En el hospital pusieron cara de
extrañeza cuando ella quiso llevarse a casa a su madre, ya en fase terminal, pero
al final hizo valer el buen nombre que su primo Aurelio ostentaba en el centro
clínico para lograr poner de vuelta y media a todo el personal sanitario
buscando los instrumentos y maquinaria para llevar a su casa a la moribunda Josefina.
La cama, el oxígeno, el goteo, todo el aparataje en fin, para detectar
científicamente cuando se producía el último suspiro.
Pero su madre murió en su casa,
como ella quiso. Una mañana Carlos apareció en la cocina, donde ella estaba
tomando el té, y se lo dijo susurrándole al oído, para no alertar a ningún
espíritu procaz: “Creo que tu madre ya está muerta”. Y entonces, sin soltar
ningún gemido, quejido ni lágrima, fueron ambos a comprobarlo.
Se miraron ligeramente ambos ante
aquella circunstancia prevista de antemano. Había que darse prisa, pues en
media hora ya estaría rígida como una estaca y no sería posible. La tía Yerma,
una mujer hecha a aquellos avatares, de cara agitanada y aires adivinatorios,
les ayudaría a amortajarla.
Aquella experiencia le despertó cierta
alegría: “Mamá, es la última vez que te visto. Te voy a poner guapa, que ya
pronto llegará la gente. Me quedaré con tu rebeca, ¿de acuerdo? Me gusta tu
ropa, mamá.” Y entonces dio un último
beso a su madre. Pero entonces ya no era Josefina. Ciertamente ocurre algo
extraño en la cara de las personas que de un segundo a otro pierden la vida. De
pronto el poco color blanco que les quedaba, aquella respiración tenue que le
consumía poco a poco las esperanzas, dejan de estar y algo nos dice que ya no
son ellos. Josefina ya no era Josefina. Media hora cambia la cara de los
muertos hasta hacerlos irreconocibles. Y así Josefina se esfumó a algún lugar y
dejó allí un cuerpo recto e indócil. Pero aun tuvo tiempo de entender las
últimas palabras de su hija. Y por eso, desde la mortaja, le devolvió una sonrisa
que solo ella pudo ver, y de la que nunca a nadie dijo nada.
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