Al
atardecer, se sentaba a contemplar la belleza del cielo y su inmensidad y
sentía un gozo punzante en el pecho, pues era aquella una belleza que él no
podía poseer y que se le escapaba. Y entonces pensaba que su alma no era lo
suficientemente grande para absorber todo lo que el mundo le ofrecía, o acaso no
se trataba sino de un miedo atroz a la verdadera nimiedad del hombre ante
aquella obra.
Aquel
día tomó un libro y, como por casualidad, comenzó a pensar que esa obra del
hombre también era inmensa, como otras muchas. Y se sonrió al pensar que, mal
les pesara a los dioses, también el hombre ha construido su propia inmensidad. Pero
de pronto unas nubes negras se reorganizaron como en un conciliábulo celeste y de
allí surgió un rayo que atravesó el cerezo que había apenas a diez metros
frente a él. Ni se inmutó. Quedó absolutamente petrificado en la silla contemplando
el humo que surgía de las brasas del tronco. El cielo lo había avisado contra
aquellos pensamientos infieles, pensó. Entonces comenzó a odiar al cielo y a
toda la devastadora violencia con que a veces golpea a los hombres y, al punto,
invadido por un miedo indefinido, apretó fuertemente el libro con sus dos manos
y lo lanzó violentamente contra el árbol. La portada del libro cayó hacia
arriba, resplandeciente por la lluvia, con su cruz mirando al cielo.
Pero
aquella noche el nivel del agua llegó al alero de la casa y tuvo que recordar por
enésima vez en su vida que ellos eran pobres, pues a veces lo olvidaba. Allí
encima, acorralado por el agua, aquella noche se puso de nuevo a rezar.
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