"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 14 de marzo de 2013

UN IMPREVISTO



Lo había preparado todo concienzudamente, al detalle; había controlado todos los tiempos, todos los momentos en que irían surgiendo los pormenores de su obra, imaginado las bocas abiertas de los periodistas, los ojos hipnotizados de los invitados a la presentación, todo tan exhaustivamente estudiado, que nada podía estropear el día más importante de su vida. El discurso era conciso pero emotivo, y no había pregunta sobre la obra que no hubiera previsto y cuya respuesta no hubiera preparado.
Los libros se hallaban en un estante de un lateral de la sala, apilados en columnas no excesivamente altas, multiplicados, para su venta, para colmar la ansiedad que despertaría aquella obra maestra en todos tras oírle defender su grandeza.
Y sin embargo, aquella risa no había sido prevista. Vino del fondo, en forma de un cacareo jocoso prolongado más allá del límite dentro del cual podría haberse considerado un incidente ajeno a sus palabras, y atravesó toda la sala despertando el arrobamiento en que se sumía la media sala ocupada de una tropa variopinta de periodistas, familiares, amigos y personajes enigmáticos. Entonces la última frase que había pronunciado reverberó en su cabeza, y comenzó a hurgar entre las palabras que acababan de salir por su boca. No había dicho nada importante, ni ridículo, ni trascendente, ni siquiera gracioso; simplemente había despachado el interés de un periodista por su fuente de inspiración: “la vida, esa es mi inspiración”, había dicho. Esta frase era muy simple, tanto que su significado podía ser ambiguo, pensaba, y al tiempo que volvía a contestar a las preguntas que continuaban llegando desde los primeros asientos de la sala, su mente volaba hacia atrás e intentaba atisbar una señal, una cara sarcástica a la que poder hacer frente con su mirada, una mueca extraña que le informara del error que había cometido. Pero no encontraba nada, y, de pronto, de su subconsciente comenzaron a brotar imágenes del pasado, cual espejo retrógrado y perseverante. Y surgía la cara de Juan José, completamente encendida de sangre, riendo a carcajadas como la que acababa de oír, y buscaba la misma cara diáfana y díscola, que reía después de gastarle una de las suyas. Porque él, Juan José, era la vida. Siempre lo había pensado. Era la vida cuando le llevaba al río y después de escuchar lo que él le contaba sobre las Perseidas y la constelaciones más cercanas, veía una señal premonitoria en su cara que le decía que debía pagar por hablarle de cosas ininteligibles, y entonces lo cogía por las piernas, como si fuera un juguete, y lo lanzaba al agua, y desternillándose de risa repetía “peseidas”, “peseidas de mi amor”, y reía con el corazón, porque él no era sino un efluvio de vida. Y nunca renunció a aceptar que su amigo fue quien le mostró por primera vez el sexo en esos años de descubrimiento, llevándole a escondidas al lugar donde las parejas acudían para aparearse, y él se avergonzaba y se ruborizaba y le reprendía diciéndole que aquello estaba mal, y entonces el otro hacía el ruido de la perdiz desde detrás de los arbustos y él le golpeaba para que se callara y finalmente alertaban a las parejas medio desnudas y salían corriendo hacia el lugar donde abandonaban las bicicletas para emprender el camino de regreso a casa, con el alma excitada, con un puñado de sueños pendientes de realizar en la soledad de sus estudios, desde donde reconocía no haber salido nunca.
Y de pronto buscó a Juan José por la sala, y un periodista le hablaba del prólogo del libro, de lo acertado de aquella reflexión, pero él vislumbró por fin a Juan José, y entendió que aquel se había reído porque probablemente no hubiera entendido aquella frase, “la vida, esa es mi inspiración”, porque ni siquiera sabría qué es una inspiración. Allí estaba su amigo del alma, al que hacía once años que no veía, desde que se marchó a las islas con una inglesa a la que enamoró con su imitación de la perdiz, o con sus músculos y su rubia melena, o con la risa contagiosa con la que se reía del mundo, de los sabihondos, de los estudiosos, de todo el que no sabía silbar o del que no sabía beber. Y allí estaba riéndose de él, de sus frases, y esperándolo para darle un abrazo y desarmarlo, despojándole de sentido aquella frase que de seguro no había entendido pero que, inconscientemente, sabía que era una frase que no significaba nada.
De repente, los periodistas callaron. No había más preguntas. El editor rumió a sus oídos unas palabras, pero él tenía la mente en otro lado. Volvió la cabeza hacia él y le miró a los ojos, y el editor vio algo extraño en su mirada. Entonces el mismo editor despidió a la concurrencia y emplazó a los asistentes a tomar una copa y recibir los libros firmados del autor. Todo se había venido abajo, bruscamente, como si aquellos pensamientos no hubieran hecho más que desproveer a todo aquel acto de sentido, aquel libro, aquella presentación, aquellas palabras, aquella historia, y se percató de que todos aquellos pensamientos que le habían brotado no eran más que capítulos de su libro y que él era, finalmente, el protagonista del mismo, su propia inspiración, su propia vida narrada bajo una gran carcajada.

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