decenas de muertos en guerras que no salen en los medios, en pogromos que no vemos.
Pero ante todo, este sistema no existiría sin un mal inherente al mismo, desde el principio de los tiempos: la corrupción política. Un mal al que, antes de que sea demasiado tarde, el pueblo ha de hacer frente.
En la calle, por supuesto. Y reclamar: Reforma de la ley electoral, Reforma de la ley de partidos, Reforma de la constitución. Asamblea Constituyente Ya. 

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