La
historia de la humanidad no nos demuestra ningún tipo de evolución. No ha
existido civilización que no se haya rendido siempre a la belleza y a los apetitos
carnales. Los niños siempre han juzgado con los ojos de los mayores: lo feo, lo
bello, lo sensual, lo adecuado, lo oportuno, lo transitorio, lo definitivo.
Todo con los ojos que calan la hembra o el macho según los patrones aprendidos,
trasvasados de generación en generación. El toque mágico del primer desnudo que
llegó a la vista llamando a la puerta de los instintos, la búsqueda del beso
perdido al desvanecerse la infancia y el amor materno, el amigo pervertido, las
prostitutas rondando las esquinas y asombrando a la inocencia, las escenas de
amor en los largos, todo, todo, está dispuesto para que el hombre desde su
infancia anhele no más que la belleza, la sensualidad y la carne. Así es cómo
la sociedad se rinde a sus instintos.
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