Siempre nos decía que antaño,
cuando él era un chaval, allí en sus montañas, las semanas de tempestad, lluvia
y frío duraban meses. Nos hablaba de las fuentes de las que brotaban
manantiales, del verde primaveral con la hierba alta que alcanzaba la cintura y
de un cielo invernal más blanco que el de ahora. Pero desde que llegó a la
ciudad, nada fue lo mismo. Comenzó a quejarse de todo. Decía que allí en
invierno todo olía a humedad, que el agua empapaba el cemento y todo se volvía oscuro,
que siempre todo era igual y que ni
siquiera la lluvia lograba cambiar el hábito de la gente, y veía con incredulidad
cómo los coches no se dejaban amedrentar por la lluvia y deambulaban por las
calles en una irrespetuosa provocación. Al
mirar por la ventana siempre hacía el mismo comentario sobre los edificios que
recortaban el cielo y no dejaban ver más allá de los muros. Mis hermanos decían
que aquel era un verdadero caso de inadaptación a la civilización y pensaron que
aquel sitio no era el mejor para él.
Así que nos reunimos y decidimos
que lo mejor para él era volver al campo. Le procuramos una casa de campo, no
muy lejos de la ciudad. Él estuvo encantado. Poco a poco, se fue dando cuenta de que la
naturaleza no había cambiado, como él creía, y que los que habíamos cambiado éramos
nosotros los hombres, en algunos aspectos que él bien me señalaba: nuestra
comodidad, nuestra facilidad de identificarnos con ciertos estereotipos que crean
los medios, nuestra hipocresía, mucho más sofisticada, nuestro sentido común, …
pero lo otro: la lluvia, los campos anegados, el sol, las flores, todo eso seguía
siendo igual que siempre.
Y sin embargo, después de unos
años, la historia llegó a su final. Tenía ochenta y ocho años y en los últimos
dos meses había sido operado dos veces de unas cosas extrañas en la tripa. La
segunda vez que me llamó para decirme que la bolsa se le caía, me dijo que con
aquel aparato que le habían puesto los médicos ni siquiera podía cortar los
rosales. Fue un anuncio solemne, al que yo no supe qué responder. Una semana más
tarde, me llamó por teléfono para decirme que el lunes siguiente volvía con nosotros:
había vendido la finca.
Recompuesto ya del asombro de
aquella noticia, el lunes por la mañana le acompañé a recoger los últimos
enseres. Una carga de tristeza lo tenía completamente abatido. Pero al fin nos
despedimos de los perros, de aquel noble y precioso pastor alemán y del pequeño
bodeguero juguetón. Y dejamos en aquel lugar el frío, la humedad, la verdina
implacable, el cielo pasajero, los eucaliptos salvajes, los olivos, el huerto,
las gallinas, la piscina herrumbrosa de invierno llena hasta rebosar, el barro,
la chimenea. Nos despedimos de un trozo de vida abandonado allí en todas aquellas
cosas. Sin duda, él sufrió mucho con aquella despedida y, sin embargo, un
sentimiento vitalista y rocoso le hizo recomponerse en poco tiempo, pues sabía,
y así me lo contaba, que la vida que le quedaba no estaba para gastarla en muchas
nostalgias ni melancolías.
Conociéndolo como lo conocía, no me
extrañó nada que al poco tiempo se aficionara a leer el periódico y a hacer
sudokus, y a pasar horas y horas dando vueltas por el piso con el cuaderno y el
bolígrafo en la mano. “Hay que mantener la mente fresca”, decía.
Como yo esperaba, no mucho después, volvió a defender sus
tesis sobre el cambio climático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario